El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
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debilucho y un cretino; si pensaba que también era inútil, se desharía de él en un abrir y cerrar de ojos. Mientras andaba a un ritmo constante, con largas zancadas y respirando profundamente, Sen Dunsidan hizo acopio de valor y determinación. «Recuerda quién eres —se dijo—. Recuerda lo que está en juego».

      A su lado avanzaba el Morgawr, sin mirarlo, sin hablar con él, sin dar señales de que tenía interés en él.

      Las prisiones se erigían en el extremo occidental de los barracones del ejército de la Federación, cerca de las aguas rápidas del Rappahalladran. Conformaban una colección oscura y formidable de torres y muros de piedra picada. Hendiduras estrechas hacían las veces de ventanas y pinchos de hierro coronaban los parapetos. Sen Dunsidan, como ministro de Defensa, visitaba las prisiones con regularidad y había oído las historias. Nadie había conseguido escapar. De vez en cuando, los encarcelados encontraban el modo de llegar hasta el río, con la esperanza de nadar hasta la otra orilla y huir a través del bosque. Nadie lo lograba. Las corrientes eran traicioneras e impetuosas. Tarde o temprano, el río arrastraba los cuerpos hasta la orilla y los colgaban de los muros para que los demás integrantes de las prisiones los vieran.

      A medida que se acercaban, Sen Dunsidan reunió la determinación suficiente para acercarse al Morgawr.

      —¿Qué pretendéis hacer cuando entremos? —preguntó, en un esfuerzo por mantener un tono de voz firme—. Necesito saber qué decir si queréis evitar que hipnotice a toda la guarnición.

      El Morgawr soltó una leve carcajada.

      —¿Habéis recuperado un poco de vuestro aplomo habitual, ministro? Muy bien. Pues quiero una estancia en la que poder hablar con los posibles miembros de mi tripulación. Quiero que me los traigan uno por uno, empezando con un capitán o alguien con autoridad. Y quiero que estéis presente para ver qué ocurre.

      Dunsidan asintió mientras trataba de no pensar en qué quería decir con eso.

      —La próxima vez, ministro, pensáoslo dos veces antes de hacer una promesa que no pretendéis cumplir —siseó el otro, con voz áspera y tensa—. No tengo paciencia con los mentirosos y los cretinos. No me parecéis ni lo uno ni lo otro, pero bien es cierto que sois bueno en convertiros en quien necesitáis ser cuando tratáis con otros, ¿verdad?

      Sen Dunsidan no dijo nada; no había nada que añadir. Se centró en lo que haría una vez entraran en las prisiones. Ahí, dominaría más la situación, estaría en un terreno más conocido. Ahí, podría hacer más para demostrar su valía a esa criatura monstruosa.

      El guardia de la puerta los dejó entrar sin preguntar al reconocer a Sen Dunsidan al instante. Se pusieron en posición de firmes y descorrieron los cerrojos de las puertas. Dentro olía a humedad, a podredumbre y a excrementos humanos, nauseabundos y repugnantes. Sen Dunsidan pidió al oficial de servicio una sala de interrogación específica, una que conocía bien, que estaba alejada de todo, situada en las profundidades de las prisiones. Un carcelero los condujo por un largo pasillo hasta la sala que había pedido, una estancia grande con paredes llenas de humedad y un suelo que se había combado. Una mesa que tenía cadenas de hierro y abrazaderas ocupaba el centro de la habitación. A un lado, un aparador de madera lleno de instrumentos de tortura colgaba de una pared. Una sola lámpara de aceite iluminaba la penumbra.

      —Esperad aquí —dijo Sen Dunsidan al Morgawr—. Dejad que persuada a los hombres adecuados para que vengan.

      —Empezad con uno —ordenó el Morgawr y se alejó hacia las sombras.

      Sen Dunsidan titubeó, luego salió por la puerta con el carcelero. Este era un hombre grande y deforme que había servido siete periodos marciales en el frente, un soldado de toda la vida en el ejército de la Federación. Tenía cicatrices tanto físicas como emocionales: había sido testigo y había sobrevivido a atrocidades que habrían destruido la psique de otros hombres. Nunca hablaba, pero sabía de sobra qué ocurría y parecía no estar preocupado. Sen Dunsidan lo había usado alguna vez para interrogar a prisioneros contumaces. Al hombre se le daba bien infligir dolor e ignorar a quien le suplicaba piedad, tal vez era mejor todavía a la hora de mantener la boca cerrada.

      Por extraño que pareciera, el ministro nunca lo había llamado por su nombre. Aquí, todo el mundo lo llamaba Carcelero, como si el título de por sí fuera nombre suficiente para un hombre que se dedicaba a esto.

      Recorrieron muchos pasadizos y cruzaron unas cuantas puertas hasta llegar al lugar donde se encontraban las celdas principales. Las más grandes encerraban a los prisioneros apresados en el Prekkendorran. Algunos conseguirían su libertad a cambio de un rescate o se intercambiarían con prisioneros que tenían los nacidos libres. Algunos morirían aquí. Sen Dunsidan indicó al carcelero con una señal la celda que albergaba a aquellos que llevaban más tiempo presos.

      —Ábrela.

      El carcelero obedeció sin mediar palabra.

      Sen Dunsidan sacó una antorcha del tedero de la pared.

      —Cierra la puerta cuando entre. No la abras hasta que te lo indique—ordenó.

      Entonces, con audacia, entró.

      La celda era grande, húmeda y la inundaba el olor de los hombres encerrados. Cuando entró, un montón de cabezas se volvieron a la vez. La misma cantidad de cuerpos se incorporaron en los camastros sucios que había en el suelo. Otros hombres se removían a intervalos. La mayoría siguieron durmiendo.

      —¡Despertad! —les espetó.

      Sostuvo la antorcha de forma que vieran quién era y luego la metió en un montante que había en la pared junto a la puerta. Los hombres se levantaron mientras intercambiaban susurros y gruñidos. Esperó hasta que se despertaron todos, un grupo harapiento de ojos muertos y rostros destrozados. La mayor parte había perdido cualquier esperanza de salir de allí. Los ruiditos de sus movimientos hacían eco en ese silencio profundo e impuesto, recordatorio constante de lo indefensos que estaban.

      —Sabéis quién soy —les dijo—. He hablado con muchos de vosotros. Hace mucho que estáis aquí, demasiado. Y os voy a ofrecer a todos la oportunidad de salir. No para volver a luchar en la guerra. Tampoco para iros a casa, al menos no durante un tiempo. Pero estaríais fuera de estos muros y a bordo de una aeronave. ¿Os interesa?

      El hombre que esperaba que hablara en nombre de los demás dio un paso adelante.

      —¿Qué pretendéis?

      Se llamaba Darish Venn. Era un fronterizo que había capitaneado una de las primeras naves de los nacidos libres que luchó en el Prekkendorran. Había destacado en batalla muchas veces antes de que su nave se precipitara y lo capturaran. Los otros hombres lo respetaban y confiaban en él. Como oficial superior, los había dividido en grupos y les había asignado posiciones, insignificantes para los que eran hombres libres, pero de importancia crucial para los que estaban encerrados.

      —Capitán. —Sen Dunsidan lo saludó con un asentimiento de cabeza—. Necesito hombres para emprender un viaje al otro lado del Confín Azul. Una larga travesía, de la que algunos no regresarán. No os voy a negar que encierra peligros. No tengo marineros de sobra para asignarles esta misión, ni el dinero para contratar mercenarios nómadas. Pero la Federación puede prescindir de vosotros. Soldados de la Federación acompañarán a quienes accedan a las condiciones que os presento, de modo que se os ofrecerá algo de protección y se impondrá orden. Sobre todo, saldréis de aquí y no tendréis que volver. El viaje os llevará un año, tal vez dos. Seréis vuestra propia tripulación, vuestra propia compañía, siempre y cuando hagáis lo que se os ordena.

      —¿Por qué nos ofrecéis esto ahora, después de tanto tiempo? —preguntó Darish Venn.

      —Eso no os lo puedo decir.

      —¿Por qué deberíamos confiar en vos? —inquirió otro con descaro.

      —¿Por qué no? ¿Qué diferencia hay, si os saca de aquí? Busco marineros dispuestos a emprender una travesía. Y vosotros queréis la libertad. Me parece que este trato es aceptable para ambas partes.

      —¡Podríamos