El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
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su izquierda, las pasaderas enredadas daban latigazos y se soltaban, amenazando con desprenderse en cualquier momento. Se arriesgó a echar un rápido vistazo por encima del hombro. Sus perseguidores se les habían acercado tras sacar provecho de los problemas que estaban teniendo. Casi tenían a los alcaudones encima.

      —¡Mantenedlos a raya! —les gritó a los nómadas que estaban agachados en las portas de artillería, pero el viento se llevó sus palabras.

      Escaló el palo mayor por las clavijas de hierro hundidas en la madera, se apretó contra el grueso mástil para evitar que el viento lo arrancara de un soplo y lo lanzara al vacío. Su ropa de piloto de cuero, contribuía a protegerlo, pero incluso así el viento era despiadado, soplaba desde las montañas y asolaba la costa con corrientes gélidas y despiadadas. No miró atrás ni hacia las pasaderas. Los peligros eran evidentes y no podía hacer nada al respecto. Si las pasaderas se soltaban del todo antes de que llegara hasta ellas, podían asestarle tales latigazos que lo descuartizarían. Si los alcaudones se acercaban lo suficiente, lo arrancarían de la percha y se lo llevarían. No valía la pena invertir tiempo pensando en ninguna de esas posibilidades.

      De reojo, le pareció advertir un parpadeo oscuro. Por el rabillo del ojo vio otro que le pasaba cerca, veloz como un rayo. Otro hendió el aire. Eran flechas. Los buques enemigos estaban lo bastante cerca y podían usar ya los arcos. Tal vez, los mwellrets y los muertos vivientes no dominaban esas armas lo suficiente. Tal vez, parte de la suerte que lo había salvado en tantas otras ocasiones lo salvaría ahora.

      Quizá la suerte era todo lo que le quedaba.

      Por fin llegó a la punta del mástil y rodeó el penol hasta donde estaba atada la pasadera traidora. Se agarró a este con los dedos entumecidos y magullados, las fuerzas lo abandonaban a golpe de ráfaga glacial. En cubierta, los rostros de sus hombres alternaban de las alturas al objetivo: disparaban flechas a los alcaudones que se acercaban y luego alzaban la vista para comprobar cómo avanzaba su capitán. Advirtió la preocupación en esos rostros curtidos. «Bien», pensó. Sería una desgracia que no fueran a echarlo de menos.

      Un alcaudón se lanzó en picado hacia él mientras chillaba. Le clavó las garras en la espalda y le arrancó y desgarró el cuero. Un latigazo de dolor lo sacudió cuando las zarpas del ave le destrozaron la piel. Se soltó de un lado y por poco cayó; perdió pie, de modo que quedó colgando del penol agarrado solo con las puntas de los dedos. La vela se hinchó contra él como un globo y se apoyó en ella mientras hacía acopio de fuerzas. Mientras la tela lo rodeaba, otro alcaudón se lanzó hacia él, pero no llegó lo bastante cerca. Viró y se alejó, frustrado.

      «No te detengas —se dijo a pesar del cansancio y el dolor que lo embargaban—. ¡No te des por vencido!».

      Subió como pudo al penol y se arrastró hasta un extremo, se dejó caer con un balanceo sobre la percha y se deslizó bajando por la pasadera del centro del barco hasta el punto en el que se había enredado en la popa. Desenmarañaba los cabos con las botas a medida que descendía. Maltrecho y destrozado, pero aferrándose desesperado a ambos estayes, pidió ayuda a gritos a la tripulación. Dos marineros salieron de las troneras y se colocaron a ambos lados en cuestión de segundos, agarraron las pasaderas y las cobraron en los mismos tubos de disección de los que se habían soltado, ignorando a los alcaudones que se lanzaban en picado hacia ellos y la lluvia de flechas que disparaban los buques que los perseguían.

      Redden Alt Mer se desplomó sobre la cubierta, la espalda le ardía de dolor y la tenía mojada de sangre.

      —Creo que por hoy se han terminado las heroicidades, capitán —gruñó Britt Rill, que apareció de la nada y lo agarró de un brazo para ponerlo en pie—. Abajo se ha dicho.

      Alt Mer se opuso, pero tenía la garganta tan seca que era incapaz de pronunciar palabra. Peor: las fuerzas lo habían abandonado por completo. Lo único que podía hacer era seguir en pie, y solo con la ayuda de Rill. Lo miró y asintió. Había hecho todo lo que había podido. El resto ya era cosa de la nave, y habría apostado por ella en cualquier carrera.

      Bajo la cubierta, Britt Rill lo ayudó a desnudarse y le limpió y curó las heridas.

      —¿Es muy grave? —preguntó Redden Alt Mer con la cabeza inclinada hacia delante, los brazos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, con todo el cuerpo en tensión debido al dolor—. ¿Me ha desgarrado los músculos?

      —No, no es tan grave, capitán —le respondió el otro en voz baja—. Tan solo son unos cuantos cortes profundos que os darán historias que contar a vuestros nietos, en caso de los tengáis algún día.

      —Ni hablar.

      —Y el mundo os lo agradece, supongo.

      Rill les aplicó un ungüento a las heridas, las vendó con tiras de algodón, les echó un buen chorro del pellejo de cerveza que llevaba a la cintura y dejó que el otro decidiera por sí mismo qué hacer ahora.

      —Los demás me necesitan —dijo Rill mientras salía por la puerta del camarote.

      «Y a mí», pensó Alt Mer. Sin embargo, no se movió de inmediato. Se quedó sentado en la cama durante varios minutos más mientras escuchaba el viento que repiqueteaba contra la ventana, que tenía los postigos cerrados, y notaba el movimiento de la nave. Gracias al balanceo y a cómo planeaba, sabía que hacía lo que debía, que había suficiente energía de nuevo para mantenerla en el aire y en movimiento. No obstante, la batalla todavía no había terminado. Sus perseguidores, poseedores de una magia tan poderosa como para controlar alcaudones y comandar a muertos vivientes, no se darían por vencidos con facilidad.

      Al cabo de unos minutos, subió a cubierta, con el cuero desgarrado colocado de nuevo en su lugar. En cuanto salió a merced del viento, echó un vistazo en derredor unos instantes para comprobar su posición, luego se dirigió hasta la cabina del piloto y se colocó junto a Spanner Frew. Satisfecho con dejar que el maestro de aja los guiara, no le pidió que le devolviera el timón. Durante unos minutos observó la nube de siluetas negras que todavía los perseguían, pero que empezaban a difuminarse entre la niebla. Incluso los alcaudones parecían haber abandonado la caza.

      Spanner Frew lo miró, tomó nota de las condiciones del capitán y no dijo nada. El aspecto del capitán nómada no invitaba a la conversación.

      Alt Mer alzó los ojos al cielo que los rodeaba. Todo eran tonos grises y niebla, con franjas más oscuras que anunciaban lluvia. Las montañas se alzaban amenazadoras a ambos lados mientras se adentraban en la península, hacia los glaciares que debían atravesar para llegar hasta Rue y los demás.

      Entonces, divisó un grupo de puntos negros desperdigados ante ellos, por el lado de estribor, donde la costa se curvaba hacia el interior en una serie de calas profundas.

      —¡Barbanegra! —le dijo al oído mientras le tiraba del hombro y señalaba hacia delante.

      Spanner Frew miró donde le indicaba. Los puntos de enfrente cobraron forma y les salieron alas y velas.

      —¡Más! —gruñó el hombretón, con un ligero rastro de incredulidad en la voz—. Y también alcaudones, si no me engaña la vista. ¿Cómo nos han adelantado?

      —¡Los alcaudones conocen la costa y los acantilados mejor que nosotros! —Alt Mer tenía que esforzarse para oír por encima del rugido del viento—. Han encontrado una vía para cortarnos el paso. Si mantenemos el rumbo, nos atraparán. Tenemos que adentrarnos más en la península y hay que hacerlo ya.

      Su compañero echó un vistazo a las montañas envueltas en niebla.

      —Si nos dirigimos hacia allí con esta niebla, nos estamparemos.

      Alt Mer le sostuvo la mirada.

      —No tenemos otra opción. Dame el timón. Adelántate y hazme señales cuando creas que lo necesito. Pero no hagas ningún ruido, la voz nos delataría. Hazlo lo mejor que puedas y evita que nos despeñemos.

      Tras haber reparado las pasaderas rotas y haberse desecho de los destrozos, la tripulación estaba atenta junto a los cabos. Spanner Frew