El problema de la autoridad
El fracaso del liderazgo clerical llevó a teólogos y laicos a solicitar protección y apoyo a las autoridades seculares. Pero se había hecho imposible disociar la cuestión religiosa de la política, pues el apoyo político que recibía Lutero le llevó a expandir su movimiento evangélico, que pasó de limitarse a protestar dentro de la Iglesia romana a crear una estructura rival. Hacia 1530, la verdadera cuestión era de autoridad. No estaba claro quién, ya fuera el emperador, los príncipes, los magistrados o el pueblo, estaba autorizado a decidir cuál de las versiones del cristianismo era correcta. Tampoco estaba claro cómo resolver quién poseía la propiedad de la Iglesia o cómo afrontar las disensiones. Ciertos reformadores como Kaspar Schwenckfeld y Melchior Hoffmann rechazaban todas las autoridades establecidas, prácticamente, y unos pocos como Thomas Müntzer aspiraban a una sociedad comunitaria y piadosa. Estos radicalismos quedaron desacreditados por la violencia que acompañó a la revuelta de los caballeros (1522-1523) y la guerra campesina (1524-1526) (vid. págs. 554-555, 584-586).
Las autoridades del imperio, con independencia de sus creencias, en torno a 1526 habían cerrado filas para excluir al pueblo común de tales decisiones. Pero los evangelistas continuaron elaborando complejos argumentos teológicos para resistir a los que se oponían a sus objetivos, pues afirmaban que el deber de servir a Dios estaba por encima de la obediencia política.94 Por desgracia, incluso ellos estaban en desacuerdo acerca de quiénes tenían derecho a resistir. La mayoría restringía esa resistencia a los «magistrados divinos», pero no estaba claro quiénes eran estos, dados los múltiples estratos de autoridad imperial.
La protesta de Lutero llegó en el peor posible momento para el añoso Maximiliano I, el cual se hallaba en plena organización de la elección como sucesor de su nieto, Carlos, rey de España. La presión de los acontecimientos hizo que pasaran casi dos años entre la elección de Carlos como emperador, en 1519, y su llegada al imperio para inaugurar el primer Reichstag en Worms, en abril de 1521. El retraso no solo alimentó las expectativas (cada vez mayores y cada vez menos realistas) sino que también aumentó la frustración provocada por el ritmo de las reformas constitucionales. Las decisiones tomadas durante los tres años siguientes determinaron cómo afectó la religión en un futuro la política del imperio.95 Lutero se negó a retractarse en Worms, lo cual llevó a Carlos a emitir una orden imperial que criminalizaba a los evangelistas, considerados forajidos que amenazaban la «paz pública» del imperio. Conforme al sistema judicial desarrollado a partir de 1495, todos los Estados imperiales debían imponer esta decisión. Sin embargo, Carlos se comportó con Lutero de forma más honorable que Segismundo con Jan Hus: le permitió entrar y salir de Worms sin ser molestado. El elector de Sajonia, que simpatizaba con Lutero, había previsto alojarlo en el castillo de Wartburg, donde residió diez meses mientras otros difundían su mensaje sin apenas impedimentos.
Carlos, tras haber tratado de separar las cuestiones teológicas de los problemas de orden público, emitió el 15 de julio de 1524 el Edicto de Burgos, que rechazaba de manera explícita las peticiones de celebrar un concilio nacional en el que debatir la reforma eclesiástica. Con esto, Carlos llevó a cabo la separación de religión y política de acuerdo con la doctrina tradicional de las Dos Espadas: el papa debía decidir cuál era la versión correcta del cristianismo, mientras que Carlos, como emperador, debía imponerla y emplear la maquinaria legal del imperio para aplastar la disidencia, convertida en cuestión de orden público.
¿Oportunidad perdida?
La controversia suscitada por las decisiones de 1521-1524 persistió hasta bien entrado el siglo XIX. Los nacionalistas germano-protestantes las condenaron, pues consideraban que se había perdido una oportunidad de convertir a Alemania a una religión verdaderamente «germana» y forjar un Estado nación basado en el imperio.96 Este «fracaso» pasó a formar parte de las explicaciones de los males germanos posteriores: el país quedó supuestamente dividido, lo cual dificultó la unificación con Bismarck, que hasta 1871 consideró desleales a los católicos debido a su obediencia religiosa a Roma. Tales acusaciones se basan en una interpretación sesgada y protestante de la historia y en la identificación de la condición inherentemente «alemana» de dicha fe, así como en una grosera simplificación de la situación a que se enfrentaba la población del imperio en el siglo XVI, la supuesta disyuntiva entre catolicismo y protestantismo. La gran mayoría esperaba que la controversia pudiera resolverse sin destruir la unidad cristiana. Pero, independientemente de que de Carlos V tuviera unos puntos de vista religiosos bastante conservadores, no tenía sentido político dar pleno apoyo a Lutero. Carlos, como monarca del lugar de nacimiento de la Reforma, se enfrentó al evangelismo en un momento en que se asociaba a la subversión política y al cuestionamiento del orden socioeconómico, pero antes de que adquiriese los cimientos teológicos e institucionales que lo hicieron más aceptable en otros países, como fue el caso de Inglaterra. El título imperial de Carlos estaba unido a una Iglesia universal, no nacional, por lo que le resultaba inconcebible, tanto a él como a muchos de sus súbditos, no profesar la misma fe que el papa.97
Tales consideraciones nos ayudan a explicar por qué el imperio no adoptó la solución europea general para la controversia religiosa: imponer una paz civil monárquica en la que el soberano debía optar por una única fe oficial, sancionada por una declaración escrita preparada por sus teólogos (como, por ejemplo, en Inglaterra) o asumiendo la defensa pública del catolicismo. Fuera cual fuese la teología precisa, esto daba lugar a un «Estado confesional» con una única Iglesia estable, aliada, política e institucionalmente, con la corona.98 La tolerancia hacia los disidentes era cuestión de conveniencia política, que se daba cuando la monarquía era débil, como fue el caso de Francia a finales del siglo XVI, o allí donde seguía habiendo una minoría significativa que se oponía a la Iglesia oficial, como ocurrió en Inglaterra. De uno u otro modo, los disidentes dependían de dispensas reales especiales que podían restringirse o revocarse de forma unilateral, como descubrieron en 1685 los hugonotes franceses. La tolerancia podía aumentar de forma gradual por medio de dispensas adicionales, como el acta de emancipación católica (1829) de Gran Bretaña; pero seguía existiendo una Iglesia oficial con privilegios. Pocos países han llegado al extremo de la república francesa, que separó Iglesia y Estado en 1905, con lo que estableció una paz moderna y secular que daba el mismo trato a todas las religiones, siempre y cuando sus fieles no transgredieran las leyes estatales.
Secularización
El imperio, en lugar de imponer una solución desde arriba, negoció una solución colectiva por medio de las nuevas estructuras constitucionales surgidas de la reforma imperial. La unidad se basaba en el consenso, no en el poder central, y el resultado fue el pluralismo religioso y legal, no ortodoxia y existencia de una minoría