Mucho más digna de tenerse en cuenta era la influencia de la sinagoga. La educación religiosa, inaugurada en la familia y continuada a los pies de un humilde maestro, allí se proseguía en forma también modesta, pero suficiente para ilustrar más a espíritus bien dispuestos. ¿Habremos de ver, pues, en la sinagoga uno de los agentes del crecimiento intelectual y moral del Salvador? Por su vida pública venimos en conocimiento de que solía asistir a los piadosos ejercicios de culto que se celebraban en las sinagogas los días de sábado y de fiesta. Allí oía la lectura de la Biblia y el comentario que de ella hacía el ministro. Asistía luego a las movidas discusiones que, al salir de los oficios, se trataban entre los más instruidos de sus compatriotas acerca de tal o cual pasaje del sagrado texto. De seguida investigaremos hasta qué punto pudo influir la Sagrada Escritura en la formación interior de Jesús; pero ya podemos decir que las discusiones y argumentaciones que acerca de ella se agitaban dentro y fuera de la sinagoga no eran, si hemos de juzgar por los abundantes ejemplos que nos ha conservado el Talmud, las más apropiadas para ensanchar los horizontes del espíritu. ¿Qué conocimientos habría, pues, sacado de allí Jesús?
Si hay un libro eminentemente educador, lo es sin duda la Biblia, el «libro» por excelencia, que ha contribuido a la formación de tantas grandes almas y que en cada una de sus páginas abre espléndidos horizontes sobre Dios, el hombre y el mundo, sobre el tiempo y la eternidad. A las lecturas públicas de la sinagoga no dejará el Salvador, llegado ya a la juventud, de añadir frecuentes lecturas privadas, porque fácil le era conseguir del jefe de la sinagoga o del hazzan que le prestasen algunas partes del sagrado volumen. Sus discursos demuestran la atención religiosa con que había estudiado, meditado, saboreado la palabra divina. La cita de continuo, y siempre con tal oportunidad, que a sus mismos adversarios causaba admiración y los reducía al silencio. Las fórmulas de citación que emplea —«¿No habéis leído...?» «¿Cómo está escrito...?» «¿Cómo lees tú?»[61]— bastan por sí solas para probar hasta qué punto conocía la Biblia. En ella oía la voz de su Padre celestial, veía su voluntad y sus designios; ella era su mejor alimento... Nadie le ha dado interpretación tan segura, tan clara, tan profunda, tan autorizada. Sus citas directas o sus alusiones se refieren a las tres partes de la Escritura; pero los profetas y los salmos ocupan el puesto de honor.
Así, pues, la Biblia fue, de seguro, para Jesús fuente de agua viva que refrigeraba su alma santa, alimento, suavísimo y confortador. ¿Pero puede decirse que su lectura y estudio le comunicasen realmente nuevos conocimientos? ¿No era Él quien, como Verbo divino, había iluminado e inspirado a los escritores sagrados, llegando a veces hasta revelarles las verdades que anunciaban? ¿No es Él el centro de la Biblia, como es también su principio y su fin? Lo que en la Biblia leía era su propia historia, su glorioso a la vez que doloroso destino, el relato anticipado de su vida humana. En la Biblia podía reconocerse de continuo a sí mismo desde el «Protoevangelio» hasta la última página, tanto en las figuras como en los oráculos propiamente dichos y hasta en los menores hechos de su pueblo. No fue, pues, la Biblia donde se instruyó y educó.
De simples probabilidades pasaremos a terreno mucho más firme si consideramos la experiencia personal de Jesús, la que alcanzó al ponerse en contacto, primero con la naturaleza y después con la vida doméstica, política y social que le rodeaban. Desde su primera juventud aprendió a leer en el libro de la naturaleza y en el libro de la vida como nadie fuera de Él ha sabido hacerlo. De ahí era de donde más extraía en cualquier ocasión felicísimas ideas, comparaciones, descripciones y aplicaciones admirables, que esmaltan y vivifican sus enseñanzas. En este sentido bien ha podido decirse: El hombre ya hecho revela (en Jesús) lo que de niño y de joven observaron su ojo y su oído... La naturaleza y la vida cotidiana hablaron a su oído espiritual un lenguaje más resonante que el que ningún otro hombre haya podido oír.
Citemos algunos ejemplos de estas lecciones de cosas, recibidas por el divino niño y el divino adolescente de Nazaret. Notables son las que le comunicó la Naturaleza. ¡Cuán hondamente parece haber amado aquella dulce y hermosa naturaleza de Galilea! Sí; como todas las almas nobles y delicadas. Pero nunca se deja conmover por la belleza puramente exterior. Su sentido artístico es, ante todo, religioso. Por doquier contempla en la Naturaleza las huellas de Dios todopoderoso e infinitamente bueno. El mundo de las plantas y de los animales le ofrece solución para gravísimos problemas[62]. Sobre todo, sus parábolas descubren cuán solícita atención ponía en los pormenores, aunque pareciesen insignificantes, de la vida vegetal y de la animal. Llenaríanse con facilidad páginas enteras si se quisiera seguir el crecimiento experimental del Salvador en este doble aspecto. ¿Mas para qué? ¿Quién de nuestros lectores no recuerda con simpatía el lirio de los campos y su resplandor efímero, el trigo que germina lentamente, la cizaña sembrada en el campo por el hombre enemigo, la higuera cubierta de follaje, pero estéril, la viña que necesita ser podada para producir más frutos, las aves del cielo que no siembran ni cosechan y a las que Dios alimenta con mano liberal, los pequeñuelos del cuervo que reciben también providencialmente su alimento, la gallina que cobija a sus polluelos bajo sus alas, el canto regular del gallo a ciertas horas de la noche, las raposas que tienen su madriguera, mientras que el Hijo del Hombre no tiene dónde reposar su cabeza, la oveja que sigue a su pastor; y también en la naturaleza inanimada, la rutilante puesta del sol, el viento abrasador del mediodía, el lago y las montañas y otros cien rasgos semejantes? En verdad que conoceríamos deficientemente el alma y la inteligencia y el carácter de Jesús si no observásemos las impresiones que en Él produjo la Naturaleza durante su adolescencia y juventud. Nos guardaremos bien, sin embargo, de toda exageración, y no intentaremos explicar los progresos del alma más perfecta que haya existido en la tierra, como si se debieran a los paisajes de Nazaret y de Galilea, y a la contemplación de sus plantas o al estudio de las aves y de otros animales.
También recibió Jesús, desde su infancia, y más aún al adelantar en edad, una educación de índole especial por medio de los hechos cotidianos de la vida, considerada en el triple orden, doméstico, social y político. En sus discusiones, y hasta en sus conversaciones más sencillas, ocupan estos hechos lugar considerable. ¡Cuántas cosas no fue aprendiendo con sólo abrir los ojos! Las ceremonias de la corte real, igual que las de las bodas aldeanas; los vestidos preciosos que bien pronto son pasto de la polilla, las reglas de la más vulgar compostura, la administración de las grandes propiedades, la luz sobre el candelero, la sal que preserva de la corrupción los alimentos, las leyes del mercado (dos pájaros por un as y cinco por dos), las relaciones entre obreros y propietarios, los juegos de niños, tales como sin duda Él mismo los había practicado, las paredes de las casas horadadas por los ladrones, la necesidad de construir en terreno firme, las interminables oraciones de los paganos, los trabajos del pastor, del labrador, de los pescadores...; todo lo ha observado, todo lo conoce y de todo se aprovecha para adornar y robustecer sus enseñanzas. Así, pues, con toda propiedad puede hablarse de la educación de Jesús por los sentidos y por la experiencia. Sus impresiones políticas sobre su época se reflejan también en sus discursos. Sabe que el tetrarca Herodes es astuto como una raposa, que los judíos tienen que pagar tributo a los romanos, que hay señales de los tiempos fáciles de observar y que estas señales son pronósticos de desdichas. Todo esto y otras muchas cosas más. Pero todas estas circunstancias a que hemos tenido que descender para conocer el medio ambiente en que se educó Jesús, ¡cuán insuficientes son para explicar los progresos de su espíritu!
¿Puede también decirse que Jesús adquiriese parte de su desenvolvimiento moral en la tentación y en la prueba? Ciertamente que no, si se habla de tentaciones semejantes a las nuestras, pues siendo Hombre-Dios, siendo la misma santidad, no podía ser accesible a nada que pareciese concupiscencia en cualquiera forma que fuese. En virtud