El ingenio de los mediocres. María Antonia Quesada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María Antonia Quesada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418759413
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segura de que le complacía mi compañía porque no interrumpía el silencio que solo él quebrantaba para explicarme los nombres de los árboles y de las plantas, para señalarme algún insecto curioso que no habría visto si no me lo hubiera enseñado, de los pájaros y de los animalitos que salían de sus madrigueras, cuando en total comunión con el paisaje nos deteníamos a observar durante un buen rato las ramas de las hayas columpiarse dulcemente en el cielo. Después proseguíamos y continuaba con sus explicaciones, cuyo término representaba para mí la señal de que ya podía preguntar todo lo que me había ido callando por el camino. En un momento determinado juzgaba que ya era hora de regresar y, de vuelta, me contaba habladurías del pueblo, recuerdos de su vida en Bilbao y de cuando mamá era pequeña.

      No puedo evitar la congoja que me produce su ausencia, quizás porque añoro ese tiempo en que lo admiraba tanto. Realmente no lo aprendí todo de mi padre, el abuelo también me hablaba de los buenos tiempos de la acería, de la reverencia con que saludaban a su padre los obreros y el personal de las oficinas, de cuando empezó y mi bisabuelo le obligaba a acompañarle para que reconocieran en él al hijo del patrón que un día se haría cargo de todo aquello y le aconsejaba que evitara las malas prácticas de algunos que, si se veían en aprietos, estropeaban las coladas para venderlas como chatarra porque se las pagaban mejor. Me crie con estas historias, que el abuelo adornaba a su manera para dar ante mí su mejor imagen; era muy jactancioso, pero me ponía sobre la pista de actuaciones que atribuía a otros y que he llegado a sospechar que él también practicaba. Yo entonces era demasiado joven y me limitaba a escuchar, pero alguna vez he sentido que su voz regresaba como un eco y me recordaba que no me había llegado a contar el final del cuento. Siempre presentí, influida por los comentarios ácidos de Nino sobre su persona, que guardaba algo, una parte de su historia que le hubiese gustado relatarme, pero que no se atrevió a hacerlo.

      Esta sensación cobra fuerza cuando recuerdo en él actitudes que me incomodaban, como esa superioridad con la que hablaba a quienes no formaban parte de su familia o de sus amistades. Ese rictus soberbio en sus labios, sobre el que no me interrogué hasta que me hice mayor, deshizo la magia que había entre nosotros e hizo que las acusaciones de mi padre cobraran sentido para mí y que yo me fuera alejando del abuelo poco a poco sin saber a ciencia cierta los motivos. Pese a todo, siento cierto remordimiento por haberlo dejado solo este último año en que ha debido de pasarlo tan mal, por no haberme acercado más a él como hizo mi hermano. El abuelo me conocía, leía mi pensamiento como un libro; quizás por eso prefería a Javier, que nunca le cuestionó, pues para mi hermano por encima de todo era su abuelo sin más disquisiciones. Javier siempre se sintió un Arlaiz de los pies a la cabeza. En cambio, a mí el abuelo me decía que tenía un «ramalazo peligroso», una expresión que entonces me resultaba muy ofensiva y hacía que me enfurruñase, mientras él se reía por hacerme rabiar. Boberías que ahora también me hacen sonreír porque reconozco que tengo un ramalazo de González del que, contrariamente a lo que él pensaba, me siento muy orgullosa.

      ***

      Preparo café en la cocina para servirlo cuando los chicos se reúnan con Jon Monreal antes de pasar por la notaría en Pamplona. Entra Carmen y le pregunto si a su cuñada le irá bien tomar un café a media mañana.

      —Lo digo por el embarazo —aclaro mientras le explico que mi madre siempre me habló de lo mal que le sentaba el café cuando estaba esperando que naciese.

      Carmen ni se lo había planteado y sugiere que tenga preparada agua caliente por si prefiere una infusión. A Rosa ya le queda poco para salir de cuentas, pero, aparte de algunas molestias puntuales del final del embarazo, está disfrutando de una gestación muy tranquila, lo que demuestra su fortaleza. Esta es una cualidad que se aprecia en la familia Arlaiz y de la que siempre gozaron sus mujeres, aunque todas, abuela, madre e hija, ocultaron su verdadera naturaleza bajo una apariencia física frágil. Yo digo que las recubrieron al nacer con acero de la fundición del señor Iluminado, disciplinadas como ellas solas sin dejar que los sentimientos interfirieran en su sentido del deber. Carmen, al igual que su madre, es más de hacer que de hablar. En eso es muy diferente de su cuñada, pues la madrileña aprovecha para charlar con cualquiera de nosotros en cuanto se da la ocasión. A todos nos pregunta por nuestra vida en el caserío, qué hacemos y desde cuándo estamos aquí. Es curiosa y parece que se quiere empapar del funcionamiento de todo con la aquiescencia de su marido, que observa divertido los interrogatorios a que nos somete. Me molesta que haya ido asumiendo el papel de señora de la casa a medida que se multiplicaban las visitas desde antes de que muriera el señor. No me quejo, porque gracias a esa frecuencia con que venían estaban junto a él cuando se puso muy malito y tuvieron que llevarlo a Urgencias de Pamplona. Luego todo fue muy rápido, porque cuando falla el corazón la muerte no se hace esperar y sentí un gran alivio por no haberme encontrado sola en esos momentos. Javier se hizo cargo de todo, tomó las decisiones oportunas después de que su mujer, tras examinar a don Iluminado, como ella le llamaba, le dijera que llamara rápido a una ambulancia porque creía que no le quedaba mucho tiempo.

      Todavía siento la necesidad de acercarme a la entrada cuando se acerca la hora de comer, como si el señor fuera a doblar de un momento a otro la última curva del camino de regreso de Irati; incluso me despierto pensando en servirle el desayuno, como he hecho una buena parte de mi vida en esta familia que prácticamente ha sido la única que he tenido. Doña Rosa y su hija me metieron el vicio de la lectura, me animaban a tomar prestados libros de la biblioteca; yo al principio lo consideraba una excentricidad a la que accedía para no disgustarlas, pero me fueron encarrilando, como decía la abuela, y le cogí el gusto. Después se lo agradecí porque, aunque en esta casa sobra el trabajo, los inviernos son muy largos y no soy amiga de televisores, a pesar de que no soy tan mayor no he dispuesto de una tele en el cuarto hasta hace diez años. Me afectan como a cualquiera de ellos tantos adioses como hemos tenido que dar últimamente y siento que envejezco a medida que se han ido apagando las vidas de esas personas a las que, a fuerza de servirlas, tomé cariño, como don Iluminado, a quien al final ya no tenía miedo y hasta aceptaba sus manías con la misma indulgencia con que se trata a un padre anciano que desvaría. Eso no significa que no sepa bien cuál es mi sitio porque, igual que mostraban detalles, tanto doña Rosa como su marido marcaban bien las distancias.

      Me preocupa qué va a suceder ahora y que haría si me viera obligada a abandonar el caserío. Si Rosa de los Ángeles no hubiera fallecido de forma tan prematura, todo estaría más claro, las cosas continuarían como siempre, pero los chicos son otra cosa y nadie sabe qué van a decidir. En el pueblo se dice que posiblemente venderán Saldisetxea porque piensan que son gente de Madrid a quienes no les importa esto, y cuando les digo que para Carmen y Javier es la casa de sus abuelos, responden que los sentimientos no mandan en estos asuntos. Javier y su mujer tienen buenos empleos, pero no gozan ni de la posición ni de los ingresos de Carmen en González Fuez, que es una empresa muy sólida, a pesar de que el difunto señor le comentase a Jon Monreal que con esto de la crisis estaban reduciendo plantilla.

      —Ese —le oí decir con tono de desprecio en referencia a su yerno— vendería Saldisetxea si pudiera para enjugar sus deudas, pero no lo hará mientras yo pueda impedirlo.

      Don Iluminado dijo esas palabras en el despacho donde sus nietos se acaban de reunir con Jon. Me intriga lo que quiere decirles y me demoro sirviendo los cafés, pero nadie habla hasta que me retiro y cierro la puerta tras de mí con la tentación de quedarme pegada escuchando. Nunca lo he hecho y a mis años no me voy a convertir en una fisgona, a pesar de que me retire inquieta a la cocina dando vueltas a qué se cocerá ahí dentro. Mejor olvidar y dejarlos con su parlamento, que será una conversación de amigos porque se conocen desde niños, aunque se hayan distanciado con el tiempo. Me intriga tanto misterio porque Jon no es dado a solemnidades y eso indica que tiene que decirles algo importante. Me da miedo que sean ciertos los rumores que hablan de la venta de la casa y de echarnos a todos. Llego a la conclusión de que es una tontería hacer suposiciones y trato de centrarme en mis quehaceres, pero ya está todo hecho porque me he levantado temprano; ayer me enteré de que el notario les ha dicho que los Monreal y yo los acompañemos a Pamplona para asistir a la lectura del testamento. Eso significa que el señor ha tenido un detalle con nosotros, aunque me extraña, porque don Iluminado no hacía ese tipo de reconocimientos. Era muy suyo para los dineros.

      ***