79- Tal ha sido el caso de los rancheros de la sierra “jamilchiana” (límite sur entre Jalisco y Michoacán), categorizados genéricamente como “campesinos” y “descubiertos” como actores sociales con identidad propia por Esteban Barragán López, en un sugestivo estudio publicado por la revista Relaciones (1990, pp. 75–106), de El Colegio de Michoacán.
80- Hecht, op. cit.,
81- Michel Bassand y François Hainard, Dynamique socio–culturelle régionale, Presses Polytechniques Romandes, Lausana.
82- R. Gubert, L’appartenenza territoriale tra ecologia e cultura, Reverdito Edizioni, Trento, 1992.
83- Gioia di Cristofaro Longo, Identità e cultura, Edizioni Studium, Roma.
84- “La identidad es un nudo teórico fundamental del ‘saber femenino’. La formación de identidades colectivas e individuales de las mujeres constituye un dato emergente, problemático y disruptivo de nuestro tiempo. Al discutir sobre la identidad, no podemos menos que plantear la cuestión de las relaciones entre las contribuciones del feminismo y las de otros enfoques y tradiciones de estudio” (Balbo, 1983).
85- P.H. Collins, “The Social Construction of Black Feminist Thought”, en M. Malson et alii (eds.), Black Women in America, University of Chicago Press, Chicago, 1990, pp. 297–326.
86- Melucci, L’invenzione..., op. cit.; Nomads of the Present, Temple University Press, Filadelfia, 1989.
87- A. Pizzorno, Le radici della politica assoluta, Feltrinelli, Milán, 1994.
88- Hecht, ibid.
89- Miguel Alberto Bartolomé y Alicia Mabel Barrabás, La pluralidad en peligro, Instituto Nacional de Antropología e Historia/Instituto Nacional Indigenista, México, 1996.
90- Mike Featherstone (ed.), Global Culture, Sage Publications, Londres, 1992.
91- Michael Kearney, “Borders and Boundaries of State and Self at the End of the Empire”, en Journal of Historical Sociology, pp. 52–74.
IDENTIDADES ASESINAS (*)
1
Mi vida de escritor me ha enseñado a desconfiar de las palabras. Las que parecen más claras suelen ser las más traicioneras. Uno de esos falsos amigos es precisamente “identidad”. Todos creemos saber el significado de esta palabra y seguimos fiándonos de ella incluso cuando, insidiosamente, empieza a significar lo contrario.
Lejos de mí la idea de redefinir una y otra vez el concepto de identidad. Es el problema esencial de la filosofía desde el “conócete a ti mismo” de Sócrates hasta Freud, pasando por tantos otros maestros; para abordarlo de nuevo se necesitaría hoy mucha más competencia de la que yo tengo, y mucha más temeridad. La tarea que me he impuesto es infinitamente más modesta: tratar de comprender por qué tanta gente comete hoy crímenes en nombre de su identidad religiosa, étnica, nacional o de otra naturaleza. ¿Ha sido así desde los albores de la historia o, por el contrario, hay realidades que son específicas de nuestra época? Es posible que algunas de mis palabras le parezcan al lector demasiado elementales. Pero es porque he tratado de reflexionar con la máxima serenidad, paciencia y lealtad que me han sido posibles, sin recurrir a ningún tipo de jerga ni a ninguna engañosa simplificación.
En lo que se ha dado en llamar el “documento de identidad” figuran nombre y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, una fotografía, determinados rasgos físicos, la firma y, a veces, la huella dactilar: toda una serie de indicaciones que demuestran, sin posibilidad de error, que el titular de ese documento es fulano y que no hay, entre los miles de millones de seres humanos, ningún otro que pueda confundirse con él, ni siquiera su Sosia o su hermano gemelo.
Mi identidad es lo que hace que yo no sea idéntico a ninguna otra persona.
Así definido, el término “identidad” denota un concepto relativamente preciso que no debería prestarse a confusión. ¿Realmente hace falta una larga argumentación para establecer que no puede haber dos personas idénticas? Aun en el caso de que el día de mañana, como es de temer, se llegara a “clonar” seres humanos, en sentido estricto esos clones sólo serían idénticos en el momento de “nacer”; ya desde sus primeros pasos en el mundo empezarían a ser diferentes.
La identidad de una persona está constituida por infinidad de elementos que evidentemente no se limitan a los que figuran en los registros oficiales. La gran mayoría de la gente, desde luego, pertenece a una tradición religiosa, a una nación, y en ocasiones a dos; a un grupo étnico o lingüístico, a una familia más o menos extensa, a una profesión, a una institución, a un determinado ámbito social. Y la lista no acaba ahí, prácticamente podría no tener fin: podemos sentirnos pertenecientes, con más o menos fuerza, a una provincia, pueblo, barrio, clan, un equipo deportivo o profesional, una pandilla de amigos, un sindicato, una empresa, un partido, una asociación, una parroquia, una comunidad de personas con las mismas pasiones, preferencias sexuales o minusvalías físicas, o que se enfrentan a los mismos problemas ambientales.
No todas esas pertenencias tienen, claro está, la misma importancia, o al menos no la tienen simultáneamente. Pero ninguna de ellas carece por completo de valor. Son los elementos constitutivos de la personalidad, casi diríamos los “genes del alma”, siempre que precisemos que en su mayoría no son innatos.
Aunque cada uno de esos elementos está presente en gran número de individuos, nunca se da la misma combinación en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que hace que todo ser humano sea singular y potencialmente insustituible.
Puede que un accidente, feliz o infortunado, o incluso un encuentro fortuito, pesen más en nuestro sentimiento de identidad que el hecho de tener detrás un legado milenario. Imaginemos el caso del encuentro entre un serbio y una musulmana que se conocieron hace veinte años en un café de Sarajevo, que se enamoraron y se casaron. Ya nunca podrán percibir su identidad del mismo modo que una pareja cuyos dos integrantes sean serbios o musulmanes. Cada uno de ellos llevará siempre consigo las pertenencias que recibieron de sus padres al nacer, pero ya no las percibirá de la misma manera ni les concederá el mismo valor.
Sigamos en Sarajevo. Hagamos allí, mentalmente, una encuesta imaginaria. Vemos, en la calle, a un hombre de cincuenta y tantos años. Hacia 1980, ese hombre habría proclamado con orgullo y sin reservas: “¡soy yugoslavo!” Interrogado un poco después, habría concretado que vivía en la República Federal de Bosnia–Herzegovina, procedente, por cierto, de una familia de tradición musulmana.
Si lo hubiéramos vuelto a ver doce años después, en plena guerra, habría contestado de manera espontánea y enérgica: “¡soy musulmán!” Es posible que se hubiera dejado crecer la barba reglamentaria. Habría añadido enseguida que era bosnio, y no habría puesto