El ingenio de los mediocres. María Antonia Quesada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María Antonia Quesada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418759413
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Y tú, hija, no hace falta que tapes con zalamerías impostadas lo que no me gusta ver.

      La novia y su madre, que se han acercado a ellos, se quedan perplejas sin saber a qué responde la desabrida contestación de Nino. Rosa piensa que posiblemente sea ese tipo de desplantes los que molestan a Javier y lo han alejado de su padre. Carmen se queda cortada y a Mario no se le ocurre otra cosa que hacer mutis por el foro y dirigirse al baño disgustado por el fracaso del plan que su prima y él habían montado cuando se enteraron de que los Monreal iban a acudir al baile después del banquete al que no habían sido invitados. Nino se da cuenta de su brusquedad.

      —Disculpad —dice—. Son los nervios de la boda. ¡Mario! —grita al sobrino que se aleja—. Espera un momento, no hemos brindado con vosotros por los novios. Es un día muy importante para la familia y quiero que todo el mundo vea que los González somos capaces de superar nuestras desgracias.

      —No tienes de qué disculparte, Nino —se adelanta la madre de la novia levantando su copa—. Entiendo lo que sentís y que en un día tan feliz las ausencias son más dolorosas. Rosa y yo también echamos de menos a su padre, a pesar de que hace años que soy viuda.

      Los otros cuatro dan por buenas las palabras de la mujer, muy oportunas, aunque alejadas de lo que realmente ha sucedido en la cabeza de Nino.

      CAPÍTULO 2

      Han pasado siete meses desde la boda de Javier y Rosa y casi año y medio de la muerte de mamá; estoy de nuevo en Saldisetxea para recoger la casa, que es lo que se hace cuando alguien fallece, pero no sé bien por dónde empezar. Otra vez, en tan poco tiempo, este ritual de despedida que nos lleva a repasar la vida del difunto y nos descubre facetas olvidadas de esa persona. En cada cajón, en cada armario, en cada estantería nos asaltan los recuerdos. Encuentro cosas de mamá y de los abuelos de las que ya me había olvidado: escritos y antiguos libros de contabilidad de la acería, cuyas páginas repletas de números constituyen por sí solas una historia de ambición, decepciones y fracasos que nunca llegaré a entender. Estoy cansada de duelos y necesito que esta muerte ponga fin por mucho tiempo a la mala racha.

      He acordado con Javier que me quedaría con estos papeles. Me extraña que a él no le interese guardar la historia de la familia, quizás es que está muy afectado por el fallecimiento del abuelo y no quiere avivar recuerdos. Yo también lo quería y por eso llaman mi atención los vestigios que hablan de su faceta como empresario, tan denostada por papá. Me intriga comprobar cuánto hay de verdad y cuánto de inquina personal en el juicio tan negativo que tiene del abuelo y hasta qué punto habla movido por la rivalidad que hubo entre ellos. Una disputa soterrada por el liderazgo de la familia que no ha cesado hasta ahora porque ninguno de los dos aceptaba que el otro impusiera su criterio.

      En estos viejos libros de contabilidad, a los que hasta ahora no había tenido acceso, puede que encuentre lo que sucedió con la acería, un asunto del que, cuando le preguntaba al abuelo, este solo respondía suspirando: «Hija, la vida está llena de contratiempos». Era muy reservado para sus asuntos; claro que debe de ser cosa de familia porque yo también echo el candado para que nadie se meta en mis cosas. También es cierto que debía de considerar que eran temas que no interesaban a una adolescente. Si preguntaba a mamá, se limitaba a decir que eso eran cosas de hombres y que las mujeres nunca podríamos entender. Llegadas a este punto me daba por vencida, furiosa porque me incluyera en ese papel secundario que ella había asumido con tanta complacencia. Además, la alternativa de seguir hablando solía conducir nuestra conversación hacia una agria polémica que nos causaba a las dos un gran malestar. Ambas teníamos experiencia en mantener duras controversias, que al final desataban su enfado, con el consabido intercambio de reproches, y luego, cuando se convencía de que no iba a razonar como ella quería, echaba mano de un exasperante victimismo. Si papá trataba de mediar en la disputa era peor, porque entonces mamá, en vez de presentar batalla, se encerraba en un mutismo que duraba varios días.

      Sé que la decepcioné profundamente y que nunca respondí al prototipo de hija de buena familia que ella deseaba; mi amistad con las amigas del colegio en Burgos y Pamplona, actualmente todas casadas y con hijos, se esfumó en cuanto nos fuimos a Madrid: descubrí otras formas de vivir y forjé amistades con gentes muy distintas de las que hasta entonces había conocido. A pesar de que todo resultara más duro, diría que más áspero, era tan real y tan vívido que durante unos años olvidé mis complejos y me sentí más cercana al vigor con que mi padre absorbía la existencia que a la melancolía con que mi madre dejaba pasar sus días.

      Aun así, hay actitudes que ahora veo con más objetividad y entiendo que para ella fuera muy difícil mantenerse equidistante intentando no quemarse entre esos dos fuegos que eran mi padre y mi abuelo, sin que ninguno de los dos fuera capaz de calibrar el daño que le hicieron. Eso explica que hubiera etapas en las que ella se inclinaba hacia el lado paterno, para acercarse a Nino de nuevo después de pasado un tiempo. Me pregunto hasta qué punto eran sinceras esas reconciliaciones de mis padres, seguidas siempre de la abrupta interrupción de la visita mensual a Saldisetxea.

      El abuelo echaba mano de cualquier pretexto, un papeleo o una revisión médica, para romper el hielo y recabar la presencia de su hija. A mamá siempre le sobraron los motivos para acudir a la casa de sus padres y, sin embargo, en los meses previos a su enfermedad, a raíz del intento de reconciliación más serio que hubo entre mis padres y del que yo fui testigo, se mostró por primera vez desapegada con el abuelo, que por entonces ya había enviudado y la necesitaba más que nunca. Alguna vez he tratado de abordar esta cuestión con Nino, ahondar en ese cambio de actitud inexplicable de mamá, pero se resiste a hablar de la misma forma en que yo tengo algunos asuntos que reservo para mi estricto ámbito privado y sobre los que me vuelvo escurridiza como una anguila cuando papá intenta abrir esa puerta que yo he cerrado con una llave después de tirarla al fondo de una sima a la que no me quiero ni asomar. ¿Para qué decirle la verdad si no lo entendería? A veces es preferible callar para no hacer sufrir a nadie, más cuando tengo asumido que yo sola debo arrastrar mi carga. Reconozco que no sé cómo abordarlo y trato de ignorarlo para aliviar esta presión que, a la postre, pesa sobre mi estado de ánimo y me descentra de mis ocupaciones. Curiosamente solo me siento segura en el trabajo, la fábrica me produce bienestar, incluso cuando hay problemas gozo de una tranquilidad que no encuentro fuera. Papá dice que soy como él, una adicta al trabajo, pero solamente yo conozco la causa de esta adicción que él ni siquiera imagina.

      Dejo los papeles y le pido a Amaia que hagamos el recorrido por las habitaciones para disponer lo que se hace con algunas prendas del abuelo que ya no le servirán a nadie; le digo que se encargue de regalar la ropa y que haga lo mismo con los vestidos de la abuela, que todavía se conservan en los armarios y de los que él no se había atrevido a desprenderse. Se me inunda la pituitaria del olor a cera, lavanda y membrillo que exhalan los cajones, un aroma que me devuelve a la infancia cuando mamá y yo rebuscábamos telas en desuso para disfrazarme y ella abría esas puertas de nogal y se quedaba mirando igual que si se asomara a una ventana desde la que contemplar el paso del tiempo. Enseguida venía la abuela a ver qué le estábamos revolviendo. Era muy celosa de su orden y de sus cosas y no le gustaba que hurgáramos en los armarios. Un recuerdo amable de mi madre que me da otra perspectiva de ella, de un tiempo en que estábamos unidas.

      Amaia se conoce todos los recovecos de la casa y es de agradecer lo bien que la cuida desde hace tanto tiempo. Como los Monreal, forma parte de la familia y de Saldisetxea, y así lo sienten todos ellos. A mí me trata como a una hija y con esa confianza me ha preguntado si pensábamos seguir contando con sus servicios. Sin dudarlo le he dicho que sí, ni siquiera le he consultado a Javier, aunque no creo que ponga ningún reparo. No sé qué dirá Rosa al respecto, pero mi hermano también aprecia a Amaia y a su edad, debe de rondar los cincuenta, no le vamos a hacer una faena. Cuando me planteo estas cuestiones cotidianas siento cierta inquietud por el futuro de Saldisetxea y me pregunto si, desde nuestras respectivas responsabilidades, sabremos conservar como se debe este lugar que a los dos nos trae buenos recuerdos.

      Me revuelve por dentro el papel de notaria que hoy ejerzo. Este recorrido por la casa certifica el fin de una época, eso espero, marcada por la desaparición de seres queridos. El último ha sido el abuelo, con quien me unía un extraño sentimiento de amor-rechazo que nunca me he