El ingenio de los mediocres. María Antonia Quesada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María Antonia Quesada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418759413
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la infancia con aire circunspecto porque conoce el contenido de la carta que les acaba de entregar.

      —Vuestro abuelo me pidió que la leyerais antes de acudir al notario. Es importante —subraya mientras Javier, con la aquiescencia de su hermana, empieza a rasgar el sobre con un abrecartas.

      Carmen y Rosa esperan expectantes a que comente el contenido del papel que hay dentro del sobre, pero Javier se ha quedado mudo y relee una y otra vez como si no diera crédito al mensaje escrito con la caligrafía antigua del difunto.

      —¿Tú sabías algo de esto? —pregunta Javier a Monreal.

      Jon afirma con la cabeza y explica que Iluminado le hizo prometer que guardaría el secreto hasta el día de su muerte. Javier, desconcertado, le pasa la carta a Carmen y Rosa, intrigada, le hace gestos para que desvele su contenido.

      —El abuelo tenía casi seis millones de euros depositados en cuentas en Suiza y en Andorra, un dinero procedente de dos sociedades ubicadas en otros paraísos fiscales —aclara—. Esta carta indica la cuantía exacta y las claves para acceder a su titularidad, que podemos reclamar como sus legítimos herederos. Dice que, por razones obvias, no lo incluye en el testamento que nos leerá el notario.

      Javier lo ha soltado de una vez con la voz todavía impactada por la noticia. De repente, la atmósfera del despacho se ha hecho densa y Jon, que siempre temió este momento, observa la reacción de las tres personas que tiene enfrente. Aunque no es de la familia, siempre supo más que ellos sobre la existencia de ese dinero desde que Iluminado Arlaiz le nombró su albacea, un asunto que dice que le desagrada y que cumple por la fidelidad de tantos años, pues mancha como el aceite cuando se desparrama y convierte en cómplices a quienes comparten el secreto. Después de haber entregado la carta, Jon se hace a un lado y deja caer sobre los nietos esa carga que, como deja ordenado el difunto, ambos hermanos han de repartir a partes iguales. Incluso Rosa, una mujer que en lo poco que la conoce Monreal no se amedrenta por nada, parece conmocionada. Quizás se había planteado en estos días cómo iba a cambiar su vida y la de su futuro hijo al ser beneficiarios por vía conyugal de una herencia que ya sabía considerable antes de conocer el contenido de la carta. Desde luego esto no se lo esperaba. Ni ella ni su marido ni su cuñada imaginaban que el abuelo pudiera atesorar esa importante cantidad de dinero negro, que les plantea el dilema de qué hacer con él.

      Rosa ahora, como Jon, también observa y espera a que hablen Javier o Carmen. Piensa que a su marido se le acaba de derrumbar un mito, porque no esperaba eso de su abuelo; desconoce qué sentirá su cuñada al respecto, aunque sabe que siempre ha tenido los pies más aferrados a la tierra que su hermano. La observa mientras permanece callada, muy quieta en su asiento y con la cabeza gacha de forma que la melena trigueña le oculta parte del rostro e impide captar su mirada y saber que Carmen en este momento se está acordando de las críticas de su padre hacia el abuelo, de las explicaciones que nunca le dieron sobre el cierre de la acería durante la reconversión de los noventa y de aquella aparente bajada a los infiernos de Iluminado que lo llevó a encerrarse con la abuela en Saldisetxea y reducir drásticamente sus estancias en Neguri. Se pregunta por qué Iluminado no echó mano de ese dinero cuando lo necesitó y sobre todo se cuestiona cómo lo consiguió. Finalmente, Carmen sale de su mutismo y presiona a Jon para que les hable sobre el origen de ese capital, pero este responde que ignora su procedencia, al tiempo que les indica que el abuelo sugirió que les aconsejara que actuasen con inteligencia.

      —¿A qué te refieres? ¿Tú sabes qué hacer en una situación como esta? —pregunta Javier sobrepasado por las novedades.

      Jon, que esperaba esa pregunta, le contesta que el abuelo no quería que ellos tuviesen problemas, sino que buscasen la forma de legalizarlo. Les aconseja que consulten con un asesor fiscal, ya que, si se hacen cargo de la herencia, pueden desvelar la existencia de este dinero y declararlo ante Hacienda sin más consecuencias para ellos que pagar lo que corresponda y los intereses de demora pertinentes. A pesar de que con ello pierdan un buen pellizco, evitarían incurrir en un delito.

      —Además, creo que vais a tener suerte si finalmente el Gobierno aprueba la amnistía fiscal de la que tanto se habla —concluye Jon antes de que Amaia, que había estado dudando si interrumpir la reunión, entre en el despacho para advertirles de que ya es hora de ir al notario.

      Lo mucho que se han demorado en el despacho ha azuzado más la curiosidad de la mujer, sabedora de que, si es paciente, se enterará de lo que han hablado. Le dan las gracias y se percata de que esperan que se marche de nuevo, pero no se aleja demasiado y permanece en el pasillo hasta que por fin escucha el crujido de la puerta al abrirse. La reunión ha terminado y Jon de lejos le hace seña de que le siga al Renault donde Ignacio Monreal les espera sentado ya en el asiento del copiloto para ir a la notaría de Pamplona. Antes de arrancar, Amaia observa que los Arlaiz se dirigen al Audi de Carmen con rostro impenetrable.

      ***

      En un aparte antes de entrar en el coche, Rosa me pregunta por qué mi abuelo no me había hablado de su dinero negro. Con un encogimiento de hombros la hago partícipe de mi perplejidad al pensar que, después de tanto como hemos conversado él y yo en los últimos tiempos, no me confiase este asunto y, en cambio, se lo dijese a Jon. Mi mujer insiste en que creía que gozábamos de total complicidad y yo reconozco mi desconcierto pues no encuentro explicación a esa forma de actuar. Trato de disculparlo argumentando que quizás temiera que me enfadase con él y le dejase solo porque yo era el único apoyo que le quedaba, aunque debía de saber que nunca lo abandonaría. Rosa me mira escéptica y sonríe, convencida de que me ciega el cariño.

      En realidad, no importan las razones por las que calló ni debo mostrarme resentido por ello, lo que cuenta es que guardó ese dinero para nosotros y eso fortalece nuestra posición económica. ¡Cómo podríamos reprocharle nada! A él menos que a nadie. Gracias a su ayuda no tuve que recurrir a mi padre cuando decidí demostrarle que no era un desnortado, como este llegó a decir. Siempre haciéndome sentir que lo defraudaba, simplemente porque no acepté que fijara mi destino sin darme la más mínima posibilidad de decidir. Nunca ha sido consciente del daño que me hacía su incomprensión, del sentimiento de orfandad que me producía, un malestar que yo compensaba con el cariño de mamá, a la que tampoco entendió, y con el refugio protector del abuelo, que comprendía que yo debía seguir mi camino y confiaba en que lo encontraría.

      Miro de reojo a mi hermana, que se concentra en la conducción, mientras yo, sentado a su lado, me doy cuenta de que también Rosa me observa acomodada en el asiento trasero cuidando de que el cinturón no le oprima la barriga, que ya está muy crecida. Tengo muchas ganas de ver cómo es ese niño que lleva dentro y al que podré llamar mi hijo, nuestro hijo. Me gusta decirlo y me deleito muchas veces pensando en cómo será y en qué hará cuando vaya creciendo. He de reconocer que la paternidad próxima me abruma por la responsabilidad de no decepcionar a esa criatura, porque yo, desde luego, no seré un padre ausente como el mío, yo estaré al lado de mi hijo, ayudándolo a crecer. Siento que el abuelo no lo vaya a conocer, pero se ha ido sabiendo que ha cumplido su misión en este mundo, estaba muy cansado y me reconoció que era muy duro ser el último en morir y soportar la desaparición de su mujer y de su única hija. Lo peor para él fue lo de mamá, una muerte absurda, insistía siempre, que no se hubiese producido si papá se hubiese ocupado más de ella, si se hubiese molestado en llamarla por teléfono como era su obligación. Rosa, ajena a mis pensamientos, pone su mano sobre mi hombro y yo la atrapo con la mía antes de que la retire para prorrogar esa caricia. Mi mujer me hace sentir bien y da sentido a mi vida. Parece una obviedad, pero ella calma mi ansiedad y me ayudó a replantearme algunas decisiones que tomé en el pasado por rabia, por miedo y por la necesidad de ir contra mi padre. Mis largas conversaciones con Rosa me hicieron ver que no podía mantener la actitud de un adolescente y me sirvieron de entrenamiento para demostrar al abuelo que no se había equivocado conmigo. Sé que me estaba examinando y que se quedó satisfecho. No lo defraudé y ahora no pienso hacerlo tampoco, por eso puedo contemplar con indulgencia los errores que haya podido cometer.

      Como juré, no le he dicho nada a Carmen del contenido de mis conversaciones con el abuelo. Debo acercarme y alejarla de la influencia que ejerce papá sobre ella, pero buena es mi hermana para que nadie la proteja; simula que no lo necesita a pesar de que no sea cierto. Esa actitud