Uno de los códigos más conocidos de valoración cultural remite, por ejemplo, a la dicotomía nuevo/antiguo. Se considera valioso o bien lo genuinamente antiguo (vino añejo, modas retro, objetos prehispánicos, etcétera), o bien lo absolutamente nuevo, único y original (vanguardias artísticas, la última moda, etcétera).
Por lo que toca a los códigos de jerarquización, es muy frecuente la aplicación del modelo platónico–agustiniano de la relación alma/cuerpo a los contenidos del patrimonio cultural. Según este código, los productos culturales son tanto más valiosos cuanto más “espirituales” y más próximos a la esfera de la interioridad; y tanto menos cuanto más cercanos a lo “material”, esto es, a la técnica o a la fabrilidad manual. De aquí deriva, seguramente, la dicotomía entre cultura y civilización aludida brevemente más arriba.
El resultado final de este proceso de codificación será un diseño de círculos concéntricos rígidamente jerarquizados en el ámbito de la cultura: el círculo interior de la alta cultura legítima, cuyo núcleo privilegiado serán las “bellas artes”; el círculo intermedio de la cultura tolerada (el jazz, el rock, las religiones orientales, el arte prehispánico); y el círculo exterior de la intolerancia y de la exclusión donde son relegados, por ejemplo, los productos expresivos de las clases marginadas o subalternas (artesanía popular, “arte de aeropuerto”, “arte porno”).
A partir del 1900 se abre, siempre según Hugues de Varine, la fase de institucionalización de la cultura en sentido político–administrativo. Este proceso puede interpretarse como una manifestación del esfuerzo secular del Estado por lograr el control y la gestión global de la cultura, (12) bajo una lógica de unificación y centralización.
En esta fase se consolida la escuela liberal definida como educación nacional obligatoria y gratuita; aparecen los ministerios de la cultura como nueva extensión de los aparatos de Estado; las embajadas incorporan una nueva figura: la de los “agregados culturales”; se crean en los países periféricos institutos de cooperación cultural que funcionan como verdaderas sucursales de las culturas metropolitanas (Alianza Francesa, Instituto Goethe, USIS, British Council); se fundan por doquier, bajo el patrocinio del Estado, casas y hogares de la cultura; se multiplican en forma espectacular museos y bibliotecas públicas; surge el concepto de “política cultural” como instrumento de tutelaje político sobre el conjunto de las actividades culturales; se institucionalizan y se refinan los diferentes sistemas de censura ideológico–cultural; y, en fin, “brota como por milagro una red extraordinariamente compleja de organizaciones internacionales, gubernamentales o no, mundiales o regionales, lingüísticas o raciales, primero del seno de la Sociedad de las Naciones, y luego, con mayor generosidad, de las Naciones Unidas. En lo esencial, el sistema de institucionalización de la cultura en el nivel local, nacional, regional o internacional termina de montarse hacia 1960 como una inmensa telaraña que se extiende sobre todo el planeta, sobre cada país y cada comunidad humana, rigiendo de manera más o menos autoritaria todo acto cultural; enmarcando la conservación del pasado, la creación del presente y su difusión”. (13)
La tercera fase, que se consuma aceleradamente en nuestros días, puede denominarse fase de mercantilización de la cultura. Históricamente, esta fase, que implica la subordinación masiva de los bienes culturales a la lógica del valor de cambio y, por lo tanto, al mercado capitalista, representa la principal contratendencia frente al proceso de unificación y centralización estatal que caracteriza a la fase precedente. Esto significa que en la situación actual la cultura se ve jalada simultáneamente por el Estado y por el mercado no sólo nacional sino también transnacional.
Lo cierto es que la cultura, globalmente considerada, se ha convertido en un sector importante de la economía, en factor de “crecimiento económico” y en pretexto para la especulación y el negocio. Por eso tiende a perder cada vez más su aura de gratuidad y su especificidad como operador de identidad social, de comunicación y de percepción del mundo, para convertirse en mercancía sometida en gran parte a la ley de maximización de beneficios.
Sabemos, en efecto, que la característica mayor del desarrollo capitalista contemporáneo no es sólo la multiplicación espectacular de mercancías materiales, como pretende hacérnoslo creer cierto marxismo neofisiócrata, sino también de mercancías inmateriales o de productos puramente sociales —espectáculos, viajes, vacaciones— que se consumen no por apropiación física o fisiológica sino por apropiación auditiva o visual. (14) Pues bien, la cultura se ha convertido en la mercancía inmaterial por excelencia en la fase actual del capitalismo en proceso de globalización. Su mercantilización ha sido incluso más fácil y lucrativa que la de otros productos materiales, como lo demuestra el agudo análisis de Hugues de Varine. (15) Piénsese, por ejemplo, en la generalización de los “mercados de arte” (pintura, escultura, etcétera) en las grandes metrópolis; en el tráfico legal o ilegal de bienes culturales, y en la promoción, a escala internacional, del llamado “turismo cultural”.
OBSERVACIONES CRÍTICAS
No vale la pena detenerse demasiado en la crítica de esta concepción de la cultura, juntamente con los diferentes procesos sociales que la han ido modelando y materializando hasta el presente.
Basta con señalar, por el momento, que se trata de una concepción que descansa íntegramente en la dicotomía cultura/incultura, por sí misma discriminatoria y excluyente. Además, la cultura se identifica aquí pura y simplemente con la cultura dominante, por definición, la cultura de las clases dominantes en el plano nacional o internacional (Marx). Dicho de otro modo: la cultura se asume como sinónimo de cultura urbana y, en otro nivel, de cultura metropolitana, es decir, la de las metrópolis dominantes dentro del sistema mundial de dominación. De donde se sigue que se trata por lo menos de una visión jerarquizante, restrictiva y etnocéntrica de la cultura, con una escala de valores cuya “unidad de medida no medida” (16) no es otra que la “alta cultura” de la élite dominante. Pero, además, se trata de una visión naturalmente discriminatoria y virtualmente represiva, en la medida en que comporta una discriminación cultural homóloga a la discriminación de clases. (17)
Si nos referimos ahora a sus procesos y formas de institucionalización, esta cultura ha ido adquiriendo también un matiz fuertemente autoritario que contradice la vocación de libertad, pluralidad y dispersión que parece caracterizar al orden de la cultura.
Por lo que toca a los procesos de mercantilización, su efecto sobre el ámbito cultural ha sido doblemente negativo: por una parte, la desmoralización, en el sentido fuerte y etimológico del término, de los creadores (artistas, artesanos, campesinos, ministros de culto) o de los reveladores de cultura (fotógrafos, editores), que se convierten en simples productores de bienes culturales para el consumo, “del mismo modo que el obrero no calificado de una cadena de montaje de automotores”; (18) por otra, la tendencia a la “estandarización” de todas las culturas a escala internacional, que apunta a la cancelación de las diferencias locales, regionales y hasta nacionales. Se trata de una consecuencia natural de la lógica homogeneizante del valor de cambio que tiende a imponer en todas partes usos, consumos, formas de intercambio y modos de vida semejantes. En todas partes encontramos hoy en día las mismas formas de interés y beneficio, los mismos códigos de comercio, los mismos bancos, los mismos cheques, las mismas tarjetas de crédito, las mismas sociedades anónimas, los mismos sindicatos, las mismas asociaciones patronales, las mismas marcas registradas, los mismos estilos de vida y las mismas pautas de consumo. (19)
1- Ver, entre otros, A.L. Kroeber, Culture. A Critical Review of Concepts and Definitions, Vintage Books, Random House, Nueva York, 1965; Philipe Beneton, Histoire de mots: culture et civilisation, Presses de la Fondation Nationale de Sciences Politiques, París, 1975; autores varios, Europäische Schlüsserwörter, t. III, Kultur und Zivilisation, Max Hueber, Munich, 1967; R. Williams, Culture and Society : 1780–1950,