Cuando nos ocupábamos del crecimiento intelectual y moral de Nuestro Señor, ni por un momento olvidábamos que se trataba del desarrollo progresivo de un Hombre-Dios. En nuestro estudio actual recordaremos también constantemente que la naturaleza humana de Cristo es inseparable de la divinidad, que, si así podemos expresarnos, la penetra, la anima con vida superior. Y pues en Jesús, como en todos los hijos de Adán, la humanidad —una humanidad, digámoslo ya desde ahora, soberanamente rica, soberanamente noble, la más rica y noble que haya existido— se componía de dos partes distintas, es decir, de un cuerpo y de un alma, que, en cuanto lo consentía su unión con la divinidad, eran de la misma condición que las nuestras, hablaremos primero de aquel cuerpo y luego trataremos de esa santa alma.
1. Del cuerpo del Hombre-Dios
Verbum caro factum est! Según vimos ya, no retrocedió San Juan ante el realismo de esta frase. Verdad es que ella expresa con admirable fuerza el amor infinito del Verbo encarnado. Como hombre, Aquél a quien San Pablo llama con cierto énfasis Homo Christus Jesus[104], poseía un cuerpo verdadero, un cuerpo real[105], semejante a los nuestros en aspecto y forma, pero dotado de un privilegio único: el de ser extraordinariamente santo, extraordinariamente puro, pues el Espíritu Santo mismo lo había formado en el seno de la Virgen. Gracias a San Lucas, hemos asistido de alguna manera a las transformaciones sucesivas de aquel sagrado cuerpo hasta que llegó a edad de madurez[106]. Por el modo sobrenatural de su formación y como órgano e instrumento del Verbo divino, gozaba el cuerpo de Jesús de constitución perfecta, superior, según se ha dicho, a la del primer hombre cuando, virginal también, salió de las manos del Creador. Las noticias que nos dan los Evangelios acerca de la incesante actividad de Nuestro Señor durante su vida pública, sobre sus frecuentes correrías, sobre sus privaciones incontables, sobre su predicación de todos los días, cosas todas ellas que exigían gasto considerable de fuerzas físicas[107], suponen un cuerpo sano y robusto. Nunca dan a entender ni aun a sospechar los escritos sagrados que enfermedad alguna, de cualquier clase que fuese, aquejase a Jesús; lo que sin dificultad se entiende, pues, habiendo sido divinamente formados su carne y sus miembros, ningún germen de corrupción llevaban en sí mismos. Mas si no era conveniente que el Hombre-Dios estuviese sujeto a esas enfermedades nuestras, que, por consecuencia del pecado original, son una deformación de la naturaleza humana[108], sí exigía el plan de la encarnación que no careciese de capacidad para padecer[109]. Por su misma delicadeza, que era una de sus perfecciones, poseyó el cuerpo de Jesús en altísimo grado la sensibilidad, que aviva y exaspera el sufrimiento físico. Por eso sufrió durante su pasión cruelísimas torturas. Pero no esperó a entonces para conocer el padecimiento. Los evangelistas nos dicen que el Salvador conoció el hambre[110], la sed[111], la fatiga tras largo caminar[112], la necesidad del sueño[113]. También, como nosotros, estuvo sujeto a la muerte, cuya vista anticipada le causó, igual que a nosotros, viva repugnancia[114]. Verdad es que para Él se trataba de una muerte acompañada de padecimientos indecibles.
Aunque habitualmente sometido a las mismas leyes que nuestros cuerpos, el de Jesús, en varias ocasiones, estuvo exento de ellas, como sucedió cuando anduvo sobre las aguas del lago de Genesaret[115] y durante la Transfiguración, cuando «su semblante resplandeció como el sol y sus vestiduras se tornaron blancas como la nieve»[116]. Después de su resurrección, su carne sagrada adquirió cualidades nuevas, que los evangelistas no se olvidan de apuntar y que los teólogos designan con los términos técnicos de sutileza, claridad, impasibilidad y agilidad. Con este cuerpo glorioso, pero todavía señalado con las huellas de la pasión[117], subió a los cielos el divino Maestro[118], y con él volverá en su segundo advenimiento del fin del mundo[119].
Acá y allá, en noticias incidentales, nos han conservado los evangelistas el recuerdo de las actitudes y gestos del Hombre-Dios. Nos lo muestran, cuando dirigía la palabra a las muchedumbres y a sus discípulos, ya de pie[120], ya sentado[121]. Otras veces nos le presentan recostado sobre un diván, según costumbre de entonces, para tomar la comida[122], o bien durmiendo tendido en el puente de una barca, apoyada la cabeza sobre un cojín[123]. Le contemplamos otras veces arrodillado[124], y hasta prosternado completamente en tierra[125] para orar. Los gestos del Salvador más frecuentemente descritos por los evangelistas son los de sus manos, que parten los panes antes de distribuirlos[126], que toman el cáliz consagrado y lo pasan a los apóstoles[127], que bendicen a los pequeñuelos[128] y a los discípulos[129], que tocan a los enfermos para curarlos[130], o a los muertos para resucitarlos[131], que arrojan a los vendedores del Templo y vuelcan las mesas de los cambiadores de moneda[132], que lavan humildemente los pies de los apóstoles[133]. Ninguno de estos menudos pormenores puede sernos indiferente, pues todos ellos en conjunto contribuyen a darnos idea más completa de la naturaleza humana de Nuestro Salvador. A veces vemos moverse todo su cuerpo, ya sea cuando se inclina para coger a San Pedro, que se hundía en las aguas del lago enfurecido[134], ya cuando, para dar una lección a los doce, coloca a su lado a un niño a quien besa afectuosamente[135], ya cuando se inclina y escribe con un dedo en el suelo frente a los acusadores de la mujer adúltera[136], ya cuando vuelve con viveza la espalda a alguno de sus interlocutores para expresar su descontento[137], o cuando se vuelve hacia sus oyentes para dar más peso a su palabra[138]. El más conmovedor de todos sus gestos fue ciertemente el que hizo en la cruz cuando inclinó su cabeza en el momento de exhalar el último suspiro[139].
Se complacen también los evangelistas, particularmente San Marcos, en señalar ciertos movimientos característicos de los ojos del Salvador, que exteriorizaban y acentuaban en cierto modo sus sentimientos íntimos. Para ello emplean términos enérgicos y pintorescos. Cuando por vez primera vio Jesús a Simón, el futuro San Pedro, le miró de hito en hito[140], como para leer hasta en el fondo de su alma. Otra mirada penetrante, pero dolorosa, dirigió también el divino Maestro, en el atrio del palacio de Caifás, al infortunado apóstol, que le acababa de negar [141]. Con la misma intensidad y con particular ternura miró Jesús[142] a aquel joven rico, de nobles cualidades, a quien invitó a seguirle, pero que rehusó cobardemente aquel insigne favor. Antes de empezar el Sermón de la Montaña levantó Jesús los ojos sobre su numeroso auditorio[143], como lo hacen de ordinario los oradores al momento de comenzar su discurso. Así gustaba de mirar a sus apóstoles y discípulos[144]. En sus ojos, tan dulces de ordinario, podía hacer brillar en un movimiento de santa cólera fulgores terribles[145]. ¡Dichoso Zaqueo, hacia quien los levantó amorosamente mientras estaba en el sicomoro![146]. San Marcos nos muestra a Jesús mirando con bondad a la hemorroísa, que, si es lícito decirlo así, acababa de robarle un milagro[147]; mirando con tristeza a los ricos que arrojaban ostentosamente sus limosnas en los cepillos colocados en los atrios del Templo, y con admiración a la pobre viuda que tímidamente depositaba en ellos su óbolo[148]; contemplando con muda indignación, en la tarde del día de su entrada triunfal, los abusos que se habían introducido en aquellos mismos atrios[149]. ¡Cuán hermosos debían ser los ojos del Salvador cuando, para entrar en comunicación más íntima con Dios, los levantaba hacia el cielo antes de ponerse a orar![150].
¡Y la voz del Salvador! Una descripción anticipada de ella, aunque sólo negativa, habíala ya dado el profeta Isaías en un célebre vaticinio[151]: «He aquí mi siervo, que yo he escogido...; no contenderá, ni voceará, ni oirá ninguno su voz en las plazas públicas.» Era, pues, su voz habitualmente dulce y modesta, como Él mismo, aunque, llegada la ocasión, bastante sonora para que auditorios numerosos pudiesen oír la palabra del Maestro[152]. ¡Quién hubiera podido escucharle cuando proclamaba las «Bienaventuranzas» del reino de los cielos[153], o cuando pronunciaba aquella sublime invitación: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y abrumados bajo el peso de la carga, que yo os aliviaré»[154], o el discurso de despedida[155] y la plegaria sacerdotal![156]. Como instrumento armonioso y dócil sabía su voz acomodarse a las situaciones más diversas y reproducir todas las impresiones del alma del Salvador. Firme y severa, cuando se veía Jesús constreñido a dirigir un reproche[157] o intimar una orden cuyo cumplimiento exigía con especial empeño[158]; terrible para pronunciar una invectiva[159] o un anatema[160]; irónica y deseñosa[161], alegre[162] o triste[163], imperiosa[164] o tierna[165], según las circunstancias, se ajustaba a todos los acentos y a todos los matices.
Pero aunque pudiéramos oír la voz amorosa del Salvador, no quedaría aún satisfecha nuestra piedad. Desearíamos contemplar su rostro, conocer a lo menos