Ya en el portón, el anciano mira a Amaia con reproche.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
Es la pregunta de siempre y Amaia no se inmuta al escucharle ni tampoco se lo toma a mal. El señor es así, brusco, como todos los señores que ella ha conocido, porque hay cosas que nunca cambian y Amaia lleva tantos años en la casa que conoce mejor que nadie el humor y las rutinas diarias de los que la habitan. En Saldisetxea se madruga siempre. A las siete y media ya tiene preparado un desayuno que el anciano toma antes de salir al bosque. Cuando no llueve, Iluminado Arlaiz aprovecha y se interna en él hasta media mañana para regresar a casa a la hora de almorzar. Esta costumbre de andar la practica desde joven cuando vivía en Neguri. Allí era un vecino que todos conocían de verle realizar cada mañana el mismo recorrido desde su casa por todo Getxo, incluso hubo un tiempo en que por el puente colgante llegaba hasta Portugalete. De eso hace años porque ya le van fallando las fuerzas; lo que le extraña a Amaia es que todavía se pueda adentrar en Irati como lo hace, aunque cuando quiere acercarse hasta el lago Jon tiene que llevarlo y volver unas horas más tarde a recogerlo. El señor es arrogante y, cuando eso ocurre, se baja un kilómetro antes de llegar a Saldisetxea porque, aunque no lo dice, no le gusta que le vean regresar en coche como si ya no pudiera andar. Por las tardes habla del ganado y de las cuentas con Jon, antes de pasar a comentar la prensa económica que llega a media mañana al caserío. Después Amaia le sirve su último café del día y permanece encerrado en el despacho ensimismado en sus recuerdos hasta la hora de la cena. Amaia piensa que es una lástima que Ignacio Monreal ande tan delicado de salud, a pesar de ser bastante más joven que el señor. Siempre se entendieron bien y fue el primero que empezó a controlar el negocio del caserío, una responsabilidad que desde hace dos años ha recaído en su hijo Jon, el mediano de los tres que tuvo Ignacio y el único que, a juicio de Amaia, le ha salido bien.
Cómo ha cambiado todo en Saldisetxea donde desde hace más de un siglo viven los Saldise y los Monreal, los señores en el caserío y los pastores devenidos en administradores en una casa también dentro de la finca, en la que los abuelos de Ignacio y su familia ya vivían en el siglo XIX cuando el padre de la señora, Pedro Saldise, heredó el caserío. Los antiguos propietarios habían muerto sin descendencia y su sobrino Pedro era el pariente vivo más directo. Al principio tuvo que superar algún que otro conflicto que resolvió con habilidad, pues a diferencia de los antiguos dueños, que vivían en Pamplona y apenas pisaban la propiedad más que para recoger beneficios, el padre de la señora quiso tomar las riendas del caserío. Lo primero que hizo fue ponerle el nombre de Saldisetxea para que quedase claro quién era el amo, un gesto que los Monreal consideraron una amenaza a su futuro en aquellas tierras. Para aplacar las hostilidades, Pedro Saldise mandó restaurar la casa grande e hizo reparaciones en la más pequeña, que perdió su primigenio aspecto de choza; para terminar de contentarlos garantizó a la familia Monreal que seguirían siendo los encargados de cuidar la finca y los ganados. El bisabuelo Pedro también se ocupó de que Ignacio Monreal, que entonces era un niño seis años mayor que su nieta Rosa de los Ángeles, fuera a la escuela en Pamplona para hacer el bachillerato. Lo hizo con miras de futuro pues ya era un hombre mayor y sabía que a su hija y a su yerno, Iluminado, que tenía que atender su acería en Bilbao, les vendría bien alguien que controlase la actividad del caserío y llevase las cuentas. Iluminado apoyó la idea de su suegro, convencido de que necesitaba una persona de toda confianza para mantener una propiedad que un día sería suya y de su mujer y a la que durante muchos años solo pudieron acudir en los veranos y las grandes celebraciones familiares.
Cuando se hicieron mayores, la abuela Rosa tiró de su marido para pasar largas temporadas en el caserío. Ella veneraba el legado de su padre e Iluminado, que a pesar de su carácter endemoniado conocía muy bien a la gente, siempre respetó lo importante que era Saldisetxea para su mujer y convirtió en refugio ese rincón del Pirineo una vez que abandonó su actividad empresarial. En el pueblo se rumoreaba que le habían ido mal las cosas, pero ninguno de los que trabajaban en la casa tenía pruebas de que así fuera. Amaia y todos los que pasaron por el caserío recuerdan a doña Rosa Saldise como una anciana tímida y amable con el servicio y que, pese a su apariencia menuda, era la única que, sin decir una palabra más alta que otra, hacía recapacitar al señor cuando se equivocaba o soltaba alguna de sus impertinencias.
Fue ella quien le inculcó el amor por la tierra y la cultura conservacionista de sus habitantes y quien recondujo las desavenencias que se produjeron con Ignacio Monreal a la muerte de don Pedro, cuando Iluminado intentó convencerle de que era necesario aumentar el número de cabezas de ganado y crear una gran industria quesera. Con su mentalidad de industrial vasco pensaba que había margen para una mayor explotación cárnica del ganado, pero los pastores de la zona nunca consintieron que se les tratase como campesinos ambiciosos de propiedad. Para las gentes de esta zona, el monte y sus pastos siempre fueron comunales, por lo que, si alguien incrementaba desmesuradamente el número de cabezas, estaba atentando contra los derechos del vecino, y para hacer queso Idiazabal de la leche de las ovejas lachas les bastaba la producción casera o, si querían más, se agrupaban en una cooperativa. A regañadientes, y por la presión de su mujer, reacia a los cambios de costumbres y a cualquier tipo de enfrentamiento que afectase a su herencia, Iluminado aceptó que las cosas siguieran como estaban. Con el tiempo llegó a la conclusión de que se entendía mejor con los pastores de Navarra que con los obreros de su fábrica. De los primeros apreciaba su fidelidad, su amor a la tierra y su conformidad con lo que tenían, mientras no podía ocultar su desprecio por los obreros de la acería a quienes consideraba vagos y sin amor al trabajo bien hecho. «Esos solo se interesan por aumentar el salario», se le oía comentar con el padre Ignacio en sus largas sobremesas de verano.
Amaia llegó a conocer al señor en sus buenos tiempos, cuando todavía era un poderoso industrial vasco. Entonces le daba miedo y procuraba ser tan silenciosa y discreta como la señora para no ganarse una reprimenda. Ahora sabe que es un anciano solitario, que ha ido acumulando penas y que ya solo espera que se cumplan sus días, pero sigue siendo cabezón y no hay quien le lleve la contraria. A pesar de que Amaia es paciente, la trae loca con los preparativos de la boda y no sabe cuántas veces Jon y ella han tenido que dar cuenta de la marcha de las gestiones que realizan para que el señor compruebe que todo va a salir según su gusto. En unas semanas empezarán a llegar los invitados y la casa, ahora silenciosa, volverá a cobrar vida. Amaia está ilusionada con el acontecimiento, pero es mayor la preocupación que tiene por lograr que todo salga perfecto. Menos mal que los del catering de Pamplona parecen gente muy preparada y se va a librar de ese trabajo, porque ella ya tiene bastante con ocuparse de la casa, de la novia hasta que se celebre el matrimonio y del resto de invitados, además de las comidas, desayunos y cenas que habrá que preparar, ayudada por gente de la zona que se ha contratado para la ocasión.
***
Creía que nunca iba a llegar este día, pero aquí estoy. En esta casa a la que no se le puede poner ningún reparo, a pesar de que al principio no estaba muy convencida de que debiéramos celebrar aquí nuestra boda. Comprendo que el caserío significa mucho para Javier, que hasta en su aspecto físico se parece a su abuelo. Alto y grande como él, porque mi futuro suegro es más chaparro, pero Javier tiene más de la familia de su madre: la estatura, la nariz larga y la mandíbula fuerte son como las de Iluminado. Claro que la mirada de Javier es más luminosa, seguramente por la diferencia de edad y por el castaño más claro de sus pupilas, aunque, a cambio, el abuelo tiene esos ojos penetrantes que exigen armarse de valor para mirarlo. Tuve esa sensación cuando lo conocí en el entierro de Rosa y, a pesar de las veces que lo hemos venido a visitar desde entonces, me sigue impresionando porque observa a todos con un aire de desafío que le resta parte de la gran semejanza que guarda con mi novio, para quien la muerte de su madre fue un palo del que todavía le cuesta recuperarse. Me preocupa que en algún