Desde un primer momento no le saqué el ojo de encima. ¡Me recordaba tantísimo a mi abuelo! Incluso estuve tentada en levantarme y preguntarle su nombre, no fuera que se tratara de algún familiar lejano, que yo no conociera, ya que con su familia, sobre todo la materna, apenas había habido relación a causa de la guerra civil y, sobre todo, de la posguerra. Habían luchado en bandos contrarios y nunca habían terminado de hacer las paces. En seguida rechacé la idea por incongruente, pues si mi abuelo cuando murió ya superaba de largo los ochenta años, ¿qué edad debería tener un pariente suyo de la rama materna…?
Sea como sea, tenía la mirada clavada en aquel hombre, estaba hipnotizada. Cuanto más lo contemplaba más veía en él a mi abuelo, tal como era cuando yo era pequeña. Tal era mi atención puesta sobre él, que incluso mi compañera de viaje se fijó en él y me preguntó qué era lo que me pasaba.
—Nada, cosas mías —le respondí para no perder tiempo en explicaciones que en aquel momento no venían a cuento.
De pronto, aquel hombre percibió que le estaba mirando, giró la cabeza, lentamente, y me miró fijamente a los ojos, aguantándome la mirada mientras me hacía una media sonrisa; la misma que me hacía el abuelo, cuando de lejos, le contemplaba al acercarme a él. Evidentemente no se trataba de mi abuelo, pero su cara, o mejor dicho, su semejanza global era idéntica. Aquella extraña situación se me hizo eterna, pero no pasó tanto tiempo, ya que en aquellos momentos, el autobús dejaba la Diagonal para coger la calle Balmes.
Entonces el hombre se levantó hacia la puerta de salida y sin quitarme la mirada de encima ni perder la sonrisa se acercó hacia donde yo estaba. Faltaba poco para llegar a la parada. Yo tenía el corazón desbocado y de un momento a otro, imaginariamente, me saldría por la boca. No sabía que hacer. Tenía la situación totalmente descontrolada y me sentía paralizada. ¿Por qué? No lo sé. Lo que sí recuerdo perfectamente, es lo que me dijo:
—Estate tranquila. Me encuentro muy bien, como no me he encontrado nunca. Siempre recordarás este momento. ¡Adiós! Y sin tener tiempo para decirle nada, el autobús paró y el hombre bajó tranquilamente, dirigiéndose hacia la Diagonal. Fue el único pasajero que bajó en esa parada. Inmediatamente después de que abandonara mi campo visual, giré la cabeza y miré por la ventana con la intención de verlo por última vez, pero no lo conseguí. No había nadie por la calle, por más que miré en todas direcciones... ¡Había desaparecido como si se hubiera evaporado en el aire!
Mi compañera de viaje se giró hacia mí y me preguntó:
—¿De qué conoces a este señor? ¿Qué te ha dicho? —No, no le conozco de nada. No le he entendido muy bien. Seguramente me ha confundido con otra persona —le respondí para zanjar el tema. Mi interior hervía como un volcán.
Por más que lo he intentado, no he podido (o no he querido, para decirlo claro) encontrar explicaciones lógicas a esa vivencia. ¿Fue real o fue fruto de mi desbordante imaginación? Lo que vale es lo que oí y lo que significó para mí, pues fue una plasmación, como decía más arriba, que los vínculos con los seres queridos se mantienen y traspasan la realidad física ordinaria.
Enero del 2006.
La abuela invisible
Nunca hubiera creído que la frase de Saint Exupery: “Lo invisible es lo esencial”, tuviera un significado tan real, a raíz de una extraña situación que viví con un buen amigo, Enric. Por poco no acabamos mal debido a una simple foto familiar.
La amistad con Enric viene de los lejanos días de la infancia: compartimos escuela durante muchos años hasta el momento en que él se decantó por el BUP y yo por la Formación Profesional. Después, volvimos a compartir las fatigas del Servicio Militar como soldados de reemplazo, dos años antes de que la incorporación al Ejército dejara de ser obligatoria. Fue en este período cuando nuestra relación se convirtió en una auténtica amistad, por la cantidad de ratos buenos (pocos) y los de muy malos (muchos), que compartimos a lo largo de quince meses que estuvimos juntos en el C.I.R. nº 14 de Palma de Mallorca. Una vez “licenciados”, yo fui el primero en casarme, tres años después de recuperar mi condición de ciudadano de este país. Invité a mi amigo a la ceremonia, que en aquellas fechas aún estaba libre de cualquier compromiso y no parecía haber ningún indicio de que la situación cambiase; todo lo contrario, estaba muy contento porque esta situación le permitía “volar” y hacer lo que realmente quería, sin ataduras de ningún tipo. Aunque no venga al caso, sólo tengo que añadir que al cabo de un año ya le habían recortado las alas y éramos nosotros los testigos de su nuevo estado. Un estado aparentemente feliz ya que era obligado por las circunstancias, al no haber sido muy previsor en sus aventuras íntimas y su novia estaba de tres meses de embarazo el día de la boda.
Ya fuera por el cambio de mi circunstancia personal o porque nuestras orientaciones profesionales se habían ido encarrilando en direcciones muy diferentes —él, como economista de un importante gabinete de asesoramiento fiscal y yo como técnico en electrónica—, nuestra relación se fue distanciando. Disminuyó la frecuencia de vernos y de salir de marcha. Sin embargo, dos o tres veces al año, siempre quedábamos una tarde para charlar y para ponernos al corriente de nuestras respectivas vidas. Fue en la última ocasión en que nos vimos, cuando él, la mar de contento, me enseñó una foto:
—Mira Toni, te quiero enseñar la foto de la que ha conseguido poner el primer eslabón de la cadena con la que muy gustosamente voy a perder mi actual situación de libertad provisional. Se llama Sonia, tiene veintitrés años, acaba de licenciarse como abogada y acaba de incorporarse al departamento jurídico del gabinete donde trabajo. Al mismo tiempo que me decía esto, me enseñaba una foto donde aparecían ellos dos, que había sido hecha en un día de excursión al campo.
—¡Ostras zorro, todos los ladrones tienen suerte! —le dije al ver que se trataba de una chica muy atractiva y que, por lo que se desprendía de la foto, también era muy simpática y todo apuntaba a que entre ellos dos había auténtica química, tanto por la manera en que se cogían, como por la forma en que ella lo miraba según aquella instantánea.
—Bueno, no hay que exagerar tanto. Tú tampoco te puedes quejar de nada con tu Irene —al mismo tiempo que me decía esto, hizo el gesto para volver a tomar la foto. Entonces es cuando yo le pregunté:
—¿Quién es esa señora mayor que está a tu lado, vestida de una forma propia del tiempo de nuestros abuelos?
Enric cogió rápidamente la foto, se la miró y al cabo de unos segundos respondió con un tono más serio:
—¿Te haces el gracioso o qué? ¿A qué vieja te refieres capullo? —me dijo en tono burlesco.
—Perdona Enric, pero me parece que no nos entendemos. Quiero decir esta señora que te está mirando, detrás tuyo, a tu derecha, al otro lado de donde está tu chica, a la que tienes cogida con tu brazo izquierdo. Me parece que me explico alto y claro, ¿no?
—Oye tío, ¿qué te enrollas, me lo quieres explicar? No tiene ninguna gracia lo que dices. ¿Se puede saber qué vieja estás viendo? ¿Qué te has metido un par de carajillos por la vena antes de vernos? ¿Se puede saber cómo es esta vieja que te estás imaginando? —me dijo con un tono burlesco y sarcástico que presagiaba, por momentos, que nuestra conversación podía acabar como el rosario de la aurora.
La verdad es que yo no entendía nada, ni mucho menos aquella actitud suya de negarse a hablar de esa tercera persona que aparecía nítidamente a su lado.
—Mira, si te quieres hacer el gracioso me parece cojonudo, pero que además me quieras tomar el pelo o hacerme pasar por idiota, eso no me gusta nada. ¡Tú sabrás por qué no te gusta que haya salido en la foto! ¡Si era la “carabina”, pues mala suerte! Otro día os vais los dos solitos y santas pascuas —le contesté en un tono duro y decidido. Él, se me quedó mirando fijamente.
—¿Quieres hacer el favor de describirme cómo es esa vieja que sólo ven tus ojos? —me preguntó en un tono más agresivo, que me molestó