Teoría y análisis de la cultura. Gilberto Giménez Montiel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gilberto Giménez Montiel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786078768264
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orígenes y en nuestra trayectoria, diversos elementos confluentes, diversas aportaciones, diversos mestizajes, diversas influencias sutiles y contradictorias, se establece una relación distinta con los demás, y también con los de nuestra propia “tribu”. Ya no se trata simplemente de “nosotros” y “ellos”, como dos ejércitos en orden de batalla que se preparan para el siguiente enfrentamiento, para la siguiente revancha. Ahora, en “nuestro” lado hay personas con quienes en definitiva tengo muy pocas cosas en común, y en el lado de “ellos” hay otras de quienes puedo sentirme muy cerca.

      Pero, volviendo a la actitud anterior, es fácil imaginar de qué manera puede empujar a los seres humanos a las conductas más extremas: cuando sienten que “los otros” constituyen una amenaza para su etnia, su religión o su nación, todo lo que pueden hacer para alejar esa amenaza les parece perfectamente lícito; incluso cuando llegan a la matanza, están convencidos de que se trata de una medida necesaria para preservar la vida de los suyos. Y como todos quienes los rodean comparten ese convencimiento, los autores de la matanza suelen tener buena conciencia, y se extrañan de que los llamen criminales. No pueden serlo, juran, pues sólo tratan de proteger a sus ancianas madres, a sus hermanos y hermanas, a sus hijos.

      Ese sentimiento de que actúan por la supervivencia de los suyos, de que son empujados por sus oraciones, de que, si no de manera inmediata sí al menos a largo plazo, lo hacen en legítima defensa, es una característica común a todos los que en estos últimos años, en varios rincones del planeta, desde Ruanda hasta la antigua Yugoslavia, han cometido los crímenes más abominables.

      Y no se trata de unos cuantos casos aislados, pues el mundo está lleno de comunidades heridas que aún hoy sufren persecuciones o guardan el recuerdo de antiguos padecimientos y sueñan con obtener venganza. No podemos seguir insensibles a su calvario; no podemos, por menos, dejar de apoyarlas en su deseo de hablar en libertad su lengua, de practicar sin temor su religión o de conservar sus tradiciones. Pero de esa comprensión derivamos a veces hacia la indulgencia. A quienes han sufrido la arrogancia colonial, el racismo, la xenofobia, les perdonamos los excesos de su propia arrogancia nacionalista, de su propio racismo y de su propia xenofobia, y precisamente por eso nos olvidamos de la suerte de sus víctimas, al menos hasta que corren ríos de sangre.

      ¡Es que nunca se sabe dónde acaba la legítima afirmación de la identidad y dónde se empieza a invadir los derechos de los demás! ¿No decíamos antes que el término “identidad” era un “falso amigo”? Empieza reflejando una aspiración legítima, y de súbito se convierte en un instrumento de guerra. El deslizamiento de un sentido al otro es imperceptible, natural, y todos caemos en él alguna vez. Denunciamos una injusticia, defendemos los derechos de una población que sufre y al día siguiente nos encontramos con que somos cómplices de varias muertes.

      Todas las matanzas producidas en los últimos años, así como la mayoría de los conflictos sangrientos, tienen que ver con complejos y antiquísimos “contenciosos” de identidad; unas veces, las víctimas son sin remedio las mismas, desde siempre; otras, la relación se invierte: los verdugos de ayer son hoy las víctimas, y viceversa. Pero esos términos no tienen sentido en sí mismos más que para los observadores externos; para quienes están directamente implicados en esos conflictos de identidad, para quienes han sufrido, para quienes han sentido el miedo, sólo están el “nosotros” y el “ellos”, la ofensa y la reparación, ¡nada más! “Nosotros” somos necesariamente, por definición, víctimas inocentes, y “ellos” son necesariamente culpables, culpables desde hace mucho tiempo y al margen de lo que hoy puedan estar padeciendo.

      Y cuando nuestra mirada —la de los observadores externos— entra en ese juego perverso, cuando asignamos a una comunidad el papel de cordero y a otra el de lobo, lo que estamos haciendo, aun sin saberlo, es conceder por anticipado la impunidad a los crímenes de una de las partes. En conflictos recientes hemos llegado a ver cómo algunas facciones cometían atrocidades contra su propia población porque sabían que la opinión internacional acusaría espontáneamente a sus adversarios.

      A esta forma de indulgencia se añade otra no menos desafortunada. La de los eternos escépticos, quienes ante cada nueva matanza por razones de identidad, se apresuran a declarar que siempre ha sido así desde los albores de la historia, y sería iluso e ingenuo esperar que las cosas fueran a cambiar. En ocasiones, las matanzas étnicas se ven, de manera consciente o no, como crímenes pasionales colectivos, lamentables, sin duda, pero comprensibles y en todo caso inevitables, pues son “inherentes a la naturaleza humana...”

      Esta actitud, “dejar que maten”, ha causado ya muchos estragos, y el realismo en que pretende basarse me parece un realismo usurpado. Que la concepción “tribal” de la identidad siga prevaleciendo hoy en todo el mundo, y no sólo entre los fanáticos, es por desgracia la pura verdad. Pero hay muchas concepciones, vigentes durante muchos siglos, hoy ya no aceptables, por ejemplo, la supremacía “natural” del hombre, respecto de la mujer, la jerarquía entre las razas o incluso, en fechas más recientes, el apartheid y otros sistemas de segregación. Antaño también se consideraba la tortura como práctica “normal” en la administración de justicia, y la esclavitud fue durante mucho tiempo una realidad cotidiana que grandes personalidades del pasado se guardaron mucho de poner en entredicho.

      Después se impusieron poco a poco ideas nuevas: todo ser humano tenía unos derechos por definir y respetar; que las mujeres debían tener los mismos derechos que los hombres; que también la naturaleza merecía ser preservada; que hay unos intereses comunes a todos los seres humanos en ámbitos cada vez más numerosos —el medio ambiente, la paz, los intercambios internacionales, la lucha contra los grandes azotes de la humanidad—; que se podía e incluso se debía intervenir en los asuntos internos de los países cuando no se respetaban en ellos los derechos humanos fundamentales.

      Así, pues, las ideas vigentes a lo largo de toda la historia no tienen por qué seguir estándolo en las próximas décadas. Cuando aparecen realidades nuevas, hemos de reconsiderar nuestras actitudes, nuestros hábitos; a veces, cuando esas realidades se presentan con gran rapidez, nuestra mentalidad se queda rezagada, y resulta así que tratamos de extinguir los incendios rociándolos con productos inflamables.

      En la época de la mundialización, con ese proceso acelerado, vertiginoso, de amalgama, de mezcla, que nos envuelve a todos, es necesario, ¡y urgente!, elaborar una nueva concepción de la identidad. No podemos limitarnos a obligar a miles de millones de personas desconcertadas a elegir entre afirmar a ultranza su identidad y perderla por completo, entre el integrismo y la desintegración. Sin embargo, eso es lo que se deriva de la concepción, aún dominante en este ámbito. Si a nuestros contemporáneos no se les incita a que asuman sus múltiples pertenencias, si no pueden conciliar su necesidad de tener una identidad con una actitud abierta, con franqueza y sin complejos ante las demás culturas, si se sienten obligados a elegir entre negarse a sí mismos y negar a los otros, estaremos formando legiones de locos sanguinarios, legiones de seres extraviados.

      Me gustaría, no obstante, volver brevemente sobre los ejemplos expuestos al comienzo del libro: si consigue asumir su doble pertenencia, el hombre de madre serbia y padre croata no participará jamás en ninguna matanza étnica, en ninguna “depuración”; si se siente capaz de asumir los dos “elementos confluentes” que lo han traído al mundo, el hombre de madre hutu y padre tutsi no intervendrá nunca en matanzas ni genocidios; y el joven francoargelino al que antes me refería, igual que el otro germanoturco, no estarán jamás del lado de los fanáticos si logran vivir serenamente su identidad compuesta.

      También aquí sería un error ver en estos ejemplos únicamente casos extremos. En todos los lugares donde hoy viven en vecindad grupos humanos de diferente religión, color, lengua, etnia o nacionalidad; en todos los lugares donde existen tensiones más o menos antiguas, más o menos violentas entre inmigrados y población local, o entre blancos y negros, católicos y protestantes, judíos y árabes, hindúes y sijs, lituanos y rusos, serbios y albaneses, griegos y turcos, anglófonos y quebequeses, flamencos y valones, chinos y malayos; sí, en todas partes, en todas las sociedades divididas hay un cierto número de hombres y mujeres que llevan en su interior pertenencias contradictorias, que viven en la frontera entre dos comunidades enfrentadas, seres