Mi abuelo tenía la costumbre de salir a pasear por el campo cada día, lloviese o no, a primera hora de la mañana, justo después de amanecer y antes de hacer la primera comida del día.
—Me gusta ver y vivir cómo se despierta el campo —me decía cuando yo le preguntaba de dónde venía con los ojos aún llenos de legañas, tras levantarme de la cama.
—Los que viven en ciudades nunca podrán disfrutar de este regalo que nos da la naturaleza —solía añadir antes de que yo le contestara.
En aquella época yo no podía apreciar el alcance de sus palabras. Ahora ya me estoy acostumbrando a ser una “urbanita” más y entiendo lo que me quería decir.
Recuerdo que cuando todavía era una niña, que no tenía más de siete u ocho años, paseábamos juntos las tardes de verano, cuando las golondrinas vuelan acrobáticamente por los campos y su susurro acompaña la despedida del sol.
—Ahora es la hora que el campo se va a dormir y todos se despiden hasta mañana —me decía muchas veces mientras me levantaba con sus poderosos brazos alimentando mi fantasiosa mente infantil.
Después, una vez volvíamos a casa y hasta la hora de cenar, él me contaba mil y una historias, algunas de ellas reales y otras quizás no tanto, de cuando era joven y trabajaba la tierra de sol a sol, sin los recursos técnicos actuales.
De mayor, en mi pubertad, se convirtió en mi paño de lágrimas. Me consolaba en los primeros fracasos que me daba la vida: los fiascos de amores fallidos, las broncas con mis padres, los desengaños con las amigas,... Sin embargo, nunca se saltó la autoridad de mis padres, aunque no estuviera de acuerdo en la forma que tenían de ejercerla.
La primavera de aquel maldito año fue muy extraña. Días de calor propios de la canícula del verano, eran seguidos por días fríos más propios del mes de febrero. El caso es que a principios de mayo, durante uno de sus acostumbrados paseos, al atravesar un arroyo, por donde pasaba siempre, ya fuera debido a la humedad de las piedras o que sencillamente puso mal el pie, resbaló y además del correspondiente golpe, cayó al agua, quedando totalmente empapado como si se hubiera tirado vestido a una piscina. No tardó mucho en regresar a casa. Explicó a mis padres lo que le había sucedido, como si fuera una anécdota divertida y recibió la consiguiente bronca por parte de mi madre:
—Ya es bastante mayorcito ¿no?... ¡A ver si escarmentamos de una vez! Sáquese inmediatamente la ropa y antes de vestirse de nuevo, pase por la ducha y estése un buen rato bajo el agua caliente. No sea que se nos haya constipado, que con este tiempo y su edad, hemos de tener mucho cuidado.
Mi abuelo, por lo que me explicaron después, se fue en silencio a su habitación con el rabo entre las piernas, igual que un niño pequeño al que le acaban de reñir y lo dejan castigado sin postre.
A pesar de que se quitó la ropa rápidamente y se dio la ducha que le dijo mi madre, no habían pasado ni diez minutos cuando empezaron los estornudos y pasadas un par de horas, apareció la fiebre que fue aumentando hasta llegar a casi cuarenta grados.
Avisaron al médico de la familia de toda la vida, que enseguida se presentó y dio un diagnóstico demoledor: lo que era un sencillo resfriado se había convertido en una neumonía. Todo fue en vano, a pesar de todos los esfuerzos del doctor, que desde el primer momento fue consciente de la gravedad de la situación. Aquella neumonía pasó a ser una insuficiencia cardiorespiratoria que lo mató a las tres semanas justas del accidente, con los pulmones encharcados de agua.
En aquella época yo me encontraba en plena fase de exámenes de fin de curso y mis padres creyeron que lo mejor era no decirme nada de la enfermedad de mi abuelo, para no distraer mi concentración y sobre todo, para ahorrarme el sufrimiento, pues eran conscientes del especial vínculo que me unía a él. Estaban seguros de que lo hubiera plantado todo para estar a su lado. Cabe añadir que, por primera vez, me quedé tres fines de semana seguidos sin subir a casa y sin apenas llamar. Quería aprovechar el tiempo al máximo, para asegurarme que superaría con éxito el primer curso de mi incipiente carrera universitaria. El éxito acompañó al esfuerzo, pero pagué un precio del que fui consciente después, ante el cadáver de mi querido abuelo: ¡No me había podido despedir de él, ni él de mí! ¡Nunca me lo perdonaría ni se lo perdonaría a mis padres!
La misma noche del último examen, un jueves, recibí la llamada de mi madre en la que, además de preguntarme cómo me habían ido los exámenes me comunicaba el estado de mi abuelo.
—Está muy grave —me dijo cuando yo, medio llorando, le pregunté por su estado. La realidad era que en aquellos momentos la rigidez de la muerte había invadido su cuerpo.
No fue hasta el día siguiente, a media mañana, que pude volver a casa, gracias a un compañero de piso que se brindó a llevarme en su coche. Aún tenía la esperanza de encontrarlo con vida, ya que sentía la imperiosa necesidad de darle el último beso, decirle que lo quería muchísimo y devolverle todo el amor que él me había dado a mí.
Cuando finalmente lo pude ver, los de la funeraria ya lo habían preparado para la última ceremonia. Había tenido la suerte de morir en su casa y no en el hospital. Sentí una profunda tristeza y lo único que fui capaz de hacer fue llorar desconsoladamente. No aceptaba las explicaciones que me daban mis padres y tampoco las motivaciones por las que me habían escondido los hechos hasta el último instante. Sencillamente no habían querido interrumpir mi actividad académica.
—Y si su muerte se hubiera producido hace diez días, ¿lo habríais enterrado sin decirme nada? ¿Sabéis lo que representa para mí el no haberme podido despedir de él en vida?
No respondieron. Un abismo gigantesco me separó de mis padres al mismo tiempo que una profunda amargura se instaló dentro de mí de tal forma, que casi no recuerdo como pasaron esos meses. Sólo un pensamiento presidía mi mente: el amor que sentía por él y la tristeza que sentía por no haberle dado un último beso en vida. Siempre había creído que los vínculos del amor entre los seres humanos se mantienen más allá de nuestra realidad física. No me preguntéis, lo intuía y ya está. Pero ahora sé que es real debido a lo que a continuación relataré.
No fue hasta finales del primer trimestre del curso siguiente, o sea a mitad del mes de diciembre, que, como cada día al salir de clase, cogí el autobús de la línea 7. Lo cogía al principio de su recorrido, muy cerca de la facultad, hasta la calle Balmes esquina Diputación, donde estaba mi piso. Ese día en cuestión, iba más vacío de lo habitual, pues si no recuerdo mal, había fútbol en la tele. Como casi cada día, me acompañaba Eva, una compañera de clase que bajaba dos paradas antes que la mía.
La mayor parte del trayecto lo hacíamos en silencio, ella con sus auriculares puestos escuchando música y yo absorta en mis pensamientos. Esta circunstancia me permitía fijarme bien en la fisonomía de los otros pasajeros. Me había aficionado mucho a contemplar, discretamente, las caras de las personas e imaginarme qué estaban pensando, cuál sería su vida, qué problemas tenían o cuáles eran sus ilusiones y esperanzas. Bueno, hacía un poco la cotilla. La verdad es que en más de una ocasión, capté cosas no muy agradables y otras veces, simplemente me dejaba llevar por mis propias fantasías.
Fue en la parada del Boulevard de Pedralbes, junto a “El Corte Inglés” de María Cristina, cuando vi que subía un señor mayor, con los cabellos muy blancos y bien peinados. Vestía americana de pana de color gris marengo, pantalones grises, chaleco de punto, camisa y corbata. El corazón se me aceleró porque iba vestido igual que mi abuelo, tenía la misma mata de pelo blanco e iba peinado de la misma manera. No le podía ver del todo bien la cara, ya que otro señor situado delante suyo me la tapaba parcialmente. Yo estaba sentada justo en el asiento que está al lado de la puerta de salida