Señales 2.0. Jaume Salinas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jaume Salinas
Издательство: Bookwire
Серия: Ginesta
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788412332292
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de una forma que me pareció extraña, pero a la que no quise decir nada y me limité a darle un tímido “buenos días”.

      De las primeras reticencias de Mónica, debidas a que íbamos justas de tiempo, pasamos a mirar cada una de esas fascinantes piedras y a preguntarnos sobre las que nos favorecían más. En un momento determinado, se inició una pequeña discusión entre nosotras dos. Ella me decía que una determinada piedra era la “mía” y yo insistía en otra totalmente diferente, que cuando la cogí con la mano noté la energía que desprendía, cosa que no me ocurría con la que me decía Mónica. Para salir de esa pequeña discusión sin sentido, me dirigí a la señora de la tienda y le pregunté:

      —Perdone, usted que tiene más experiencia, ¿cuál cree que es “mi piedra”?

      —Sin duda, la que tiene usted en la mano —me respondió—, ya que la otra es una imitación —añadió al mismo tiempo que se levantaba de la silla.

      —Gracias —le respondí—. ¿No tendrá también collares o cadenas de plata? —le pregunté con la convicción de que su respuesta sería negativa.

      —No, lo siento, todos los tipos de collares que tenemos están expuestos en ese mostrador —me respondió señalando el mostrador situado a mi derecha.

      Cuando ya me disponía a despedirme de aquella mujer y sin darme tiempo a decirle nada, me dijo:

      —Perdone por lo que le voy a decir, pero usted lleva un gran dolor y sufrimiento interno.

      —¿Cómo dice señora? —le respondí sin apenas recuperarme de la sorpresa inicial después de tan inusual afirmación y en un lugar como aquél.

      —Sé que usted está pasando por un trance doloroso que tiene que ver con un hecho dramático que sucedió ahora hará cosa de unos seis o siete meses. ¿Me equivoco? —añadió con un tono totalmente seguro pero deferente y respetuoso.

      —Oiga, usted y yo no tenemos el gusto de conocernos, por lo que ya me dirá a santo de qué vienen estas afirmaciones tan gratuitas —le respondí en un tono no muy simpático.

      —Este drama se refiere a la muerte de su hijo. Un chico muy guapo que nos dejó en la plenitud de su juventud, lleno de vida y de energía. Perdone si me meto allí donde no me llaman por lo que le voy a decir: “Sepa que no es usted la que ha venido a esta tienda, sino que la han traído”.

      —¿Cómo dice? —le pregunté con la voz medio temblando por la ira contenida—. ¿Cómo se atreve a decirme lo que me está diciendo, si no me conoce de nada ni sabe lo que realmente ha pasado ni lo que estoy sintiendo? Y además, ¿qué le importa a usted y quién le ha dado vela en este entierro? —añadí con un tono más elevado y enérgico de voz.

      —Una vez más, tengo que pedir que me disculpe, pero sólo tengo que decirle que ha sido precisamente su hijo quién la ha traído hasta mí.

      —¿Cómo? —le dije, ahora sí en un tono muy alterado de voz y con ganas de empezar una buena bronca con la persona que me estaba hurgando en lo más hondo de mi herida—. ¿Se puede saber cómo puede decir usted que ha sido él quién me ha llevado hasta este lugar?

      Durante unos segundos un silencio que se podía cortar con un cuchillo se instaló entre nosotras dos, al mismo tiempo que no dejábamos de mirarnos a los ojos. Ella mantenía una mirada firme, pero cálida; la mía era desafiante. Pasados estos segundos, que parecieron eternos, aquella mujer añadió con una seguridad y una tranquilidad exasperantes:

      —Sencillamente porque está a su lado.

      —¿A mi lado? ¿Dónde? ¿Dígame? ¿Dónde está mi hijo según usted? —Insistí, ahora sí un poco descontrolada y mirando por todas partes de la tienda para fortalecer aún más mi planteamiento y dejar en evidencia las tonterías que estaba escuchando.

      Durante todo este rato, mi amiga Mónica se había mantenido en un segundo plano, asistiendo a aquella insólita conversación, separada medio metro de mi lado izquierdo, en silencio, pero lista para intervenir por si las cosas se complicaban.

      —Está encima de su hombro derecho —me respondió con una calma fuera de lugar—. Es más —añadió—, le haré una breve descripción de su hijo.

      Iba a replicarle para decirle que tal vez quería decir “era” en lugar de “es” pero algo dentro de mí me hizo callar.

      —Es un muchacho alto, corpulento, con mucha vitalidad y mucha energía. Su cabello es rubio, muy largo y rizado. Sus ojos son de color verde, tiene una mirada limpia y luminosa. Sus labios son carnosos, con los que seguramente, habrá roto más de un corazón. Lleva una camisa de deporte, de manga larga, de cuadros azul cielo y amarillo; en su muñeca derecha lleva una pulsera de cuero, de color marrón oscuro. ¿Sigo con la descripción? —me preguntó.

      Aquella fue la primera sorpresa, pues su descripción coincidía plenamente con la realidad, pero como había la posibilidad de que me hubiese reconocido, ya que tanto mi foto como la de mi hijo salieron durante tres o cuatro días en la prensa comarcal, le dije:

      —Oiga, no me dice nada nuevo ya que usted lo puede haber reconocido porque salimos en los periódicos cuando se produjo el maldito accidente.

      —Sí, efectivamente existe esta posibilidad —me dijo una vez más con aplomo— pero lo que no ha dicho ningún periódico es que su hijo tenía la costumbre, cuando estaba frente a usted, de agarrarse constantemente el pelo con las manos y hacerse una especie de cola, para que el cabello no le tapase la cara.

      Eso sí que me desmontó totalmente. Efectivamente, eso sólo lo hacía cuando estaba en casa ya que tanto su padre como yo, le insistíamos, que si quería dejarse el pelo tan largo, al menos lo llevara bien cuidado. Toda mi argumentación en contra se derrumbó. Sólo me atreví a preguntarle:

      —¿Y todo esto por qué? ¿Qué es lo que pretende con todo lo que me ha dicho?

      —Mire —me respondió—, tengo la suerte o la desgracia, según se mire, de tener este don de la visión especial que me permite ver a seres que ya están desencarnados y normalmente sólo funciona cuando tengo que ayudar a alguien de nuestro mundo. —¿Ayudar, ayudarme a qué? —le pregunté, ahora, en un tono entre dudoso y receloso.

      —Ayudar a encontrar su paz, una paz que su hijo ya ha conseguido, pero que quiere, o mejor dicho, necesita que ustedes, tanto su marido como usted, también tengan. Por eso la ha conducido hasta aquí, para que me conociera. Pero no piense en un cuerpo físico, que éste quedó en nuestro mundo, piense en la energía —en su energía— ya que ésta, siempre queda en activo, ni se crea ni se destruye, se transforma. Es la energía de su hijo la que yo puedo ver.

      No supe qué decirle ya que estaba totalmente confundida. Por un lado se hundían casi todos mis planteamientos sobre la vida, la muerte y la posibilidad de la existencia de un “más allá”, pero por otro parecía ser que una nueva puerta de luz y de esperanza se abría frente a mí. Una puerta, hay que decir también, llena de misterios e incertidumbres, sobre todo para una persona como yo, que siempre había querido respuestas racionales y lógicas cuando se me planteaba cualquier tipo de problema. Sólo me atreví a decirle un “hasta pronto” al mismo tiempo que mi amiga y yo nos disponíamos a salir de aquella tienda. Mi amiga estaba pálida por todo lo que había escuchado en los diez minutos más trepidantes de nuestra existencia.

      —Hasta pronto, señora —me respondió. Seguidamente, añadió—. Sé que nos volveremos a ver, porque usted volverá.

      Terminé de hacer la compra del collar de plata, en la tienda que había dicho mi amiga. Después, cuando volví a casa, le conté a mi marido todo lo que me había sucedido en aquella tienda. No me dijo nada porque él es muy respetuoso con todo lo que yo digo y hago. Todavía no he vuelto a esa tienda porque sencillamente no tengo las fuerzas necesarias para enfrentarme a no sé qué, pero tengo la seguridad que, tarde o temprano, tendré que volver.

      Junio del 2007.