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No se escucha absolutamente nada más que el rumor del agua y los cantos de los pájaros que inician con revuelo el apareamiento de primavera. La respiración se me corta a veces porque estoy muy gastado. ¡Maldita vejez de mierda! Cada vez me cuesta más llegar hasta aquí, pero vengo bien provisto y tengo que darle la razón a Jon cuando se empeña en que me traiga el móvil, un artilugio detestable que nos roba la poca independencia que nos queda, pero que en caso de apuro me sería de gran ayuda. Y si se da esa circunstancia, me pregunto para qué quiero yo ayuda. Este cacharro me habría venido bien si lo hubiera tenido en mis buenos tiempos; ahora acepto que me impongan acarrear este chisme a cambio de que me dejen en paz y de que Amaia no me agobie con sus cuidados. Esa mujer, aunque es eficiente, se excede en sus competencias y me trata como a un chaval, todo el día dando la murga con que ya no tengo edad para andar solo por el monte, donde puede surgir cualquier imprevisto. «¿Y qué? —le contesto— ¿No te parece que ya he vivido demasiado?». La veo escandalizarse y, para calmarla, le digo: «Además, Dios me acompaña y Él es el único que gobierna mi destino». Con estas palabras la dejo sin argumentos y la pongo en su sitio, aunque soy viejo no soy estúpido.
Menos mal que Jon siempre tiene ideas para todo, ese chico tiene claro el lugar que ocupamos cada uno y nunca se propasa. ¡Qué bien hizo su padre en cederle la responsabilidad de ocuparse de mis asuntos! Ignacio Monreal siempre me sirvió bien, pero él sí que está viejo y su hijo Jon, que es un chaval de la edad de mi nieto, es mucho más listo y procura hacerme la vida más fácil. Jon sabe que yo he sido un hombre de mundo y que no me voy a amilanar por un teléfono sin cable, aunque tiene tantas funciones que me complica la vida. Por eso lo uso únicamente para lo que me interesa. Cuando vengo aquí le quito el sonido, no tolero que me molesten en este lugar donde solo la naturaleza tiene derecho a hablar, algo que ignoran todos esos turistas incapaces de saber cómo comportarse. Únicamente el tiempo lluvioso y frío nos libra de esas hordas de gente zafia y charlatana que en su vida ha pisado un monte y que cuando ven esto por primera vez empiezan con sus exclamaciones. Me entran ganas de empujarlos al río para ver si la corriente se los lleva y los hunde definitivamente al llegar al lago. Lástima que no pueda andar tan lejos como antes por esos senderos que casi nadie recorre, las piernas no me responden, pero estoy convencido de que las caminatas por esta selva de hayas son las que me mantienen vivo. No obstante, desde lo de Rosa me pregunto si no debería tirar la toalla, apenas me quedan motivos para seguir en este mundo. Sé que es una blasfemia lo que digo y, si diera el portazo definitivo, ofendería al Cielo; por eso acepto estar aquí hasta que el Señor me lleve con ellas. Las dos, madre e hija, me esperan, pero antes debo dejar resueltos y bien atados los asuntos terrenos.
Lo primero, celebrar esa boda, que ha sido la única alegría después de esta mala racha que, aunque peque al decirlo, me ha hecho sentir la vida como un castigo. ¿De qué me ha servido llegar a tan viejo para estar rodeado de soledad y lleno de ausencias que hacen que la muerte parezca un consuelo? Han transcurrido ocho meses desde que murió Rosa de los Ángeles. ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo, ya estamos en mayo de 2011! Quién me iba a decir a mí que sobreviviría a una guerra y llegaría a cumplir los noventa y uno, pero así es la vida y debo centrarme en lo que importa: la boda de mi nieto. Me ocuparé de que se celebre por todo lo alto porque quizás sea lo último de provecho que haga en este mundo. Ni siquiera me planteo si llegaré al nacimiento de ese niño que me anuncian, pero tendrá un padre que sabrá cuidarlo, aunque antes debo convencerlo de que, ahora que la ley permite hacerlo, cambie el orden de sus apellidos. Javier es un Arlaiz de los pies a la cabeza y ese debería ser su primer apellido. Le quiero porque siempre se preocupó de mí y en estos meses tan duros me ha llamado, hemos hablado mucho y él se ha desahogado conmigo porque sabe que soy el único que entiende el vacío que ha dejado su madre. De su padre qué va a esperar, nunca estuvo donde debía, fui yo quien en los momentos difíciles le echó la mano que necesitaba y quien ha conseguido que, a pesar de ese desgraciado, Javier haya salido adelante. Me siento orgulloso de mi nieto, que me da una gran alegría casándose en Saldisetxea. No esperaba menos de él y me hubiera enfadado si hubiera decidido otra cosa. Hay que llamar a Ignacio para que los case y tengo que hablar con Jon de dinero para ver de cuánto habrá que disponer… Pero ¿qué digo? El padre Ignacio no podrá casarlos, también hace poco que ha muerto. Todos van dejándome solo, abandonado, hasta los recuerdos se van perdiendo.
No puedo seguir lamiéndome las heridas, nunca lo he hecho ni quiero volverme blandengue como todos los viejos, pero esta boda sin duda me va a dar fuerza y me permitirá descansar en paz. Solo te pido, Señor, que no me empiece a fallar la cabeza, no soporto la idea de convertirme en un ser que pueda manejar cualquiera. Nadie tomará decisiones por mí y menos el miserable de mi yerno. Mi nieto no me fallará, nunca lo ha hecho. Debo hablar con él sin demora. Aprovecharé la boda y esos días en que la casa volverá a cobrar vida para hacerlo. Temí durante algún tiempo que nunca llegaría este momento; llegué a verlo tan dubitativo, tan mal orientado por su padre, que ni de eso supo ejercer, que pensé que iba a malograrse, pero Javier tiene temple y se ha sobrepuesto a la adversidad. De lo contrario habría tenido que depositar mis esperanzas en Carmen, una chica lista, pero a la que veo mejor en otros cometidos, como su abuela y como su madre, que han dirigido la familia en circunstancias muy difíciles, bien sabe Dios, y han conseguido que todo funcionara. Sin embargo, mi nieta se acerca a los treinta años y ahí sigue sin casarse ni con trazas de hacerlo. Si Nino hubiera sido un padre como es debido, ya le habría encontrado marido; sé que eso ahora no se dice, pero se hace. Lo que cambia es la forma de hacerlo, porque las familias siguen presentando a sus hijos para que se emparejen y hagan buenos casamientos, pero Nino siempre se despreocupó de los suyos y nunca tuvo en cuenta estas consideraciones. Propio de la gente de su clase. Al fin y al cabo, aunque la mona se vista de seda, mona se queda, y Nino siempre será un desgarramantas. ¡Qué gran error cometiste, Rosa de los Ángeles! Claro que bien lo has pagado. Si yo hubiese estado a tu lado, no habrías muerto. Te habrían atendido enseguida, te habría llevado al mejor hospital y seguro que habrías salido adelante, pero Nino nunca te cuidó ni se ocupó de ti. Reconozco que cumplió su promesa y te ofreció dinero y una posición que nunca imaginé que pudiera procurarte, pero le falta clase y no lo ha podido compensar con la suerte que tiene para los negocios. Este país está en manos de gente así, arribistas sin educación ni principios y por eso nos va como nos va. Gente que se ha subido a la parra y ocupa puestos que no le corresponden.
Para Nino siempre fui un obstáculo, por eso nunca me quiso a su lado cuando podría haber aprovechado mi experiencia y mis conocimientos. Me ha apartado deliberadamente, pero hay que saber esperar porque, cuando menos se piensa, a todos nos llega nuestro momento. La vida nos pone a cada uno en su sitio y Nino tiene muchas facturas pendientes.
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El viejo se ha detenido en medio del bosque, la irritación que siente le ha llevado a mantener consigo un diálogo en voz alta. Al darse cuenta, se calla bruscamente y trata de calmarse. Eleva la vista hacia el cielo y contempla con el mismo placer de siempre la luz que se filtra entre las ramas de las hayas que forman un entramado semejante al plomado de las vidrieras de una catedral gótica. Irati le inspira un fervor y una paz que no encuentra en ninguna otra parte. Se pasa la mano huesuda por el cabello aún bastante tupido y totalmente blanco, en un gesto que suele repetir cuando quiere alejar algún mal pensamiento que lo contraría, como el hecho de constatar que no solo ha perdido fortaleza física, sino también buena parte de la influencia y el poder que ejerció sobre su entorno, sus negocios y las personas que de él dependían. Se siente como un árbol viejo que cualquier día puede abatir una tormenta.
Amaia se ha asomado al portón a esperar al señor. Siempre lo hace porque no le gusta que vaya solo al monte y respira aliviada cuando ve aparecer por el camino su figura