La situación señalada nos impone una doble tarea: por una parte una nueva revisión crítica del estatuto teórico del concepto de cultura en las principales corrientes o tradiciones de la antropología y de la sociología, y, por otra, la propuesta de un concepto de cultura que responda a las exigencias epistemológicas de coherencia y homogeneidad semántica, y a la vez esté suficientemente vinculado con la práctica científica para poder lograr un relativo consenso entre los científicos sociales. Esta doble tarea será el objeto específico de este capítulo introductorio.
ETIMOLOGÍA Y FILIACIÓN HISTÓRICA DEL TÉRMINO (4)
A pesar de que teóricamente se pueden distinguir los conceptos construidos de cultura por parte de las ciencias positivas de las nociones corrientes de la misma, consagradas por el uso común y las múltiples referencias filosófico–literarias del presente y del pasado, de hecho no se puede prescindir del todo de estas últimas cuando se trata de dilucidar el sentido y la intención profunda de los primeros.
En efecto, la historia de las ciencias nos demuestra que la filosofía y el sentido común han sido los grandes proveedores de la mayoría de los conceptos que circulan en el campo de las ciencias sociales y que, aun después de reconstruidos y reformulados por la teoría, con frecuencia no logran liberarse totalmente de sus connotaciones históricas y hasta políticas de origen. Tal ha sido el caso, por ejemplo, del concepto de ideología, que a pesar de haber sido reformulado una y otra vez por las más diferentes tradiciones teóricas, se resiste a cancelar su origen político y su connotación crítica. En las ciencias sociales, los conceptos teóricos más abstractos —producción, reproducción, estructura, clases sociales, etcétera— nos llegan siempre grávidos de historia y cargados de etimología.
De aquí la necesidad de incursionar brevemente en la etimología y la historia semántica del término cultura para comprender mejor la tradición y las premisas históricas a partir de las cuales ha sido adoptado y reconstruido de múltiples maneras por las ciencias sociales.
Veamos, en primer lugar, las posibilidades semánticas que nos ofrece el término en cuestión.
Como todo término sustantivado a partir de un verbo de acción, el término cultura admite dos grandes familias de acepciones: las que se refieren a la acción o proceso de cultivar (donde caben significados como formación, educación, socialización, paideia, cultura animi, cultura vitae), y las que se refieren al estado de lo que ha sido cultivado, que pueden ser, según los casos, estados subjetivos (representaciones sociales, mentalidades, buen gusto, acervo de conocimientos, habitus o ethos cultural en el sentido de Bourdieu, etcétera), o estados objetivos (como cuando se habla de “patrimonio” artístico, de herencia o de capital cultural, de instituciones culturales, de “cultura objetiva”, de “cultura material”).
Al parecer, inicialmente predomina el sentido activo del término, que hasta el siglo XV se aplica casi exclusivamente al cultivo de la tierra. (5) Sólo excepcionalmente encontramos el uso analógico referido al “cultivo” de las facultades o de las capacidades humanas, como en el caso de la cultura animi ciceroniana, con una connotación fuertemente selectiva, elitista e individualista. La agricultura constituye entonces el analogante principal —el “foro” de comparación— de toda la constelación de sentidos analógicos o derivados que históricamente se ha ido configurando alrededor del término cultura. (6)
En el siglo XVIII los filósofos alemanes confieren a la cultura un sentido totalizante que desborda el plano meramente individual o personal, definiéndola como un ideal de vida colectiva que abarca la totalidad de las acciones humanas (Herder), o como un vasto conjunto de rasgos histórico–sociales que caracteriza a una nación y garantiza la identidad colectiva de los pueblos (Fichte). (7)
Simultáneamente la burguesía triunfante promueve, bajo el nombre de civilidad o civilización, su propio ideal de progreso material, basado en valores utilitarios abonados por la revolución tecnológica e industrial. Se las concebía como un proceso paralelo al de la cultura, entendida en sentido más “espiritual”, es decir, como desarrollo ético, estético e intelectual de la persona o de la colectividad. De aquí la famosa dicotomía entre cultura y civilización, muy frecuentada por la filosofía alemana, que algunos autores han intentado incorporar a la sociología (8) y que ha transmigrado a la antropología bajo la forma de una problemática distinción entre “cultura ideal” y “cultura material”.
En el curso del mismo siglo XVIII se consuma el proceso de autonomización de la cultura, ya esbozado desde el siglo precedente: la cultura se constituye en un campo especializado y autónomo, valorado en sí y por sí mismo, independientemente de toda función práctica o social. Para comprender el carácter novedoso de este proceso debe tenerse en cuenta que en las sociedades preindustriales las actividades que hoy llamamos culturales se desarrollaban en estrecha continuidad con la vida cotidiana y festiva, de modo que resultaba imposible disociar la cultura de sus funciones práctico–sociales, utilitarias, religiosas, ceremoniales, etcétera. En cambio, según la concepción moderna la cualidad cultural se adquiere precisamente cuando la función desaparece. La cultura se ha convertido, por lo tanto, en una noción “autotélica”, centrada en sí misma. Por eso se le asocia invariablemente un aura de gratuidad, de desinterés y de pureza ideal.
La constitución del campo cultural como ámbito especializado y autónomo —concomitante con la aparición de la escuela liberal definida como “instrucción pública” o “educación nacional”— puede explicarse como un efecto más de la división social del trabajo inducida por la revolución industrial. No debe olvidarse que el industrialismo introdujo, entre otras cosas, la división tajante entre tiempo libre (el tiempo de las actividades culturales, por antonomasia) y tiempo de trabajo (el tiempo de la fabrilidad, de las ocupaciones “serias”). (9)
En concomitancia con el proceso de autonomización de la cultura, se eclipsan los sentidos activos del término y comienza a privilegiarse el sentido de un estado objetivo de cosas: “obras”, patrimonio científico y/o artístico–literario, acervo de productos de excepción. Surge de este modo la noción de “cultura–patrimonio”, entendida como un acervo de obras reputadas valiosas desde el punto de vista estético, científico o espiritual. Se trata de un patrimonio fundamentalmente histórico, constituido por obras del pasado, aunque incesantemente incrementado por las creaciones del presente.
El patrimonio así considerado posee un núcleo privilegiado: las bellas artes. De donde la sacrosanta ecuación: cultura = bellas artes + literatura + música + teatro.
La producción de los valores que integran este “patrimonio cultural” se atribuye invariablemente a “creadores” excepcionales por su talento, carisma o genio. Existe, en efecto, la persuasión generalizada de que la cultura entendida en este sentido sólo puede ser obra de unos pocos, de una minoría capaz de tematizar en la literatura y en el arte “las cuestiones centrales que afectan al destino de todos”. (10) En fin, se supone que la frecuentación de este patrimonio enriquece, perfecciona y distingue a los individuos, convirtiéndolos en “personas cultas”, a condición de que posean disposiciones innatas convenientemente cultivadas (como el “buen gusto”, por ejemplo) para su goce y consumo legítimos.
LAS TRES FASES DE LA CULTURA–PATRIMONIO
La cultura así autonomizada y definida ha ido pasando, según Hugues de Varine, por diferentes fases, antes de adquirir su configuración actual. (11)
La primera fase, que se despliega a lo largo de todo el siglo XIX, puede llamarse fase de codificación de la cultura. Ésta consiste en la elaboración progresiva de claves y de un sistema de referencias que permiten fijar y