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—¿Nos quedamos a comer en Pamplona? —propongo a mi hermano y a mi cuñada nada más salir del notario, una vez que los Monreal y Amaia se han despedido de nosotros.
Me siento conmocionada por la decisión de mi abuelo, que me ha relegado a un triste papel secundario, y me da rabia descubrir, aunque en el fondo ya lo sabía, que estas últimas voluntades no son más que la expresión genuina del machismo familiar. Aun así y conociéndolo, me molesta pensar que en la decisión del abuelo haya pesado de manera tan grosera que mi hermano sea un hombre y yo una mujer, sin reparar en lo que cada uno hemos hecho hasta ahora. Sé que el abuelo me quería, pero me reservó lo que menos apreciaba, quizás porque hablaba en serio cuando se refería a mi «ramalazo de González», como quien señala un defecto que corregir. Al final debió de llegar a la conclusión de que, a diferencia de mi hermano, no soy una auténtica Arlaiz y que era Javier, que hasta físicamente es como él, quien merecía ese puesto de honor. La prueba está en que me ha dejado la propiedad de Neguri, que solo conservaba por su elevado valor económico y a la que no se acercaba por ser el testimonio de su gran frustración. Nunca llegó a integrarse entre las grandes familias del barrio, que no lo aceptaron como había soñado en su juventud, así que él también les dio la espalda y ahora me lega la plusvalía de su mayor fracaso. ¿Por qué no lo ha repartido todo a medias y ha dejado que Javier y yo nos entendiéramos? Hilo demasiado fino, como me dice papá, y nadie entiende la vulnerabilidad que oculto bajo mi coraza. Saldisetxea es mi infancia, un refugio donde me he amparado cuando me han fallado las defensas, pero eso no es lo peor. Con el nuevo reparto accionarial del grupo, mi padre ya no tiene asegurada la mayoría en el consejo, a mí no me da ninguna opción y deja en manos de Javier, en contra de la voluntad que hasta ahora había manifestado, el futuro de la empresa. Esto es un terremoto emocional y económico de dimensiones incalculables: se trata de mi trabajo, de mi estabilidad personal y de mis anhelos, y debo abordarlo con calma, manteniendo la cabeza muy fría, sin precipitar conclusiones antes de tener certeza de cómo va a jugar sus cartas Javier y evitando que afloren entre nosotros los recelos.
Necesitamos analizar a qué responde esta estrategia que el abuelo debía de tener preparada hace tiempo, quizás desde el mismo día en que se supo que ya no había esperanza para mamá. No sé si ella estaba al tanto de los manejos de su padre y de todo ese dinero que tenía acumulado en el extranjero. Javier todavía no ha expresado su opinión al respecto. Comprendo que esté tan sorprendido como yo y que le resulte difícil bajar al abuelo del pedestal en que lo tenía subido; si no fuera por el apoyo que recibe de mi cuñada, mi hermano estaría muy confuso. Ella debe ver esto de una manera distinta y posiblemente considere que debería estar satisfecha por quedarme la casa de Neguri, en la que Rosa se habría sentido muy a gusto. Para ella, beneficiaria colateral de esta herencia, todo supone una mejora y nunca será consciente de que el abuelo Iluminado se ha despedido de nosotros dándole una bofetada a su yerno en mi cara.
—Niña, no dejes que te malmetan —me decía el abuelo refiriéndose a Nino de forma indirecta.
Ahora me pregunto de quién me debía haber protegido realmente, si de mi padre o de él, que andaba metido en asuntos turbios a la vista de la cantidad de dinero negro acumulado. ¡Menuda faena! Espero que no nos traiga problemas y, como dice Jon, baste con declararlo.
Dejo que mi hermano encargue el vino y la comida; ha tenido el buen gusto de elegir un restaurante donde disponen de un reservado en el que a los postres podremos charlar con tranquilidad. A ninguno nos apetece mantener esta conversación en Saldisetxea, donde las paredes oyen y todos están inquietos por saber qué sucederá de ahora en adelante. Estoy convencida de que a Amaia le ha sentado como un jarro de agua fría que yo no me quede con la casa, que heredó mi abuela y que hubiese heredado mi madre y posiblemente yo si ella hubiera tenido oportunidad de decidirlo. Aprovecho que el camarero se ha retirado tras servirnos los cafés para confesar mi estupefacción por un reparto que no entiendo.
—Me preocupa qué vamos a hacer con esos seis millones —dice Javier abordando el asunto del dinero ilegal—. No sé a ti, pero a mí me plantea un problema.
—Según Jon, si lo declaramos a Hacienda y encima se aprueba una amnistía fiscal, está solucionado, aunque igual que a ti me revuelve aceptar un dinero que no sabemos de dónde viene.
—No dudo de vuestro derecho a saber de dónde ha salido tanto dinero —interviene Rosa—, aunque no entiendo que os extrañe una práctica que parece habitual entre la gente acaudalada.
—No en nuestra familia —le respondo molesta—. En casa siempre se ha jugado limpio y me cuesta creer que el abuelo se metiera en ese tipo de líos.
—Nuestro abuelo —me apoya Javier, disgustado por el comentario de Rosa— era un hombre de principios, muy religioso y coherente. Estoy seguro de que en cuanto sepamos de dónde procede ese dinero encontraremos una explicación lógica. Nunca nos habría legado esa fortuna si no estuviera seguro de que haríamos con ella lo correcto.
—Sí, cariño —insiste Rosa—, vosotros, sí, pero ¿por qué no lo legalizó él y lo incluyó en el testamento con el resto de su patrimonio?
Javier y yo nos miramos sin encontrar respuesta.
—Creo que no debéis amargaros con este asunto —trata de animarnos Rosa—. Nadie es perfecto y vuestro abuelo tampoco lo era. Sin embargo, tenéis la oportunidad de destinar ese dinero a un buen fin. Iluminado se alegraría de que, por ejemplo, creaseis una fundación para financiar la investigación o el arte, o lo destinaseis a obras sociales.
No sé muy bien por qué, pero las palabras de mi cuñada en lugar de tranquilizarme me provocan urticaria. Quizás porque revelan que Rosa ya ha empezado a administrar el patrimonio que acaba de recibir su marido y considera que mi hermano y yo somos unos ingenuos chicos ricos fácilmente manipulables.
—Una fundación, ¡qué buena idea! —responde mi hermano complaciente con la genialidad de su mujer confirmando mis pensamientos.
—Si te preocupa conocer el origen de ese dinero —digo conduciendo la conversación a su inicio—, yo estoy dispuesta a indagar a fondo. Es más, hablaré con papá; me voy a tomar unos días porque hace tiempo que no tengo vacaciones y necesito tranquilidad para asimilar esta herencia que no entiendo.
—De acuerdo, pero antes de que hagas planes —reacciona mi hermano— hay más cosas que aclarar sobre otras cuestiones que plantea el testamento.
Me alegra que Javier haya puesto sobre la mesa lo que realmente nos preocupa a ambos. Rosa permanece callada y aprovecha para someterme a un exhaustivo escrutinio visual mientras mi hermano y yo hablamos.
—Para ser sincera —reconozco—, no entiendo por qué el abuelo te ha dejado a ti todas las acciones del grupo ni tampoco me cuadran los porcentajes del accionariado de González Fuez que figuran en el testamento.
—No te gustará, pero esa ha sido la voluntad del abuelo y no tiene sentido perder el tiempo en disquisiciones cuando debemos decidir qué vamos a hacer de ahora en adelante.
La respuesta de mi hermano me deja estupefacta y ha creado una tensión entre nosotros que me obliga a medir mis palabras mientras trato de entender qué se propone. Javier también calcula el efecto de lo que acaba de decir, que pone de manifiesto su complacencia con el reparto y su nula intención de contemporizar conmigo al respecto. No me esperaba esta reacción, que me obliga a calibrar la situación desde un prisma diferente, dejar de lado los afectos y obrar con la perspicacia de la hábil negociadora que soy cuando me muevo en mi ámbito profesional. Eso me hace ver a Javier de otra forma, con una mirada desconfiada, muy parecida a la de Nino, cuando trato de adivinar el propósito del comensal que bajo la apariencia de mi hermano se sienta