Menester sería también celebrar la noble serenidad de espíritu con que recibió el ofrecimiento divino transmitido por el ángel Gabriel. Ligeramente turbada al principio, se recobra al momento; después, al comprender toda la extensión del oficio que se le confía, ni se deja sobrecoger por el espanto ni dominar por transportes de júbilo. Es verdad que un sentimiento de alegría campea en todo su Magnificat; pero es una alegría moderada, circunspecta. Siempre que comparece en los Evangelios se muestra dueña de sí misma. Siguiendo a San Lucas, hemos ponderado ya en dos ocasiones la profundidad de su alma, en la que todos los acaecimientos de la vida de Jesús dejaban huellas indelebles. Nuestros escritores eclesiásticos más antiguos ensalzan igualmente su sencillez[69], su dulzura inalterable[70], su conocimiento e inteligencia de las Escrituras[71], de lo cual es su cántico la mejor prueba. Y a esto podemos añadir todavía su espíritu de oración y de meditación. Pero lo que ni siquiera intentaremos es describir su amor maternal hacia el más perfecto y el más amable de los hijos, porque es soberanamente inefable y sobrepuja a todo humano pensamiento.
Por lo demás, ¿qué necesidad hay de nuevos pormenores? ¿No será bastante para retratar la condición de María decir que tal como se nos muestra en las Escrituras es la más fiel, y la más tierna, y la más humilde, y la más perfecta, y la más amante de las mujeres? Quien había llevado en su seno virginal al Verbo encarnado, quien le había alimentado con el néctar de sus pechos, quien había sido parte en su educación, quien cerca de Él había pasado treinta años gozando de su presencia y de su conversación, y de su afecto filial, ¿podía dejar de ser la hija ideal de Sión y la más noble de las criaturas?
Después de esto, ¿qué importa que conozcamos tan imperfectamente la historia de su vida antes del misterio de su Anunciación y después de la Ascensión del Salvador? Su vida, en cuanto interesa a los anales de la redención, fue más interior que exterior. Contentémonos con saber que era hija de San Joaquín y de Santa Ana, piadosos israelitas; ambos de la estipe de David; que fue desde su primera edad presentada delante del Señor y educada en las dependencias del Templo de Jerusalén; que, después de la Ascensión, vivió al lado del discípulo amado que Jesús le diera por hijo adoptivo; que, según opinión de algunos, murió en Éfeso, o más probablemente, según antigua tradición, en Jerusalén, donde aún se enseña su sepulcro en el valle de Cedrón, un poco al Norte de Getsemaní. Cuando se nos muestra por última vez en los escritos inspirados, la vemos en el Cenáculo con los apóstoles, los discípulos y las santas mujeres que se disponen para recibir la efusión del Espíritu Santo[72].
Por sus cualidades y virtudes, también San José era digno de la doble misión que la Providencia le confiara cerca de los dos seres más perfectos que haya habido en nuestra pobre tierra. Pero su retrato es aún más difícil de trazar que el de María, porque los evangelistas son harto sobrios en noticias respecto de él. Así y todo, la discreta ojeada que nos permiten echar sobre él los dos primeros capítulos del Evangelio de San Mateo nos descubren un alma de incomparable belleza. No contento el evangelista con retratarle de una manera general con el epíteto de «justo»[73], que nos hace ver en él un fiel y puntual observador de la ley judaica, pone de relieve, en cuatro ocasiones sucesivas[74], la prontitud y perfección de su obediencia a otras tantas órdenes divinas en medio de dificultades que la hacían señaladamente meritoria. La conducta que para con su prometida se proponía observar antes de que el ángel le hubiese dado a entender que Dios la tenía elegida para madre de Cristo descubre en él un vivísimo sentimiento del honor personal juntamente con un corazón rebosante de delicada ternura y también de valor para soportar aquella dolorosa prueba. Pero lo que en él hay de más hermoso y conmovedor es, indudablemente, el amor acendrado que sentía hacia su virginal esposa y hacia el divino Niño, de quien era padre adoptivo; nunca cesó de mostrárselo en todas las coyunturas. A pesar de la humilde situación a que le habían reducido las vicisitudes de Israel, era en realidad el heredero legal del trono de David y, por consiguiente, el primer personaje de su pueblo, título que merecía más aún por su nobleza de alma y por su santidad que por su linaje. Poseía, en efecto, sentimientos y elevación moral de rara perfección.
Fuera de los relatos de la infancia del Salvador, no se le mienta en los Evangelios sino de manera bien indirecta[75]. Prudente reserva que, como ya observamos en lo tocante a María, no supieron imitar los Evangelios apócrifos que abundan en noticias extraordinarias, inverosímiles, falsas evidentemente, en su mayoría, referentes a él. Nos guardaremos bien de seguirlos en semejantes trivialidades[76].
¿Cuál fue su verdadero oficio? En el texto de San Mateo[77] se le designa con la palabra τέχτων. Este sustantivo, de harto vaga significación, puede aplicarse tanto al obrero que trabaja el hierro como al que trabaja en madera. San Ambrosio, San Hilario y otros intérpretes prefirieron el primero de estos dos sentidos. Pero más conforme con la tradición es admitir que el padre adoptivo del Salvador fue carpintero y, por consiguiente, que lo fue también Jesús. Así lo dice un texto de San Justino que antes hemos citado[78]. Ambos manejaron, por tanto, la sierra, el cepillo, el hacha y demás instrumentos de su oficio.
He aquí todo lo que nos dicen los documentos antiguos del esposo de María y padre nutricio de Jesús. ¿Será posible formarnos idea exacta de la vida que aquella augusta «trinidad de la tierra» hacía en Nazaret cuando Jesús de niño se convirtió en agraciado adolescente y más tarde en joven perfecto que atraía juntamente hacia sí la benevolencia del cielo y el afecto de los hombres? Sí, hasta cierto punto; según lo que conocemos de sus almas y por lo que nos dicen las costumbres de aquel tiempo, que en gran parte se conservan todavía en Nazaret.
Era la suya, en primer término, una vida de pobreza y, por consiguiente, de humildad, de oscuridad. A veces se ha exagerado la pobreza de la Sagrada Familia, confundiéndola con la miseria y la indigencia. Más tarde, cuando Jesús viva su fatigosa vida de misionero, después de haberlo dejado todo para esparcir la buena nueva por toda Palestina, podrá decir que el Hijo del hombre no tenía en propiedad ni una piedra donde reclinar la cabeza[79]. Lo mismo dirá de Él San Pablo[80]: «Por vosotros se hizo pobre.» Propter vos egenus factus est. Pero gracias al animoso trabajo de San José, gracias también al trabajo de Jesús mismo cuando ya hubo crecido, no fue la vida de la Sagrada Familia la de los pobres a quienes todo falta. En general, los orientales se contentan siempre con poco en lo que atañe a habitación, vestidos y alimento[81]. Sencillos y sobrios, pueden vivir con muy reducidos gastos. Recordando las indicaciones hechas anteriormente, fácil nos es representarnos cómo eran la casa, los muebles, los vestidos y los alimentos de Jesús, de María y de José.
Su vida era también de activo trabajo, como se deduce de lo que acabamos de decir del oficio ejercido por San José y después por Jesús, con ayuda del cual subvenían a las modestas necesidades de la casa. Nuestro Señor y su padre adoptivo merecieron así servir de patronos y modelos a los obreros cristianos. Por lo demás, ya hemos visto que el trabajo manual era tenido entonces en gran aprecio en el país de Jesús y que los más célebres rabinos no se desdeñaban en dedicarse a él. También María se dedicaba infatigablemente a las múltiples ocupaciones domésticas, cumpliendo con perfección la significativa divisa de la matrona romana: «Permaneció en casa, hiló la lana», domi mansit, lanam fecit[82]. Puede suponerse que la casa de José tenía un huerto contiguo, que él cultivaba en sus horas libres y que aumentaba sus modestos recursos. Su colaboración era sin duda buscada en la época de los grandes trabajos agrícolas. Quizás también se le llamaba a los lugares vecinos para construcciones o reparaciones propias de su oficio.
En tercer lugar, la vida de piedad, de piedad ardiente, de perpetua unión con Dios, que los ángeles del cielo contemplarían con embeleso. En la casa de Nazaret se oraba con frecuencia. ¡Y con qué fervor tan inefable! Allí, más aún que en las otras familias de Israel, penetraba la religión hasta en los menores actos de la vida. Todo en aquella casa servía de alimento a la piedad. El sábado y los demás días de fiesta, Jesús, María y José asistían a los