El aprendizaje se inicia muy pronto, ya en la primera infancia. Voluntariamente o no, los suyos lo modelan, lo conforman, le inculcan creencias de la familia, ritos, actitudes, convenciones, la lengua materna, claro está, y además temores, aspiraciones, prejuicios, rencores, junto a sentimientos tanto de pertenencia como de no pertenencia.
Y enseguida también, en casa, en el colegio o en la calle de al lado, se producen las primeras heridas en el amor propio. Los demás le hacen sentir, con sus palabras o sus miradas, que es pobre, cojo, bajo, “patilargo”, moreno de tez o demasiado rubio, circunciso o no circunciso, huérfano. Son las innumerables diferencias, mínimas o mayores, que trazan los contornos de cada personalidad, que forjan los comportamientos, opiniones, temores y ambiciones, a menudo eminentemente edificantes, pero que a veces producen heridas que no se curan nunca.
Son esas heridas las que determinan, en cada fase de la vida, la actitud de los seres humanos respecto de sus pertenencias y la jerarquía de éstas. Cuando alguien ha sufrido vejaciones por su religión, cuando ha sido víctima de humillaciones y burlas por el color de su piel o por su acento, o por vestir harapos, no lo olvida nunca. Hasta ahora he venido insistiendo continuamente en que la identidad está formada por múltiples pertenencias; pero es imprescindible insistir otro tanto en el hecho de que es única y la vivimos como un todo. La identidad de una persona no es una yuxtaposición de pertenencias autónomas, no es un mosaico: es un dibujo sobre una piel tirante; basta con tocar una sola de esas pertenencias para que vibre la persona entera.
Por otra parte, la gente suele tender a reconocerse en la pertenencia más atacada; a veces, cuando no se sienten con fuerzas para defenderla, la disimulan, y entonces se queda en el fondo de la persona, agazapada en la sombra, esperando el momento de la revancha; pero asumida u oculta, proclamada con discreción o con estrépito se identifica con ella. Esa pertenencia, a una raza, religión, lengua, clase, invade entonces la identidad entera. Quienes la comparten se sienten solidarios, se agrupan, se movilizan, se dan ánimos entre sí, arremeten contra “los de enfrente”. Para ellos, “afirmar su identidad” pasa a ser inevitablemente un acto de valor, un acto liberador.
En el seno de cada comunidad herida aparecen evidentemente cabecillas. Airados o calculadores, manejan expresiones extremas que son un bálsamo para las heridas. Dicen que no hay que mendigar el respeto de los demás, un respeto que se les debe, sino que hay que imponérselo. Prometen victoria o venganza, inflaman los ánimos y a veces recurren a métodos extremos con los que quizás pudieron soñar en secreto algunos de sus afligidos hermanos. A partir de ese momento, con el escenario ya dispuesto, puede empezar la guerra. Pase lo que pase, “los otros” se lo habrán merecido, y “nosotros” recordaremos con precisión “todo lo que hemos tenido que soportar” desde el comienzo de los tiempos. Todos los crímenes, todos los abusos, todas las humillaciones, todos los miedos, los nombres, las fechas, las cifras.
Por haber vivido en un país en guerra, en un barrio bombardeado desde el barrio contiguo, por haber pasado una o dos noches en un sótano transformado en refugio, con mi joven esposa embarazada y con mi hijo de corta edad —afuera el ruido de las explosiones, adentro mil rumores sobre la inminencia de un ataque, y mil habladurías sobre familias pasadas a cuchillo—, sé perfectamente que el miedo puede llevar al crimen a cualquiera. Si en vez de rumores nunca confirmados hubiera vivido en mi barrio una matanza de verdad, ¿cuánto tiempo habría conservado la sangre fría? Si en vez de dos días hubiera tenido que pasar un mes en aquel refugio, ¿me hubiera negado a empuñar el arma puesta en las manos?
Prefiero no hacerme esas preguntas con demasiada insistencia. Tuve la suerte de no pasar por pruebas muy duras, de salir enseguida de la hoguera con los míos indemnes, tuve la suerte de mantener limpias las manos y clara la conciencia. Y digo “suerte”, sí, porque las cosas habrían podido ser distintas si, cuando comenzó la guerra de Líbano, yo hubiera tenido dieciséis años en lugar de veintiséis, si hubiera perdido a un ser querido, si hubiera pertenecido a otro ámbito social, a otra comunidad.
Después de cada matanza étnica nos preguntamos, con razón, cómo es posible que seres humanos lleguen a cometer tales atrocidades. Algunas de esas conductas sin freno nos parecen incomprensibles, indescifrable su lógica. Hablamos entonces de locura asesina, de locura sanguinaria, ancestral, hereditaria. En cierto sentido es locura, efectivamente. Es locura cuando un hombre por lo demás sano de espíritu se transforma de la noche a la mañana en alguien que mata. Pero cuando son miles o millones quienes matan, cuando el fenómeno se repite en un país tras otro, en el seno de culturas diferentes, tanto entre los seguidores de todas las religiones como entre quienes no profesan fe alguna, decir “locura” no basta. Lo que por comodidad llamamos “locura asesina” es esa propensión de nuestros semejantes a transformarse en asesinos cuando sienten que su “tribu” está amenazada. El sentimiento de miedo o de inseguridad no siempre obedece a consideraciones racionales, pues hay veces en que se exagera o adquiere incluso un carácter paranoico; pero a partir del momento en que una población tiene miedo, lo que hemos de tener en cuenta es más la realidad del miedo que de la amenaza.
No creo que la pertenencia a tal o cual etnia, religión, nación u otra cosa predisponga a matar. Basta con repasar los hechos sucedidos en los últimos años para constatar que toda comunidad humana, a poco que su existencia se sienta humillada o amenazada, tiende a producir personas que matarán, que cometerán las peores atrocidades convencidas de que están en su derecho, de que así se ganan el cielo y la admiración de los suyos. Hay un Mr. Hyde en cada uno de nosotros; lo importante es impedir que se den las condiciones necesarias para que ese monstruo salga a la superficie.
No me atrevo a dar una explicación universal para todas las matanzas, y aún menos a proponer un remedio milagroso. Creo tan poco en las soluciones simplistas como en las identidades simplistas. El mundo es una máquina compleja que no se desmonta con un destornillador. Pero no por ello hemos de dejar de observar, de tratar de comprender, de especular, de discutir, de sugerir en ocasiones tal o cual vía de reflexión.
La que recorre como una filigrana todo este libro podría formularse así: si los hombres de todos los países, de todas las condiciones, de todas las creencias, se transforman con tanta facilidad en asesinos, si es igualmente tan fácil que los fanáticos de toda laya se impongan como defensores de la identidad, es porque la concepción “tribal” de la identidad que sigue dominando en el mundo entero favorece esa desviación; es una concepción heredada de los conflictos del pasado, que muchos rechazaríamos sólo con pensarlo un poco más, pero que seguimos suscribiendo por costumbre, por falta de imaginación o por resignación, contribuyendo así, sin quererlo, a producir las tragedias que el día de mañana nos harán sentirnos sinceramente conmovidos.
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Desde el comienzo de este libro vengo hablando de identidades asesinas, expresión no excesiva, me parece, por cuanto la concepción que denuncio, aquella que reduce la identidad a la pertenencia a una sola cosa, instala a los hombres en una actitud parcial, sectaria, intolerante, dominadora, a veces suicida, y los transforma a menudo en gente que mata o en partidarios de quienes lo hacen. Su visión del mundo está por ello sesgada, distorsionada. Los que pertenecen a la misma comunidad son “los nuestros”; queremos ser solidarios con su destino, pero también podemos ser tiránicos con ellos: si los consideramos “timoratos”, los denunciamos, los aterrorizamos, los castigamos por “traidores” y “renegados”. En cuanto a los otros, a quienes están del otro lado de la línea, jamás intentamos ponernos en su lugar, nos cuidamos mucho de preguntarnos por la posibilidad de que, en tal o cual cuestión, no estén completamente equivocados, procuramos que no nos ablanden sus lamentos, sus sufrimientos, las injusticias de que han sido víctimas. Sólo cuenta el punto de vista de “los nuestros”, que suele ser el de los más aguerridos de la comunidad, los más demagogos, los más airados.
A la inversa, desde el momento