El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
Скачать книгу
rostro volvió a mudar. Otro ocupó su lugar, el semblante de un hombre joven, pero no era el de alguien que Sen Dunsidan conociera. No tenía nada notable, era tan anodino que era fácil de olvidar, desprovisto de cualquier rasgo interesante o memorable.

      —¿Soy así de verdad, ministro? ¿Es este mi verdadero rostro? —Hizo una pausa—. ¿O en realidad soy así?

      El rostro titiló y se convirtió en algo monstruoso, un semblante reptiliano con un morro romo y hendiduras en lugar de ojos. Unas escamas rugosas y grises cubrían ese rostro curtido y una boca ancha y dentada se abrió para dejar al descubierto unos dientes muy afilados. La mirada penetrante, cargada de odio y veneno, refulgió con un ardor verdoso.

      El intruso volvió a cubrirse con la capucha y su semblante desapareció entre la oscuridad. Sen Dunsidan se quedó inmóvil en la silla. Era plenamente consciente de lo que se le había revelado: este hombre dominaba una magia muy poderosa. Como mínimo, era capaz de cambiar de forma y era muy probable que pudiera hacer mucho más. Era un hombre que disfrutaba de los excesos del poder tanto como el ministro de Defensa y que lo usaría voluntad para conseguir lo que quería.

      —Os he dicho que somos parecidos, ministro —susurró el intruso—. Ambos parecemos una cosa cuando en realidad somos otra. Sé cómo sois. Os conozco tanto como me conozco a mí mismo. Haríais cualquier cosa para amasar más poder dentro de la jerarquía de la Federación. Os dais el gusto de cosas que están prohibidas para otros hombres. Ansiáis lo que no podéis tener y conspiráis para apoderaros de ello. Sonreís y fingís amistad cuando, en realidad, sois la serpiente que vuestros enemigos temen.

      Sen Dunsidan no alteró su sonrisa de político. ¿Qué demonios quería esa criatura de él?

      —No os lo digo para haceros enfadar, ministro, sino para asegurarme de que no confundís mis intenciones. He venido a ayudaros a satisfacer vuestras ambiciones a cambio de la ayuda que me podéis prestar. Quiero perseguir a la bruja. Quiero estar presente cuando se enfrente al druida, como sé que ocurrirá. Quiero atraparla con la magia que está buscando, porque pretendo arrebatársela y luego quitarle la vida. Sin embargo, para conseguirlo, necesitaré una flota de aeronaves y su correspondiente tripulación.

      Sen Dunsidan lo miró de hito en hito: no se lo podía creer.

      —Lo que me pedís es imposible.

      —Nada es imposible, ministro. —Los ropajes negros se agitaron con un suave frufrú cuando el intruso cruzó la estancia—. ¿Acaso lo que pido es más imposible que lo que queréis?

      El ministro de Defensa vaciló.

      —¿Y qué es lo que quiero?

      —Convertiros en primer ministro. Tomar el control del Consejo de la Coalición de una vez por todas. Gobernar la Federación y, al hacerlo, regir las Cuatro Tierras.

      Los pensamientos se agolparon en la cabeza de Sen Dunsidan, pero, al final, solo predominó uno. El intruso tenía razón. Sen Dunsidan haría cualquier cosa para convertirse en primer ministro y controlar el Consejo de la Coalición. Ilse la Hechicera incluso conocía esa ambición, aunque nunca la había verbalizado de ese modo, de una forma que sugería que podía llegar a hacerse realidad.

      —Ambas me parecen imposibles —respondió con cautela.

      —No estáis viendo lo que trato de deciros —empezó el intruso—. Os estoy explicando por qué yo sería un mejor aliado que la brujita. ¿Qué se interpone entre vos y vuestro objetivo? ¿El primer ministro, que es fuerte y tiene una salud de hierro? Cumplirá un mandato que durará años antes de dimitir. ¿El sucesor que ha elegido, el ministro de Hacienda, Jaren Arken? Es un hombre más joven que vos e igual de poderoso y despiadado. Aspira a convertirse en ministro de Defensa, ¿verdad? Trata de arrebataros vuestra posición en el Consejo.

      Un acceso de furia poseyó a Sen Dunsidan al oírlo. Sí, todo era cierto. Arken era su peor enemigo, un hombre tan poco fiable y esquivo como una serpiente, de sangre fría y reptiliano de pies a cabeza. Lo quería muerto, pero todavía no había atinado con el modo de hacerlo. Le había pedido ayuda a Ilse la Hechicera, pero por muchos tipos distintos de favores que ella estuviera dispuesta a intercambiar, siempre se había negado a matar para él.

      —¿Cuál es vuestra oferta, Morgawr? —le pidió sin rodeos, cansado de ese juego.

      —La siguiente: mañana por la noche, los hombres que se interponen en vuestro camino desaparecerán. No os veréis implicados en ninguna culpa ni sospecha. La posición que tanto ansiáis quedará libre para que os apoderéis de ella. Nadie se enfrentará a vos. Nadie cuestionará vuestro derecho a gobernar. Esto es lo que puedo ofreceros. A cambio, debéis hacer lo que os pido: darme naves y los hombres para tripularlas. Un ministro de Defensa puede hacerlo, y más si va a convertirse en primer ministro.

      La voz del otro se volvió un susurro:

      —Aceptad la colaboración que os ofrezco, de modo que no solo podamos cooperar ahora, sino que podamos ayudarnos el uno al otro cuando sea necesario.

      Sen Dunsidan dedicó unos minutos a plantearse lo que le pedía. Ansiaba con todas sus fuerzas convertirse en primer ministro. Haría cualquier cosa para lograrlo. No obstante, no se fiaba de esta criatura, este tal Morgawr, un ser no del todo humano, poseedor de una magia que podía matar a un hombre antes de que este se diera cuenta de lo que ocurría. Todavía no estaba convencido de la conveniencia de hacer lo que este le pedía. Tenía miedo de Ilse la Hechicera; aunque no lo admitiría ante nadie. Si conspiraba contra ella y esta se enteraba, era hombre muerto: lo perseguiría y aniquilaría. Por otro lado, si el Morgawr iba a acabar con ella como decía, entonces Sen Dunsidan hacía bien en replanteárselo.

      Todo el mundo sabía que era mejor pájaro en mano que ciento volando. Si tenía vía libre hasta obtener el cargo de primer ministro del Consejo de la Coalición, valía la pena correr casi cualquier riesgo.

      —¿Qué tipo de aeronaves necesitáis? —preguntó, tranquilo—. ¿Cuántas?

      —¿Hemos pactado una colaboración, ministro? Sí o no. No uséis subterfugios. No le pongáis condiciones. O sí o no.

      Sen Dunsidan todavía no estaba seguro, pero no podía dejar escapar la oportunidad de prosperar. Con todo, cuando pronunció la palabra que selló su sino, le pareció como si respirara fuego:

      —Sí.

      El Morgawr se movió como si fuera noche líquida y se deslizó por el dormitorio sin separarse del filo de las sombras.

      —Que así sea. Volveré tras el ocaso de mañana para haceros saber la parte del trato que debéis cumplir.

      Acto seguido, atravesó el umbral y desapareció.

      * * *

      Sen Dunsidan durmió mal esa noche, acosado por pesadillas y desvelos, abrumado por el conocimiento de haberse vendido por un precio que todavía había que descubrir y que podía resultar ser demasiado elevado. No obstante, mientras yacía despierto entre periodos de sueño inquieto, reflexionaba sobre la enormidad de lo que iba a ocurrir y no podía evitar entusiasmarse. Sin duda, no había precio demasiado alto si con ello conseguía convertirse en primer ministro. Tan solo un puñado de aeronaves y su respectiva dotación de hombres: cosas que no le preocupaban en demasía; para él no eran nada. En realidad, para controlar la Federación, habría ofrecido mucho más. La verdad es que habría pagado cualquier precio.

      Sin embargo, aún podía quedar en nada. Tal vez se demostraría que tan solo se trataba de una fantasía que ponía a prueba su disposición de abandonar su alianza con la bruja.

      No obstante, después de levantarse, mientras se vestía para presentarse en las salas del Consejo, le informaron de que el primer ministro había muerto. El hombre se había acostado y nunca había vuelto a despertar, el corazón se le había parado mientras dormía. Era extraño, puesto que gozaba de buena salud y todavía era relativamente joven, pero la vida estaba llena de sorpresas.

      Una ola de regocijo y expectativas asaltó a Sen Dunsidan ante tales noticias.