Teoría y análisis de la cultura. Gilberto Giménez Montiel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gilberto Giménez Montiel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786078768264
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de los protestantes. ¿Por qué? Sería demasiado largo de explicar. Me limitaré a contar que en nuestra familia había dos tradiciones religiosas enfrentadas, y que durante toda mi infancia fui testigo de esa rivalidad; testigo, y en ocasiones objeto de ella: si me matricularon en la escuela francesa, la de los jesuitas, fue porque mi madre, decididamente católica, quería sustraerme a la influencia protestante que dominaba entonces en la familia de mi padre, en la cual era tradicional enviar a los hijos a los colegios americanos o ingleses. Y es por ese conflicto que soy francófono, y es por ello también que, durante la guerra de Líbano, me fui a vivir a París y no a Nueva York, Vancouver o Londres, y por lo que comencé a escribir en francés.

      ¿Más detalles todavía de mi identidad? Podría hablar de mi abuela turca, de su esposo, maronita de Egipto, y de mi otro abuelo, muerto mucho antes de que yo naciera, de quien me han contado que fue poeta, librepensador, masón tal vez y, en cualquier caso, violentamente anticlerical. Podría remontarme hasta un tío tatarabuelo, el primer traductor de Molière al árabe, y que lo llevó, en 1848, a las tablas de un teatro otomano.

      Pero no lo haré, pues basta con esto, y pasaré a una pregunta: ¿cuántos de mis semejantes comparten conmigo esos elementos dispares que han configurado mi identidad y esbozado, en líneas generales, mi itinerario personal? Muy pocos. A lo mejor ninguno. Y es en esto en lo que quiero insistir: gracias a cada una de mis pertenencias, tomadas por separado, estoy unido por un cierto parentesco a muchos de mis semejantes; gracias a esos mismos criterios, pero tomados todos juntos, tengo mi identidad propia, que no se confunde con ninguna otra.

      Extrapolaré un poco y diré que tengo en común con cada ser humano algunas pertenencias, pero que no hay en el mundo nadie que las comparta todas, ni siquiera muchas de ellas. De las posibles decenas de criterios que podría enumerar, bastaría con unos cuantos para establecer con claridad mi identidad específica, distinta a la de cualquier otra persona, incluso de mi propio hijo o de mi padre.

      Dudé mucho antes de ponerme a escribir las páginas precedentes. ¿Debía extenderme así, desde el principio del libro, sobre mi caso personal? Por un lado, y sirviéndome del ejemplo que mejor conozco, quería decir de qué manera una persona puede afirmar a un tiempo, en función de algunos criterios de pertenencia, los lazos que la unen a sus semejantes y aquello que la hace singular. Por otro, no ignoraba que cuanto más nos adentramos en el análisis de un caso particular, más riesgo corremos de que se nos replique que se trata precisamente de eso, de un caso particular.

      Al final me tiré al ruedo, convencido de que todo el que trate con buena fe de hacer también su “examen de identidad”, no tardará en descubrir que su caso es tan particular como el mío. La humanidad entera se compone sólo de casos particulares, pues la vida crea diferencias, y si hay “reproducción”, nunca es con resultados idénticos. Todos los seres humanos, sin excepción, poseemos una identidad compuesta; basta con hacernos algunas preguntas para que afloren olvidadas fracturas e insospechadas ramificaciones, para descubrirnos como seres complejos, únicos, irremplazables.

      Es exactamente eso lo que caracteriza la identidad de cada cual: compleja, única, irreemplazable, imposible de confundirse con ninguna otra. Lo que me hace insistir en este punto es ese hábito mental, tan extendido hoy y a mi juicio sumamente pernicioso, según el cual para que una persona exprese su identidad le basta con decir “soy árabe”, “francés”, “negro”, “serbio”, “musulmán” o “judío”. A quien como yo, que acabo de enumerar sus múltiples pertenencias, se le acusa al instante de querer “disolver” su identidad en un batiburrillo informe, donde todos los colores quedarían difuminados. Sin embargo, lo que trato de decir es lo contrario. No que todos los hombres sean parecidos sino que cada uno es distinto de los demás. Un serbio es sin duda distinto de un croata, pero también cada serbio es distinto de todos los demás serbios, y cada croata distinto de todos los demás croatas. Y si un cristiano libanés es diferente de un musulmán libanés, no conozco tampoco a dos cristianos libaneses que sean idénticos, ni a dos musulmanes, del mismo modo que no hay en el mundo dos franceses, dos africanos, dos árabes o dos judíos idénticos.

      Las personas no son intercambiables y es frecuente observar en el seno de la misma familia ruandesa, irlandesa, libanesa, argelina o bosnia, y entre dos hermanos que han vivido en el mismo entorno, diferencias en apariencia mínimas que, sin embargo, les harán reaccionar en materia de política, de religión o de su vida cotidiana, de dos maneras totalmente opuestas: incluso podrían determinar que uno de ellos mate y otro prefiera el diálogo y la conciliación.

      A pocos se les ocurriría discutir explícitamente todo lo que acabo de decir. Pero nos comportamos como si no fuera así. Por comodidad englobamos bajo el mismo término a la gente más distinta, y por comodidad también les atribuimos crímenes, acciones colectivas, opiniones colectivas: “los serbios han hecho una matanza”, “los ingleses han saqueado”, “los judíos han confiscado”, “los negros han incendiado”, “los árabes se niegan”. Sin mayores problemas formulamos juicios: tal o cual pueblo es “trabajador”, “hábil” o “vago”, “desconfiado” o “hipócrita”, “orgulloso” o “terco”, y a veces terminan convirtiéndose en convicciones profundas.

      Sé que no es realista esperar que todos nuestros contemporáneos modifiquen de la noche a la mañana sus expresiones habituales. Pero me parece importante que todos cobremos conciencia de que esas frases no son inocentes y contribuyen a perpetuar unos prejuicios que han demostrado, a lo largo de toda la historia, su capacidad de perversión y muerte.

      Pues es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos.

       3

      La identidad no se nos da de una vez por todas. Se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia. Ya se ha dicho en muchos libros y explicado con detalle, pero no está de más subrayarlo nuevamente: los elementos de nuestra identidad, presentes en nosotros cuando nacemos, no son muchos: algunas características físicas, sexo, color... Y además ni siquiera entonces todo es innato. No es que el entorno social determine el sexo, desde luego, pero sí determina el sentido de esa condición. Nacer mujer no significa lo mismo en Kabul que en. Oslo, la feminidad no se vive de igual manera en uno u otro sitio, como tampoco ningún otro elemento de la identidad.

      Podrían hacerse observaciones parecidas en el caso del color. Nacer negro no significa lo mismo en Nueva York, Lagos, Pretoria o Luanda; casi diríamos que no es el mismo color para efectos de identidad. Para un niño que viene al mundo en Nigeria, el elemento más determinante de su identidad no es ser negro y no blanco, sino, por ejemplo, yoruba y no hausa. En Sudáfrica, ser negro o blanco, sigue siendo un elemento significativo de la identidad, pero no lo es menos la etnia —zulú, xhosa— a la que se pertenece. En Estados Unidos, descender de un antepasado yoruba en vez de hausa, es por completo indiferente. Es, sobre todo entre los blancos, donde el origen étnico —italiano, inglés, irlandés u otro— resulta determinante para la identidad. Además, una persona que tuviera entre sus antepasados tanto a blancos como a negros, sería considerada “negra” en Estados Unidos, y en cambio “mestiza” en Sudáfrica o Angola.

      ¿Por qué el concepto de mestizaje se tiene en cuenta en unos países y no en otros? ¿Por qué la pertenencia a una etnia es determinante en unas sociedades y no en otras? Para cada caso podrían proponerse diversas explicaciones más o menos convincentes. Pero no es eso lo que me preocupa en este momento. He citado esos ejemplos únicamente para insistir en que ni siquiera el color y el sexo son elementos “absolutos” de la identidad. Con más razón, todos los demás son todavía más relativos.

      Para calibrar lo verdaderamente innato entre los elementos de la identidad, podemos plantear un juego mental muy revelador: imaginemos a un recién nacido a quien se saca de su entorno nada más venir al mundo, y se le sitúa en otro distinto: se comparan entonces las “identidades” que podría adquirir, los combates por librar y los que se ahorraría... ¿Hace falta decir que no tendría recuerdo alguno de “su” religión de origen ni de “su” nación o “su” lengua, y que lo podríamos ver después luchando encarnizadamente contra quienes deberían haber sido los suyos?

      De