Prohibidos. Matías García. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías García
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013133
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      El único modo de llegar al Sector G es viajar a través de Esperanza. No hay medio de transporte público que vaya hasta el G y Esperanza es la ciudad más cercana. Una vez en ella, se debe rentar un automóvil o abordar un medio de transporte ilegal con destino al G. Viajar en automóvil desde Libertad a Esperanza implicaría largas horas. Los Scott cuentan con aeromóviles y con pilotos privados, pero Carlos prefiere andar por su cuenta para no ser descubierto por sus padres.

      —Bueno, te veo pronto. —Él se despide con otra sonrisa encantadora. Demasiado encantadora.

      Me da un cariñoso apretón de manos antes de encaminarse a tomar el metro, lo que me genera un atiborro de sensaciones incómodas. Carlos ha formado parte de mis fantasías durante más tiempo del que me gustaría admitir, pero me aseguraré de que nunca lo descubra. Mejor así.

      Minutos después de que el metro de Carlos se pierde en la lejanía, abordo el próximo que se dirige a Esperanza. Me encamino a los mismos asientos de siempre: los del final, junto a la ventana. Aquí puedo estar a solas con mis pensamientos y disfrutar del viaje en silencio.

      En lo alto del vagón hay un televisor que transmite el noticiero del Canal Oficial de Arkos, en el que se informan los supuestos detalles de lo sucedido en el Congreso. Tal como vaticinó DragónRojo, los medios aseguran que fueron los rebeldes quienes dispararon primero.

      Luego de minutos de falsas informaciones y de agradecimientos al Cuerpo de Protección, el canal regresa a la aburrida programación habitual, lo que me obliga a desviar la mirada.

      No veo más que oscuridad e intermitentes focos de luz blanquecina a través de las ventanas. Incapaz de poder distinguir algo en el exterior, dirijo la mirada hacia una pareja sentada unos cuantos asientos adelante del mío. El hombre carga a un bebé en sus brazos; lo levanta una y otra vez entre risas. A pesar del vértigo que ha de sentir el pequeño, este ríe con la misma diversión del que probablemente es su padre. La mujer, que deduzco es la madre, observa la escena con el rostro cargado de una envidiable felicidad.

      La imagen de una familia jubilosa y rebosante de amor provoca que una diminuta lágrima escape por uno de mis ojos. Me apresuro a limpiarla con el puño de mi suéter. Pronto podré acceder a la oportunidad de tener una familia tan feliz como esa junto a Caroline.

      Quiero que eliminen la enfermedad de mi cuerpo cuanto antes, ser como los demás y vivir en armonía conmigo mismo. Detesto sentir asco de mí. En un tiempo más, todo cambiará: seré curado. Seré normal.

      Cuando el metro llega a Esperanza, emerjo del subterráneo y la luz del atardecer nubla mi visión por unos segundos. Camino hasta el borde costero de la ciudad, en donde la brisa del mar acaricia mi rostro con delicadeza. Esperanza es también una de las ciudades más deshabitadas de Arkos. Me gusta venir aquí por el silencio y por la soledad que ofrece esta zona, los cuales contrastan con el estruendo y con la muchedumbre de las grandes ciudades.

      A unos cincuenta kilómetros de distancia de la orilla, pilares que por poco alcanzan las nubes se alzan desde el mar, cuyo propósito es marcar los límites marítimos y aéreos del país. No tenemos permitido navegar o volar más allá de su perímetro de alcance. Los pilares provocan una especie de electrochoque a cualquier persona que intente atravesarlos por cielo o mar, gracias a un campo magnético invisible que se extiende por cientos de kilómetros a la redonda. Los gobernadores afirman que son el método más efectivo para mantenernos a salvo en la Antártida y evitar que viajemos hacia los continentes inhabitables.

      Camino hasta el muelle del balneario, punto de encuentro con el misterioso usuario de la red negra. Mis manos sudan y mis piernas tiemblan. Estoy haciendo algo prohibido. Estoy haciendo algo peligroso. Nunca había sentido tanta adrenalina.

      El muelle es de cristal irrompible, por lo que puedo ver el mar a mis pies y mi reflejo sobre él. Empiezo a lucir adulto: mi mandíbula se enmarca, mis pómulos sobresalen y mis facciones dejan de ser las de un adolescente. Mi pelo ha perdido el tono claro que tenía hace años, ahora es de un castaño oscuro similar al de mis ojos. Mi piel blanca luce amarillenta ante el radiante sol del atardecer.

      Saco mi teléfono móvil del bolsillo. El reloj marca las siete de la tarde con diez minutos y John6895 aún no aparece.

      Esto me da mala espina. ¿Qué hago aquí en primer lugar? Haber venido ha sido una de las decisiones más irracionales que he tomado en la vida. Por otro lado, la enfermedad será exterminada de mi cuerpo en menos de tres meses. Tal vez, antes de que eso suceda, sería conveniente saber un poco más sobre ella y compartir mis vivencias con una persona que tenga los mismos problemas que yo.

      Resuelvo sentarme y esperar. Me acomodo justo en el borde del muelle de cristal aunque sé que cualquier movimiento en falso podría hacerme caer.

      Más allá de los pilares solo están el cielo y el mar. Por lo que sé, el continente más próximo a este lugar es Sudamérica y los países más cercanos son Chile y Argentina, ambos completamente despoblados y carentes de vida, como el resto del mundo. Los expertos afirman que los continentes volverán a ser habitables en cien años más, pero siempre existirá la amenaza de un nuevo brote viral que podría extinguir lo poco que queda de la especie humana.

      Imagino diversos escenarios en los que mi vida podría basarse de no haber ocurrido la Guerra Bacteriológica. Quizá residiría en algún lugar de América, en una sociedad que no necesitara procrear con urgencia y en donde las personas seríamos libres de tomar nuestras propias decisiones.

      La idea suena tan imposible y absurda que me río de mí mismo.

      —Hermoso atardecer, ¿no crees? —Una voz masculina irrumpe en el silencio del muelle.

      Vuelvo la mirada, me pongo de pie al instante y retrocedo con cautela. Un hombre de estatura alta se sitúa frente a mí a solo un par de metros de distancia. Viste un sombrero oscuro, lentes de sol y un tapaboca. Él advierte mi expresión de miedo y se quita cada una de las prendas que ocultan sus rasgos. Bajo los lentes se hallan dos ojos pardos e intensos que arden ante el sol de la tarde. Una sonrisa se dibuja en sus labios, su calidez inspira cierta confianza. Tiene el pelo alborotado y de un color castaño casi rojizo. Es mucho más grande y robusto que yo; luce unos cuantos años mayor.

      La enfermedad prohibida hace lo suyo: este hombre me parece atractivo.

      —¿Quién eres? —pregunto con voz trémula y todos los sentidos alerta.

      —¿Eres… León? —inquiere en respuesta. Mira con precisión en todas direcciones.

      No había notado que viste un abrigo de color azul. Es él.

      —¿John?

      Asiente. Lleva un dedo a los labios.

      —Por favor, no hables tan fuerte. Ellos lo oyen todo.

      —¿Ellos? ¿A quiénes te refieres?

      —¿Y si nos sentamos?

      Acepto. Nos acomodamos otra vez en el borde. Nuestros pies cuelgan en el vacío que se forma entre el muelle y el mar.

      Estar cerca de otra persona que padece la enfermedad prohibida y que navega en la red negra me produce una mezcla de emociones encontradas que apenas puedo describir. Creo que prevalece el rechazo, pero me recuerdo que él es tan normal como yo…

      Bueno, no del todo normal.

      —¿Cuál es tu nombre? —pregunta el desconocido. Posa sus ojos misteriosos en los míos y un fuerte cosquilleo me revuelve el estómago.

      —Yo… me llamo León.

      —Vamos, tu verdadero nombre. —Me sonríe—. El mío es Bernardo.

      Dudo por un largo tiempo. ¿Debería revelar mi nombre? ¿Puedo confiar en él?

      Ya estoy aquí. Ya corrí el riesgo.

      —Mi nombre es Aaron.

      —Es un gusto conocerte, Aaron.

      Esbozo una sonrisa en respuesta y un silencio incómodo se adueña del ambiente. Cada vez que intento