En efecto, para la antropología estructural francesa, que abrevó en la tradición de Durkheim y de Marcel Mauss, la cultura se define también como un sistema de reglas. Según Lévi–Strauss es la ausencia o la presencia de reglas lo que distingue a la naturaleza de la cultura. “Todo lo que en el hombre es universal pertenece al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad; mientras que todo lo que se halla sujeto a una regla pertenece al orden de la cultura y presenta los atributos de lo relativo y particular”. (39) La prohibición del incesto sería algo así como la franja fronteriza entre ambos órdenes, en la medida en que, sin dejar de ser una regla que comporta sanciones, participa también de la universalidad de la naturaleza en virtud de su presencia ubicua en la historia y en todos los grupos humanos hasta hoy conocidos.
Sin embargo, las “reglas” de los estructuralistas son bastante diferentes de las “normas” o “pautas” culturalistas.
En primer lugar, Lévi–Strauss distingue dos tipos o niveles de normatividad cultural. Por un lado están las leyes de orden que operan en “diferentes registros del pensamiento y de la actividad humanas”, (40) son de naturaleza inconsciente y se presentan como “invariantes a través de las épocas y de las culturas”. Estas leyes, que pueden considerarse como los universales de la cultura, definen a la Cultura, con mayúscula y en singular, como atributo distintivo de la condición humana. Por otro lado están las reglas de conducta, que en su mayor parte son también inconscientes y se caracterizan por su enorme variedad y diversidad. Son éstas las que definen a las culturas, así, en plural, como manifestaciones variadas y diversas de la misma condición humana. Ambos tipos de legalidad están relacionados entre sí, aunque operan en niveles diferentes de profundidad. Las “leyes de orden” subyacen a las “reglas de conducta” en la medida en que estas últimas no son más que manifestaciones diversificadas y pluralizadas de las primeras. Así, por ejemplo, la misma ley de la prohibición del incesto, que regula el intercambio de mujeres entre los grupos humanos y que se ha mantenido sin variación alguna a través de todas las épocas, se manifiesta bajo la variedad de las reglas de matrimonio documentadas por las creencias y las costumbres más diversas e incluso opuestas entre sí. De este modo, Lévi–Strauss cree haber superado la antinomia aparente entre la unicidad de la condición humana y la pluralidad inagotable de sus manifestaciones, que por mucho tiempo ha atormentado a la etnología. (41)
Pero hay más: Lévi Strauss ha vinculado explícitamente la cultura así entendida al mundo de los símbolos, y ha sido uno de los primeros en postular que la cultura pertenece íntegramente al orden simbólico. Y no hay que olvidar que para nuestro autor el símbolo no es simplemente algo superpuesto a lo social o una parte integrante del mismo sino un elemento constitutivo de la vida social y una dimensión necesaria de todas las prácticas humanas. Por eso afirmaba en una crítica a Mauss, que el problema crucial para el antropólogo no radica en investigar el origen social del simbolismo sino en entender el fundamento simbólico de la vida social. (42) A todo esto debe añadirse que Lévi–Strauss ha señalado con insistencia en sus últimos trabajos la lógica de distinción y de oposición inherente a la cultura en cuanto proceso simbólico. (43)
De este modo, Lévi–Strauss se constituye en uno de los precursores de lo que más adelante llamaremos “concepción simbólica” o “semiótica” de la cultura, y en cuanto tal, su obra marca una importante discontinuidad dentro de la tradición antropológica que estamos reseñando.
LA RELACIÓN ENTRE SOCIEDAD Y CULTURA
El planteamiento y la solución teórica de este problema ha sido un verdadero via crucis para la antropología cultural norteamericana.
En un primer momento prevalece la tendencia a acentuar hasta donde sea posible la distinción entre sociedad y cultura, con el propósito evidente de asegurar la autonomía de esta última y poder proporcionar un objeto propio y específico a la antropología cultural que la distinguiera de las demás disciplinas sociales.
Esta tendencia se inicia con Boas, quien defiende la tesis de la irreductibilidad de la cultura a condiciones extraculturales como podrían ser, por ejemplo, el ambiente geográfico, las características raciales o la estructura económica de los pueblos. Debe excluirse, por lo tanto, toda explicación de la cultura por referencia a una determinación extracultural.
Un discípulo de Boas, Robert H. Lowie, radicalizará esta tendencia planteando el famoso principio: omnis cultura ex cultura. (44) “Esto significa —explica el propio Lowie— que el etnólogo tendrá que dar cuenta de un determinado hecho cultural incorporándolo a un grupo de hechos culturales o detectando otro hecho cultural a partir del cual se habría generado el primero”. (45)
Pero es con Kroeber y su teoría de lo “superorgánico” cuando el esfuerzo por aislar y autonomizar los hechos culturales alcanza su máxima expresión. Este autor se apropia de la distinción spenceriana entre evolución inorgánica, orgánica y superorgánica para situar a la cultura en el plano de la última. La cultura, por lo tanto, no sólo sería irreducible a los fenómenos biológicos y psicológicos sino también a los sociales, en virtud de poseer una existencia y una dinámica interna que desborda la escala de los sujetos individuales. El autor da por sentado que la sociedad no es más que “un grupo organizado de individuos” (46) o, como dice Kluckhohn, “un grupo de personas que han aprendido a trabajar juntos”. (47)
Más tarde, Kroeber precisa de este modo su pensamiento: la realidad se constituye por la emergencia progresiva de niveles de organización de complejidad creciente. Estos niveles pueden ser aislados analíticamente mediante “procedimientos selectivos”. Pues bien, la cultura representa el nivel más elevado de complejidad de lo real, y si bien presupone la emergencia de lo orgánico, del individuo y de la organización social, constituye por su propia naturaleza un fenómeno superorgánico, supraindividual y, en cierto modo, suprasocial.
Estas ideas, recurrentes en autores posteriores como Linton y Herskovits, encuentran su formulación más acabada y sistemática en la contribución de Kluckhohn a la obra colectiva Hacia una teoría general de la acción editada por Parsons y Shils en 1951, y rematan en la famosa distinción parsoniana entre sistema de la personalidad, sistema social y sistema cultural. (48)
La tendencia que podríamos denominar “autonomicista” ha sido objeto de crítica por parte de la antropología británica y, en primer término, por Malinowski. Éste no sólo intenta reconducir la cultura a sus bases biológicas —contrariando la tesis de su carácter “superorgánico”— sino que también afirma una y otra vez la indisociabilidad entre cultura y sociedad y, por ende, entre análisis cultural y análisis social.
Para Malinowski la organización social “no puede comprenderse sino como parte de la cultura”, (49) por la sencilla razón de que aquélla no es más que “el modo estandarizado en que se comportan los grupos”. (50) Además, el carácter concertado del comportamiento social sólo puede comprenderse como “resultado de reglas sociales, es decir, de costumbres sancionadas con medidas explícitas u operantes en forma aparentemente automática”. (51) El sentido de esta argumentación es transparente: si la cultura consiste en reglas sociales o en modos estandarizados de comportamiento, entonces existe total indistinción entre sociedad y cultura, porque precisamente son esas reglas y esos modos estandarizados de comportamiento los que explican la organización social y la concertación de las conductas sociales. Entonces, es la misma cultura la que transforma a los individuos en grupos organizados y la que asegura a estos últimos “una