El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
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eran cómplices de un crimen atroz.

      Ambos eran participantes silenciosos de la perpetración de un daño monstruoso.

      Sen Dunsidan ayudó a corromper a muchos hombres que se dirigieron a su destrucción sin nada con lo que poder defenderse, engañados con las palabras vacías de un político y sus miradas tranquilizadoras. No sabía cómo lo había conseguido. No sabía cómo había sobrevivido a lo que todo ese horror le había hecho sentir. Cada vez que la mano del Morgawr emergía húmeda y goteando tras terminar otro festín, el ministro de Defensa creía que saldría corriendo y gritando. Sin embargo, la presencia de la muerte era tan sobrecogedora que trascendía cualquier otra cosa durante las terribles horas que duró aquello, y lo paralizaba. Mientras el Morgawr se daba un atracón, Sen Dunsidan observaba, incapaz de desviar la mirada.

      Hasta que, por fin, el Morgawr estuvo saciado.

      —Ya es suficiente por ahora —siseó, empachado y borracho de vidas arrebatadas—. Mañana por la noche, ministro, terminaremos lo que hemos empezado.

      Se levantó, se alejó y se llevó la muerte hacia la noche hasta convertirse en una sombra que arrastra el viento.

      Llegó el amanecer y un nuevo día, pero Sen Dunsidan no lo vio. Se encerró y no salió. Se quedó tendido en su dormitorio y trató de deshacerse de la imagen de la mano del Morgawr. Dormitó y trató de olvidar el modo en que se le erizaba la piel al oír el mínimo sonido de voz humana. Había quien preguntaba por su salud. Se requería su presencia en las salas del Consejo. La votación para el cargo de primer ministro era inminente. Se buscaba algún tipo de seguridad. Pero a Sen Dunsidan ya no le importaba. Ojalá nunca se hubiera puesto en esta posición. Ojalá estuviera muerto.

      Al anochecer, quien estaba muerto era el carcelero. Incluso a pesar de la dura vida que había tenido y la resistencia de su mente, no había sido capaz de soportar lo que había presenciado. Cuando nadie lo vio, bajó hasta las profundidades de la prisión y se colgó en una celda vacía.

      ¿O lo había hecho otro? Sen Dunsidan no estaba seguro. Tal vez se trataba de un asesinato enmascarado de suicidio. Quizá el Morgawr no quería que el carcelero siguiera viviendo.

      Tal vez Sen Dunsidan era el siguiente.

      Pero ¿qué podía hacer para salvarse?

      El Morgawr regresó a medianoche y, de nuevo, Sen Dunsidan lo acompañó a las prisiones. Esta vez, Dunsidan despachó al nuevo carcelero y se encargó él mismo del trabajo superfluo. A estas alturas, ya se había insensibilizado, se había hecho inmune a los gritos, a la mano humeante y mojada, a los gruñidos de horror de los hombres y a los suspiros de satisfacción del Morgawr. Ya no formaba parte de aquello; se había retraído en otra parte, en un lugar tan lejano que lo que ocurría allí, en ese lugar durante esa noche, no significaba nada. Al alba, habría terminado y, cuando hubiera acabado, Sen Dunsidan se convertiría en otro hombre con otra vida. Se sobrepondría a esta situación y la olvidaría. Empezaría de nuevo. Se reharía a sí mismo de un modo que lo libraría del daño que había cometido y de las atrocidades a las que había contribuido. No sería tan difícil. Era lo que hacían los soldados cuando regresaban a casa tras la guerra. Así era como una persona olvidaba lo imperdonable.

      Más de doscientos cincuenta hombres entraron en esa sala y perdieron la vida que habían conocido. Desaparecieron como si se hubieran convertido en humo. El Morgawr los transformó en seres muertos que todavía respiraban, en criaturas que habían perdido cualquier sentido de identidad y de objetivo en la vida. Los desvirtuó, los transfiguró en seres inferiores a un perro y ni siquiera lo sabían. Los convirtió en la tripulación de sus aeronaves y se los llevó para siempre. A todos, hasta el último. Sen Dunsidan no los volvió a ver jamás.

      En cuestión de días, consiguió las aeronaves que el Morgawr le había pedido y se las entregó para cumplir con su parte del trato. Al cabo de una semana, el Morgawr había desaparecido de su vida tras los pasos de Ilse la Hechicera, en busca de venganza. A Sen Dunsidan no le importaba. Ojalá se destruyeran el uno al otro. Rezó para que no volver a verlos jamás.

      Con todo, las imágenes no se esfumaron con él, evocadoras, inquietantes y terribles. Era incapaz de borrarlas de su mente. Era incapaz de sobreponerse al horror. Nunca las relegaba lo suficiente, nunca desaparecían de su vista. Sen Dunsidan no durmió durante semanas. No volvió a disfrutar de un momento de tranquilidad.

      Se convirtió en el primer ministro del Consejo de la Coalición de la Federación, pero había perdido el alma.

      3

      Ahora, meses más tarde y a miles de kilómetros de la costa del continente de Parcasia, la flota reunida por Sen Dunsidan, bajo la comandancia del Morgawr y sus mwellrets, y compuesta por la tripulación de muertos vivientes se materializó entre la neblina y se acercó a la Jerle Shannara. De pie en medio del barco, ante la barandilla de babor, Redden Alt Mer observaba el grupo de cascos negros y velas que llenaban el horizonte oriental como eslabones que conforman la cadena que los rodeaba.

      —¡Soltad amarras! —espetó el capitán nómada a Spanner Frew, a la vez que levantaba el catalejo por enésima vez para asegurarse de lo que veía.

      —¡No está lista! —soltó a su vez el maestro de aja.

      —Está tan lista como debería. ¡Da la orden!

      Barrió las naves que se acercaban con el catalejo. No llevaban insignia ni bandera. Eran buques de guerra sin marcas en una tierra que, hasta hacía unas semanas, nadie conocía. Enemigos, pero ¿de quién? Debía asumir lo peor: que los navíos los perseguían. ¿Ilse la Hechicera habría traído refuerzos además de la Fluvia Negra, naves que se habían mantenido lejos de la costa hasta ahora mientras aguardaban a que la bruja los llamara?

      Spanner Frew gritaba a la tripulación y los ponía a todos en movimiento. Como Furl Hawken estaba muerto y Rue Meridian se había adentrado en el continente, no quedaba nadie más para ocupar el cargo de primer oficial. Nadie se lo cuestionó. Todos habían visto los buques. Las manos, obedientes, agarraron cabos y cabrestantes, soltaron amarras y la Jerle Shannara recuperó la libertad. Los nómadas comenzaron a cazar las pasaderas de radián y los acolladores. De este modo izaron las velas hasta las puntas de los mástiles, donde tomaban mejor el viento y captaban la luz. Conocedor de lo que se encontraría, Redden Alt Mer echó un vistazo en derredor. Contaba con ocho tripulantes, incluido Spanner y él mismo. No era suficiente, ni con mucho, para tripular un navío de guerra como la Jerle Shannara, y todavía menos para presentar batalla. Tendrían que huir y a toda prisa.

      Corrió hasta la cabina del piloto y los mandos; las botas resonaban por la cubierta de madera.

      —¡Descapotad los cristales! —gritó a Britt Rill y a Jethen Amenades cuando pasó volando ante ellos—. ¡El de proa a estribor no! Dejadlo encapotado. ¡Solo los de popa y los de en medio del barco!

      No disponían de un cristal diapsón funcional en el tubo de disección de proa en el lado de babor, de modo que, para equilibrar la pérdida de energía de la izquierda, se veía obligado a mantener encapotado su opuesto. Les reduciría la energía un tercio, pero incluso en estas condiciones, la Jerle Shannara era lo bastante rápida.

      Spanner Frew se colocó a su lado, tras trastabillar entre el mástil principal y el armero.

      —No lo sé, Barbanegra, pero dudo que sean nuestros aliados.

      Abrió los cuatro tubos de disección que tenía disponibles y transportó la energía de las pasaderas hasta los cristales. La Jerle Shannara dio una sacudida y tomó altura cuando empezó a convertir la luz ambiental en energía, pero el capitán nómada vio que iban demasiado lentos para escapar con seguridad. Casi tenían a los buques invasores encima: conformaban una colección peculiar, eran de todo tipo de formas y tamaños, ninguno era reconocible excepto por su diseño general. Advirtió que era un grupo heterogéneo: la mayor parte habían sido construidos por nómadas, pero había unos pocos de factura élfica. ¿De dónde habían salido? Veía las