El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
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pero ¿qué consecuencias tendría? Además, ¿creéis que bajaría aquí y me expondría al peligro sin protección?

      Se produjo un rápido intercambio de susurros. Sen Dunsidan se mantuvo firme y no alteró su expresión impasible. Se había expuesto a mayores peligros que este y no tenía miedo de esos hombres. Las consecuencias de no lograr hacer lo que el Morgawr le había pedido lo asustaban en extremo.

      —¿Nos queréis a todos? —preguntó Darish Venn.

      —Todos los que elijan venir. Si os negáis, os quedáis aquí. La elección es vuestra. —Hizo una pausa un momento, como si se lo pensara. Su perfil leonino se recortó contra la luz y una expresión meditabunda se adueñó de sus facciones marcadas—. Haré un trato con vos, capitán. Si lo deseáis, os enseñaré un mapa del lugar al que vamos. Si aprobáis lo que veis, os enroláis al momento. Si no, podéis volver y contárselo a los demás.

      El fronterizo asintió. Tal vez estaba demasiado agotado y el encarcelamiento lo había embotado de tal modo que no se lo estudió a conciencia. Tal vez estaba desesperado por encontrar una escapatoria.

      —De acuerdo, iré.

      Sen Dunsidan dio unos golpes en la puerta y el carcelero la abrió. Hizo señas al capitán Venn para que cruzara primero, y luego salió de la celda tras él. El carcelero cerró la puerta con llave y Dunsidan oyó unos pasos que correteaban cuando los prisioneros se parapetaron contra la puerta para escuchar.

      —Al final del pasillo, capitán —le informó en voz alta para que lo oyeran—. Os serviré un vaso de cerveza también.

      Recorrieron el pasillo hasta la sala donde aguardaba el Morgawr; los pasos resonaban en el silencio. Nadie abrió la boca. Sen Dunsidan miró al fronterizo de soslayo. Era un hombre grande, alto y de espaldas anchas, aunque caminaba encorvado y había adelgazado debido al encarcelamiento, tenía el rostro esquelético y la piel pálida y recubierta de llagas y suciedad. Los nacidos libres habían intentado ofrecer un trato por su libertad muchas veces, pero la Federación era consciente del valor que tenían los capitanes de aeronaves y prefería mantenerlo encerrado y lejos del campo de batalla.

      Cuando llegaron a la sala donde esperaba el Morgawr, Sen Dunsidan abrió la puerta para que pasara Venn, le indicó con un gesto al carcelero que esperara fuera y cerró la puerta tras de sí. El fronterizo echó un vistazo a los instrumentos de tortura y a las cadenas y luego miró a Dunsidan.

      —¿De qué va esto?

      El ministro de Defensa se encogió de hombros y le ofreció una sonrisa que pretendía desarmarlo.

      —Ha sido lo mejor que he podido encontrar. —Señaló uno de los taburetes de tres patas que había bajo la mesa—. Siéntate, vamos a charlar.

      No había ni rastro del Morgawr. ¿Se habría ido? ¿Habría decidido que todo aquello era una pérdida de tiempo y que sería mejor hacerse cargo de las cosas él solo? Durante unos segundos, Sen Dunsidan fue presa del pánico. Pero entonces vio que algo se movía entre las sombras; bueno, notó» sería más pertinente que «vio».

      Se dirigió al extremo de la mesa opuesto a Darish Venn, de modo que atraía la atención del capitán y la alejaba de la oscuridad que se arremolinaba tras él.

      —El viaje nos conducirá bastante lejos de las Cuatro Tierras, capitán. —Adoptó una expresión seria. Tras Venn, el Morgawr comenzó a materializarse—. Serán necesarios muchos preparativos. Alguien con tu experiencia no tendrá ningún problema para llenar de provisiones las naves que pretendemos llevarnos. Creo que serán necesarias una docena o más.

      El Morgawr, enorme y negro, salió con sigilo de las sombras y se acercó a Venn por la espalda. El fronterizo no lo oyó ni lo percibió, por lo que no dejó de mirar a Sen Dunsidan.

      —Por supuesto, dirigirás a tus hombres, decidirás quiénes realizarán las tareas…

      Una mano emergió de los ropajes negros del Morgawr, nudosa y cubierta de escamas. Se cerró sobre la nuca de Darish Venn y el capitán de aeronaves soltó un grito ahogado. Se revolvió y retorció para tratar de liberarse, pero el Morgawr lo agarraba con firmeza. Sen Dunsidan retrocedió, las palabras se le truncaron mientras contemplaba la lucha. Darish Venn tenía los ojos clavados en él, llenos de furia y de impotencia. La otra mano del Morgawr apareció, resplandeciente con un halo verdoso y siniestro. Despacio, esa garra se dirigió hasta la parte trasera de la cabeza del fronterizo. Sen Dunsidan contuvo el aliento. Los dedos se alargaron, le tocaron el pelo y luego la carne.

      Darish Venn chilló.

      Los dedos se introdujeron en la cabeza tras atravesar el pelo, la piel y el hueso como si de arcilla blanda se tratara. A Sen Dunsidan se le formó un nudo en la garganta y se le encogió el estómago. El Morgawr había penetrado hasta el interior del cráneo y lo revolvía despacio, como si buscara algo. El capitán había dejado de gritar y de revolverse. La luz le había desaparecido de la mirada y el rostro se le había quedado flácido. Tenía un aspecto apagado e inerte.

      El Morgawr retiró la mano del interior de la cabeza del fronterizo y, cuando la volvió a esconder bajo los ropajes negros, estaba mojada y humeaba. El Morgawr respiraba tan fuerte que Sen Dunsidan lo oía: era una suerte de jadeo extasiado, plagado de ruiditos de satisfacción y placer.

      —No podéis saber, ministro —susurró—, lo bien que sienta alimentarse de la vida de otro. ¡Qué gozo!

      Dio un paso atrás y soltó a Venn.

      —Ya está. Hecho. Ahora es nuestro, hará lo que queramos. Es un muerto viviente sin voluntad propia. Hará todo lo que se le ordene. Conserva sus habilidades y su experiencia, pero ya no piensa por sí mismo. Una herramienta muy útil, ministro. Miradlo bien.

      A regañadientes, Sen Dunsidan lo hizo. No era una invitación; era una orden. Observó los ojos vacíos y sin vida del otro y su repugnancia dio paso al horror cuando vio que perdían el color y la nitidez y se volvían lechosos y huecos. Dio la vuelta a la mesa con cautela, en busca de la herida que debía haber en la parte trasera de la cabeza del fronterizo, donde el Morgawr había metido la garra. Para su sorpresa, no había ninguna; el cráneo estaba intacto. Era como si no hubiera ocurrido nada.

      —Ponedlo a prueba, ministro —dijo el Morgawr entre risas—. Ordenadle que haga algo.

      Sen Dunsidan se esforzó por mantener la compostura.

      —En pie —le ordenó a Darish Venn con una voz que apenas reconocía como propia.

      El fronterizo se levantó. No miró a Sen Dunsidan en ningún momento ni dio señales de saber qué ocurría. Sus ojos siguieron blancos y vacíos, y su rostro, desprovisto de toda expresión.

      —Es el primero, pero el primero de muchos —siseó el Morgawr, ahora con tono ansioso e impaciente—. Nos espera una larga noche. Idos, traedme otro. ¡Ya tengo ganas de carne fresca! ¡Venga! Traedme seis, pero que entren uno por uno. ¡Venga, rápido!

      Sen Dunsidan salió de la sala sin mediar palabra. Tenía grabada a fuego la imagen de la mano escamosa humeante y mojada con materia gris humana y no podía sacársela de la cabeza.

      Esa noche, llevó más hombres a la sala, tantos que perdió la cuenta. Los llevaba en grupos pequeños y los hacía entrar de uno en uno. Contemplaba cómo el Morgawr les profanaba el cuerpo y les destruía la mente. Se quedaba quieto, sin mover un dedo por ayudarles mientras estos dejaban de ser hombres y se convertían en meros receptáculos huecos. Era extraño, pero después de Darish Venn, era incapaz de recordar sus rostros. Para él, todos eran lo mismo. Eran el mismo hombre.

      Cuando la sala estaba demasiado llena, se le ordenó que los condujera fuera y se los entregara al carcelero para que los colocara en una estancia más espaciosa. El carcelero los llevó sin hacer ningún comentario, sin siquiera mirarlos. Sin embargo, en una ocasión, tal vez cuando ya llevaban unos cincuenta, Sen Dunsidan se topó, en ese rostro destrozado y de mirada dura, con una expresión que le rompió el corazón. Los ojos reflejaban culpa y acusación, horror, desesperación y, sobre