El ingenio de los mediocres. María Antonia Quesada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María Antonia Quesada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418759413
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Qué vulgar y previsible resultaría y cómo dejaría al descubierto las miserias de una familia tan supuestamente ejemplar como la mía, empezando por mí, que pronto aprendí a ocultarme para evitar complicaciones.

      El silencio tenso que guardamos me permite ver la expectación —¿miedo?— que genero en mi hermano y en su mujer, inquietos por mi reacción. ¿Acaso esperan que acepte sin rechistar una decisión injusta? Rosa parece apreciar mi ira y para calmarme en un gesto de reconciliación posa su mano sobre la mía que descansa sobre el mantel. No me engaña, la suavidad de la caricia se contradice con la dureza con que me observan sus ojos castaños y sus labios finos, apretados en un gesto que parece advertir que no me atreva a desafiarla, que no tendrá ninguna consideración si invado su territorio. Le devuelvo la mirada con el propósito de que se entere de que tengo la misma intención que ella, aunque ahora no sea el momento para dirimir unas diferencias que, aunque presiento, todavía nadie ha expresado abiertamente. Me digo que, si quiero dirigir el juego, no puedo permitir que me lleven a una encerrona y planteo que todavía no hemos informado a papá sobre el contenido del testamento del abuelo. Con todo lo que a mí me pueda doler, estas últimas voluntades irrumpen en el devenir del grupo como un elefante en una cacharrería. Al salir de la notaría confiaba en que Javier querría vendernos una parte de sus acciones, pero ese acatamiento de la voluntad del abuelo indica que con ese 48 % más el 5 % que le dejó mamá quizás asuma el papel de accionista de referencia. Eso es poco menos que un terremoto. Interrogo a Javier sobre este asunto y, por un momento, tengo la impresión de que va a ser Rosa quien conteste, pero mi hermano la contiene con una fugaz mirada de complicidad, que hace que ella se relaje y deje hablar a su marido. ¿Es un juego bien ensayado entre ambos o es Rosa el carácter dominante que, al igual que papá, duda de que Javier tenga aptitudes para abordar una empresa tan ardua? No lo creo, a mi hermano le va bien contar con el apoyo de personas que le hacen el trabajo sucio mientras él maquina en la sombra.

      —Carmen —dice Javier respondiendo a mis preguntas—, papá y tú tenéis que entender que necesito tiempo para pensar. Se trata de un planteamiento nuevo que hasta ahora no entraba en mis planes.

      —Dices hasta ahora. Y en adelante, ¿qué va a suceder?

      Javier se encoge de hombros.

      —Dame tiempo, por favor. No tenía ni idea de esta decisión del abuelo y tengo que analizar qué significa y por qué lo ha hecho.

      No sé por qué, pero desconfío, pero por otra parte es lógico que pida tiempo, aunque sinceramente creo que no quiere decir todavía lo que piensa. Yo sí que necesito tiempo muerto, estoy furiosa y la rabia me ofusca hasta el punto de que cualquier detalle me molesta; recelo de la satisfacción que muestra Rosa con la respuesta de su marido y pienso que esconde algo detrás de su complacencia, lo cual me da mucho que pensar y nada bueno. Pero no sirve adelantar acontecimientos, así que apuro mi café y damos por zanjada la conversación.

      Mientras esperamos la cuenta, le doy vueltas a la idea de que no hace tanto mi hermano se hubiera sentido molesto con esta herencia que le cae encima, posiblemente la hubiera rechazado inmediatamente y me habría propuesto algún tipo de acuerdo. Por el contrario, ahora guarda silencio y pide tiempo para pensar, algo que visto desde fuera puede parecer razonable, pero que no lo es tanto para quien como yo le ha oído denostar toda la vida la labor de mi padre y jurar que nunca trabajaría con él. Me desconcierta pensar que el abuelo, que tan bien nos conocía a todos, ha sembrado una cizaña que enraíza dentro de nosotros a una velocidad increíble. Tengo que hablar con Nino, a estas horas se estará preguntando por qué no le hemos llamado todavía.

      —¿Quieres llamar tú a papá o se lo cuento yo? —pregunto sabiendo la respuesta de antemano.

      —No, llama tú —responde—. Te entenderá mejor, ya sabes que él y yo...

      —Pues ve practicando porque, si decides ejercer de accionista mayoritario, vais a tener que entenderos.

      Javier no responde a mi indirecta. Aprovecha que el camarero ha traído las vueltas, deja propina y se levanta. Durante el trayecto de regreso a Saldisetxea nos encerramos cada uno en nuestros pensamientos. Rosa finge que dormita y Javier se ha convertido en una estatua sin emociones que, cuando miro de reojo, me recuerda el rostro del abuelo. Las coincidencias entre ambos terminan ahí porque tenían caracteres muy distintos que se complementaban bien. Respiro profundamente para aliviar la tensión que hace que bulla por dentro como una caldera de calefacción.

      Al llegar, Javier y Rosa suben a echar la siesta.

      —El médico dice que es bueno para el bebé —comenta mi hermano.

      Yo aparco el coche, los veo alejarse y me quedo en el jardín donde el crujido de la cancela atrae mi atención. Siento el impulso de perderme por el camino que conduce al bosque y meditar allí sobre las novedades del día mientras paseo igual que cuando era niña y acompañaba al abuelo. Necesito poner orden en mis pensamientos y tal vez frente al lago comprenda por qué me ha hecho esto. Necesitaría, como en el pasado, que él me explicara con paciencia las cosas que no entendía. Sin pensarlo dos veces subo a mi cuarto a ponerme las deportivas y ropa de correr y le digo a Amaia que voy al bosque; ella me acompaña hasta la puerta y mientras me dirijo de nuevo al coche siento su mirada sobre mi nuca. No hemos hablado desde esta mañana, tampoco ha habido ocasión, pero me gustaría saber qué piensa de lo que ha dicho el notario y me pregunto si por haber estado más cerca del abuelo en los últimos tiempos entiende la razón de que me haya desterrado de Saldisetxea.

      La luz de la tarde invernal se cierne sobre el embalse de Irabia y entre los troncos gigantes que rodean el lago me invade la melancolía. He dejado el coche en el aparcamiento de la cantera y, aunque todavía estoy al inicio, fuerzo el ritmo para evitar que me venza la nostalgia. Tomo la senda de los Paraísos y empiezo a notar los efectos balsámicos del ejercicio. Corro y siento el esfuerzo que realiza mi cuerpo, las zancadas cada vez más amplias, el sudor que corre por la espalda y las axilas, el corazón que aumenta los latidos, la vista centrada en sortear cualquier obstáculo, la piel de las mejillas enrojecida. No pienso, me siento vacía, libre de preocupaciones, y avanzo sin detenerme hasta que llego a los pastizales de la ladera del Mozolotxiki y alcanzo el mirador desde donde contemplo el embalse nublado por mis lágrimas. Yo he cambiado, pero este lugar permanece convertido en un refugio contra el paso del tiempo, porque en esas aguas, en los pastos y en las frondas se fraguaron los felices veranos de mi infancia. En el interior del bolsillo palpo el móvil, que he silenciado, y compruebo que tengo cuatro llamadas perdidas de papá, quien a estas horas se estará preguntando por qué no contesto. ¿Cómo voy a hacerlo si yo misma no encuentro las respuestas? Me resulta enojoso comunicarle por teléfono estas desagradables nuevas, sobre todo porque no estoy a su lado y no puedo ver en su rostro cómo las recibe. Mientras dejo pasar el tiempo intento convencerme de que Javier será sensato y de que no olvidará que somos su padre y su hermana. La pantalla se ilumina de nuevo, es otra vez papá que no cejará hasta que le responda, pero se corta porque aquí no hay cobertura. Bajo a casa, es hora de comunicar las malas noticias.

      —Una venganza refinada, no me esperaba menos de Iluminado. —Estas son sus primeras palabras después de haberme escuchado sin interrumpir mientras relataba los acontecimientos de este día. Me extraña la calma con que se lo ha tomado y no sé qué decir cuando termina de hablar—. ¿Qué vas a hacer? —me pregunta al cabo de unos segundos de silencio.

      Imagino su mirada inquisitiva, la misma que nos dirigía cuando nos ponía a prueba a Javier y a mí para calibrar nuestro temple. Pero yo no estoy ahora para exámenes.

      —¿Y tú? —le respondo con otra pregunta, pero él calla y con su silencio me obliga a contestarle—. Hay que ver primero qué quiere hacer Javier.

      —Totalmente de acuerdo. ¿No te ha dicho nada de sus intenciones? —pregunta Nino dejando entrever la ansiedad que hasta ahora había reprimido—. ¿Cuándo regresáis?

      —No sé nada, papá, me ha dicho que tiene que pensar. Iremos a Burgos el domingo, Javier y Rosa tienen que estar el lunes en Madrid.

      —Pues diles que os invito a los tres a comer en Burgos.

      Nino se queda dando vueltas al 8 % con que incrementó Iluminado