El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
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Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

      Philip Pullman

      «Un viaje de fantasía maravilloso.»

      Frank Herbert

      «Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

      Karen Russell

      «Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

      Peter V. Brett

      

      

      

       Para Owen Lock,

       por el consejo del editor, su amistad y las palabras tranquilizadoras cuando más necesarias eran.

      1

      La figura emergió de las tinieblas que se arremolinaban en el rincón con tanta rapidez que Sen Dunsidan casi se tropieza con ella antes de darse cuenta de que había aparecido. El corredor que conducía a su dormitorio estaba a oscuras y atestado de las sombras que trae consigo el anochecer: las lámparas de la pared tan solo proyectaban halos de luz diseminados de un resplandor borroso. La iluminación no lo ayudó en este momento, y el ministro de Defensa quedó atado de pies y manos: no pudo huir ni defenderse./p>

      —Querría hablar con vos, si podéis, ministro.

      El intruso iba cubierto con una capa y una capucha y aunque Sen Dunsidan evocó al instante a Ilse la Hechicera, sabía, sin lugar a duda, que no era ella. Se trataba de un hombre, no de una mujer (demasiado grande y fornido para ser otra cosa y la voz era áspera y masculina). No tenía la figura esbelta y pequeña de la bruja, así como tampoco poseía su voz fría y suave. Esta se había presentado ante él hacía tan solo una semana, antes de partir a bordo de la Fluvia Negra para perseguir al druida Walker y a su compañía rumbo a un destino desconocido. Ahora, este intruso, que iba encapuchado y cubierto como solía ir la jurguina, se le había aparecido del mismo modo: por la noche y sin anunciarse. Enseguida se preguntó qué relación habría entre ellos.

      Disimulando la sorpresa y el ápice de miedo que le atenazó el pecho, Sen Dunsidan asintió.

      —¿Y dónde querríais hacerlo?

      —Vuestros aposentos servirán.

      Hombre corpulento y robusto donde los hubiera y todavía en la flor de la vida, con todo, el ministro de Defensa se sentía empequeñecido en la presencia del otro. Iba más allá de una mera cuestión de envergadura, era una cuestión de presencia. El intruso exudaba una fuerza y una confianza que no solían hallarse en un hombre normal y corriente. Sen Dunsidan no le preguntó cómo había conseguido adentrarse en el complejo amurallado y sumamente vigilado. Tampoco le pidió cómo había logrado llegar hasta la planta superior de sus dependencias sin que ningún guardia diera la alarma. No tenía sentido interrogarlo. Se limitó a aceptar que el intruso era capaz de eso y de mucho más, así que hizo lo que le pedía. Se adelantó a él y le dedicó un asentimiento en señal de deferencia, abrió la puerta de su dormitorio y con un gesto, le indicó al otro que entrara.

      Las luces de la estancia también estaban encendidas, aunque no proyectaban una luz más potente que las del pasillo y el intruso se metió en las sombras nada más entrar.

      —Sentaos, ministro, os diré lo que quiero.

      Sen Dunsidan se acomodó en una silla de respaldo alto y se cruzó de piernas. La sorpresa y el miedo se habían esfumado. Si el otro quisiera hacerle daño, no se habría molestado en anunciarse. Quería algo que el ministro de Defensa del Consejo de la Coalición de la Federación le podía ofrecer, así que no había motivo evidente de preocupación. Al menos, no de momento. La situación podía revertirse si no era capaz de proporcionar las respuestas que el intruso buscaba. Sin embargo, Sen Dunsidan era todo un experto en decir lo que los demás querían oír.

      —¿Un poco de cerveza fría? —ofreció.

      —Echaos un poco vos, ministro.

      Sen Dunsidan titubeó, sorprendido por la insistencia que había detectado en el tono de voz del otro. Entonces, se levantó y se dirigió a la mesa que tenía junto a la cama, donde se encontraba la cubitera que contenía la jarra de cerveza y varios vasos. Se quedó de pie y miró la cerveza mientras se la servía. La larga melena de pelo plateado le caía por detrás de los hombros excepto por la trenza que llevaba encima de las orejas, como dictaba la moda del momento. No le gustaba la sensación que lo embargaba ahora: la incertidumbre había reemplazado su confianza. Sería mejor que fuera cauto con este hombre, que se anduviera con cuidado.

      Regresó a su silla y volvió a repantigarse mientras tomaba sorbos de cerveza. Sus facciones marcadas se volvieron hacia la figura, una presencia apenas visible entre la penumbra.

      —Debo pediros algo —dijo el intruso con suavidad.

      Sen Dunsidan asintió e hizo un gesto amplio con una mano.

      El intruso cambió ligeramente de posición.

      —Tened cuidado, ministro. No tratéis de apaciguarme con promesas que no pensáis cumplir. No he venido a perder el tiempo con cretinos que pretenden despacharme con palabras vacías. Si percibo que me engañáis, os mataré y se acabó. ¿Lo entendéis?

      Sen Dunsidan inspiró hondo para tranquilizarse.

      —Lo entiendo.

      El otro no añadió nada más durante unos segundos y luego emergió de la oscuridad hasta detenerse en el filo de la luz.

      —Me llaman el Morgawr. Soy el mentor de Ilse la Hechicera.

      —Ah. —El ministro de Defensa asintió. No se equivocaba con las similitudes que había detectado en su aspecto.

      La figura encapuchada se acercó un poco más.

      —Vos y yo estamos a punto de iniciar una colaboración, ministro. Una nueva asociación que sustituirá la que teníais con mi pupila. Ella ya no os necesita. No volverá a visitaros. Pero yo sí. Y a menudo.

      —¿Lo sabe ella? —preguntó Dunsidan con un hilo de voz.

      —No sabe ni la mitad de lo que se piensa. —El tono del otro era severo y bajo—. Ha optado por traicionarme y será castigada por su deslealtad. Yo mismo le administraré el castigo la próxima vez que la vea. Pero esto no debe importaros, excepto por la parte en la que debéis saber que no volveréis a verla. Durante todos estos años, yo he sido la fuerza que la impulsaba. Yo he sido quien le ha brindado el poder para forjar alianzas como la que había entablado con vos. Pero ha roto mi confianza y, por tanto, ya no tendrá mi protección. La bruja ya no me sirve de nada.

      Sen Dunsidan tomó un trago largo de cerveza y dejó el vaso a un lado.

      —Me perdonaréis, señor, si expreso un poco de escepticismo. A vos no os conozco, pero a ella sí. Sé de lo que es capaz. Sé qué les ocurre a los que la traicionan y no tengo ninguna intención de convertirme en uno de ellos.

      —Tal vez sería mejor que me tuvierais miedo a mí. Yo soy quien está ahora ante vos.

      —Tal vez. Pero la Dama Negra suele presentarse cuando menos se la espera. Traedme su cabeza y estaré más que dispuesto a negociar un nuevo acuerdo.

      La figura encapuchada se rio levemente.

      —Bien dicho, ministro. Ofrecéis la respuesta de un político a una exigencia elevada. Aun así, creo que debéis reconsiderarlo. Miradme.

      Se llevó las manos a la capucha y la retiró para dejar su rostro al descubierto. Era el rostro de Ilse la Hechicera, joven, delicado y cargado de peligro. Sen Dunsidan se sobresaltó sin poderse contener. Entonces, el rostro de la joven transmutó, casi como si de un espejismo se tratara, y se convirtió en el de Sen Dunsidan: con