¿Cómo querrá definirse nuestro personaje cuando lo volvamos a ver en ese mismo sitio dentro de veinte años? ¿Cuál de sus pertenencias pondrá en primer lugar? ¿Será europeo, musulmán, bosnio? ¿Otra cosa? ¿Balcánico tal vez?
No me atrevo a hacer un pronóstico. Todos esos elementos forman parte efectivamente de su identidad. Nació en una familia de tradición musulmana; por su lengua pertenece a los eslavos meridionales, no hace mucho agrupados en un mismo Estado, y hoy nuevamente separados; vive en una tierra, en un tiempo otomana y en otro austriaca, y que participó en las grandes tragedias de la historia europea. Según las épocas, una u otra de sus pertenencias se “hinchó”, si es que puede decirse así, hasta ocultar todas las demás y confundirse con su identidad entera. A lo largo de su vida le habrán contado todo tipo de patrañas. Que era proletario y nada más. Yugoslavo y nada más. Y, más recientemente, musulmán y nada más; hasta es posible que le hayan hecho creer, durante unos difíciles meses, ¡que tenía más cosas en común con los habitantes de Kabul que con los de Trieste!
En todas las épocas hubo gente que nos hace pensar que había entonces una sola pertenencia primordial, tan superior a las demás en todas las circunstancias, que estaba justificado denominarla “identidad”. La religión para unos, la nación o la clase social para otros. En la actualidad, sin embargo, basta con echar una mirada a los diferentes conflictos que se están produciendo en el mundo para advertir que no hay una única pertenencia que se imponga de manera absoluta sobre las demás. Allí donde la gente se siente amenazada en su fe, es la pertenencia a una religión la que parece resumir toda su identidad. Pero si lo que está amenazado es la lengua materna o el grupo étnico, entonces se producen feroces enfrentamientos entre correligionarios. Los turcos y los kurdos comparten la misma religión, la musulmana, pero tienen lenguas distintas; ¿es por ello menos sangriento el conflicto que los enfrenta? Tanto los hutus como los tutsis son católicos y hablan la misma lengua, pero ¿acaso ello les ha impedido matarse entre sí? También son católicos los checos y los eslovacos, pero ¿ha favorecido su convivencia esa fe común?
Con todos estos ejemplos quiero insistir: si bien en todo momento hay entre los componentes de la identidad de una persona, una determinada jerarquía, ésta no es inmutable sino cambia con el tiempo y modifica profundamente los comportamientos.
Además, las pertenencias que importan en la vida de cada cual no son siempre las que cabría considerar fundamentales: la lengua, el color de la piel, la nacionalidad, clase social o religión. Pensemos en un homosexual italiano en la época del fascismo. Ese aspecto específico de su personalidad tenía para él su importancia, es de suponer, pero no más que su actividad profesional, sus preferencias políticas o sus creencias religiosas. Y de repente se abate sobre él la represión oficial, siente la amenaza de la humillación, la deportación, la muerte (al elegir este ejemplo echo mano obviamente de ciertos recuerdos literarios y cinematográficos). Así, ese hombre, patriota y quizás nacionalista años antes, ya no es capaz de disfrutar ahora con el desfile de las tropas italianas, e incluso llega a desear su derrota, sin duda. Al verse perseguido, sus preferencias sexuales se imponen sobre las demás, eclipsando incluso el hecho de pertenecer a la nación italiana que, sin embargo, alcanza en esta época su paroxismo. Habrá que esperar a la posguerra para que, en una Italia más tolerante, nuestro hombre se sienta de nuevo plenamente italiano.
Muchas veces la identidad que se proclama está calcada —en negativo— de la del adversario. Un irlandés católico se diferencia de los ingleses ante todo en la religión, pero también se considerará, contra la monarquía, republicano, y si no conoce lo bastante el gaélico al menos hablará el inglés a su manera; un dirigente católico que se expresara con el acento de Oxford parecería casi un renegado.
Esa complejidad, a veces amable, a menudo trágica, de los mecanismos de la identidad puede ilustrarse con decenas de ejemplos. Citaré algunos en las páginas siguientes, unos de manera sucinta, otros con más detalle, sobre todo los que se refieren a la región de donde procedo: Oriente Próximo, el Mediterráneo, el mundo árabe y, en primer lugar, Líbano, un país donde la gente tiene que preguntarse constantemente por sus pertenencias, sus orígenes, sus relaciones con los demás, y el lugar, al sol o a la sombra, que puede ocupar en él.
2
Igual que otros hacen examen de conciencia, yo a veces me veo haciendo lo que podríamos llamar “examen de identidad”. No trato con ello —ya se habrá adivinado— de encontrar en mí una pertenencia “esencial” en donde pueda reconocerme, así que adopto la actitud contraria: rebusco en mi memoria para que aflore el mayor número posible de componentes de mi identidad, los agrupo y hago la lista, sin renegar de ninguno de ellos.
Vengo de una familia originaria del sur de Arabia que se estableció hace siglos en la montaña libanesa, y se fue dispersando después, en sucesivas migraciones, por varios rincones del planeta, desde Egipto hasta Brasil, desde Cuba hasta Australia. Tiene el orgullo de haber sido siempre, a la vez, árabe y cristiana, probablemente desde el siglo II o III, es decir, mucho antes de que apareciera el Islam y antes, incluso de la conversión de Occidente al cristianismo.
El hecho de ser cristiano y de tener por lengua materna el árabe, lengua sagrada del Islam, es una de las paradojas fundamentales que han forjado mi identidad. Hablar el árabe teje unos lazos que me unen a todos quienes la utilizan a diario en sus oraciones, a muchas personas que en su gran mayoría la conocen peor que yo. Si alguien en Asia central se encuentra con un viejo erudito a la puerta de una madrasa timurí, le basta con dirigirse a él en árabe para sentirse en una tierra amiga y para que él le hable con el corazón, como no se atrevería a hacerlo jamás en ruso o en inglés.
La lengua árabe nos es común a él, a mí y a más de mil millones de personas. Por otra parte, mi pertenencia al cristianismo —da lo mismo que sea profundamente religiosa o sólo sociológica— me une también de manera significativa a todos los cristianos del mundo, unos dos mil millones. Muchas cosas me separan de cada cristiano, como de cada árabe y de cada musulmán, pero al mismo tiempo tengo con todos ellos un parentesco innegable, en el primer caso religioso e intelectual, en el segundo lingüístico y cultural.
Dicho esto, el hecho de ser a la vez árabe y cristiano es una condición muy específica, muy minoritaria, y no siempre fácil de asumir; marca a la persona de una manera profunda y duradera; en mi caso, no puedo negar que ha sido determinante en la mayoría de las decisiones que he tenido que tomar a lo largo de mi vida, incluida la de escribir este libro.
Así, al contemplar por separado esos dos elementos de mi identidad, me siento cercano, por la lengua o religión, a más de la mitad de la humanidad; y al tomarlos juntos, simultáneamente, me veo enfrentado a mi especificidad.
Lo mismo podría decir de otras de mis pertenencias: el hecho de ser francés lo comparto con unos sesenta millones de personas; el de ser libanés, con entre ocho y diez millones, si cuento la diáspora; pero el hecho de ser ambas cosas, francés y libanés, ¿con cuántos lo comparto? Con unos miles, cuando mucho.
Cada una de mis pertenencias me vincula con muchas personas; sin embargo, cuanto más numerosas son las pertenencias que tengo en cuenta, tanto más específica se revela mi identidad.
Aunque me extienda un poco más sobre mis orígenes, debería precisar que nací en el seno de la comunidad denominada católica–griega o melquita, la cual reconoce la autoridad del Papa, si bien sigue siendo fiel a algunos ritos bizantinos. A primera vista, eso no es más que un detalle, una curiosidad, pero pensándolo mejor resulta un aspecto determinante de mi identidad: en un país como Líbano, donde las comunidades más fuertes han luchado durante mucho tiempo por su territorio y por su parcela de poder, los miembros de las comunidades muy minoritarias como la mía, raras veces han tomado las armas y han sido los primeros en exiliarse. Personalmente, yo siempre me negué a involucrarme en una guerra que me parecía absurda y suicida; pero esa forma de ver las cosas, esa mirada distante, esa negativa a tomar las armas no deja de tener relación con mi pertenencia a una comunidad marginada.
Así