Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Louis Claude Fillion
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788432151941
Скачать книгу
pues no era posible que el mal rozase con su soplo a «Aquél que había nacido santo»[64]. Mas en ningún caso cabe dudar de que sus tentaciones y sufrimientos contribuyeran, con las reiteradas victorias que ocasionaron, a hacerle crecer en sabiduría y en gracia.

      Mucha mayor eficacia tuvieron, desde la primera juventud del Salvador, sus observaciones personales sobre lo que veía y escuchaba, especialmente acerca de su oficio de Mesías y de sus relaciones con el Padre. En la naturaleza misma de Jesús es donde verdaderamente debemos buscar la razón más eficaz y la causa fundamental de su desenvolvimiento. Lo demás no podía ser sino accesorio y superficial. Hagamos justicia a la mayor parte de los neocríticos: ellos mismos admiten que así fue, y lo dicen a veces en términos excelentes. «Hemos señalado —escribe uno de ellos— todas las influencias en medio de las cuales creció Jesús... Pero en vano querríamos explicar su personalidad como natural producto de la acción combinada de esas influencias. Esta explicación mecánica o fisiológica nunca es suficiente para explicar un gran genio... Queda siempre en esta individualidad, al lado de las acciones que desde fuera la han formado, una fuerza íntima, un nescio quid divinum que viene de dentro y que escapa a toda apreciación. Y este elemento primitivo, espontáneo, divino, es lo que formó la originalidad de Jesús.» ¿Pero de qué elemento se trata? «La señal distintiva de Jesús —prosigue este mismo autor— es el haber traído al mundo y conservar hasta el fin una conciencia llena de Dios, y que jamás se sintió separada de Él. Si con tanta seguridad hallaba a Dios en el Antiguo Testamento, si con tanta claridad lo veía en la Naturaleza, es que lo tenía en sí mismo y que vivía íntimamente con Él en continua conversación.» Hay en estas líneas algunas ideas muy exactas, y plácenos comprobar que nuestros más eminentes adversarios reconocen que en la índole excepcional y única de Nuestro Señor es donde se ha de buscar el verdadero principio de su crecimiento. ¡Pero qué imperfecta e incompleta es todavía esta confesión! Es que no se allanan a ver en Jesucristo más que lo humano y, por consiguiente, lo relativo, cuando poseía lo absoluto, lo divino, la divinidad misma.

      En efecto, las relaciones de Jesús con el Padre no eran solamente las que la oración y la meditación establecen entre el Señor y sus fieles amigos —¿y cómo expresar el fervor, el éxtasis de las oraciones del Verbo encarnado y las luces que su espíritu sacaba de ella incesantemente?—, sino también las de una identidad de naturaleza, de una generación y de una filiación estrictamente divinas. No tratemos, pues, de buscar acá en la tierra, en los hombres o en las cosas, en la Naturaleza o en la Historia, la razón íntima del crecimiento, de la formación de Cristo Jesús. Busquémosla en su origen celestial. ¿No dijo Él un día[65] que su doctrina era la de su Padre que le había enviado? ¿Y no es, por ventura, Hijo de Dios en el sentido más estrictamente literal? Su verdadero educador fue, pues, el mismo Dios vivo; fue, por consiguiente, Él mismo. El medio ambiente —el país, la familia, la escuela, la sinagoga, las lecciones de la experiencia y de las cosas, la lectura de la Biblia— contribuyó ciertamente de alguna manera a la educación moral del Salvador en cuanto hombre; pero su maestro principal fue el Verbo. Fuera de esta formación divina es imposible descubrir la causa del maravilloso desenvolvimiento de Jesús. En el fondo de esta personalidad divina el hombre no se separaba de Dios. Al paso que se presentaban las ocasiones, abría progresivamente los ojos del alma a la luz del Verbo que esencialmente llevaba presente en sí mismo. En Él leía la obra que iba a hacer o las palabras que iba a pronunciar. Así, a la ciencia natural y humana se juntaba la divina, a la que recurría en la medida que requerían las circunstancias y según las prudentes leyes que la Providencia misma le dictaba. Ahora bien; estos acontecimientos se ajustaban siempre a las fases ordinarias de la vida humana; por eso el evangelista observa que el Niño crecía en sabiduría delante de Dios y de los hombres, es decir, que por más que tenía a su servicio la ciencia infinita de Dios, como hombre no se servía de ella sino al tenor de sus necesidades, conforme a las leyes del crecimiento de su naturaleza humana y de su misión divina. De ahí que nada se viese en Él de anormal ni de fantástico. De niño no habla ni obra como hombre; una precocidad fuera de las leyes de la naturaleza hubiera infundido temor a todo el mundo; se contenta, pues, con ser niño perfecto. Según que vayan pasando los años, el espectáculo de la Naturaleza, las relaciones con los hombres, la meditación habitual, desarrollarán gradualmente en Él su pensamiento humano, y en entera conformidad con la voluntad de su Padre, perfeccionará esta ciencia a la luz de la verdad eterna que lleva en sí mismo.

      Preciso es concluir ya. ¿Hemos resuelto el problema del crecimiento intelectual y espiritual de Jesús? ¿Y cómo osaríamos dar a esta pregunta respuesta afirmativa, cuando desde el principio hemos reconocido que nos hallamos ante un inefable problema psicológico? Por lo menos, explicando los textos de San Lucas, consultando los Santos Padres y las autoridades teológicas más atendibles, intentando penetrar respetuosamente en la inteligencia y en el alma del Salvador —pero sin olvidar su carácter teándrico, que le coloca, por lo que hace a su crecimiento, en situación única en la historia—, esperamos haber levantado, aunque sea muy poco, el velo que cubre este profundo misterio.

      IV. LA FAMILIA DE JESÚS

      Ante todo intentaremos esbozar el retrato moral de los padres de Jesús. ¡Qué pincel de artista, y mejor aún, qué alma de santo no sería menester para una obra tan delicada! Pero los escritores sagrados continuarán siendo los guías en este estudio psicológico, que no tiene otra pretensión que la de reunir en un solo haz las noticias dispersas que hemos hallado hasta aquí y las que hallaremos más adelante en los Evangelios. No obstante la extraña reserva que los escritos inspirados guardan respecto de María y de José, dícennos todavía lo bastante para que podamos sacar legítimas conclusiones.

      De sus descripciones patéticas y dramáticas, y aun trágicas en ocasiones, en las que la augusta Virgen María desempeña en variadísimas circunstancias su oficio castamente maternal con respecto a Jesús, destácase una fisonomía moral de ideal belleza, que a ninguna otra se parece, pues ninguna otra criatura ha sido favorecida de Dios en grado semejante ni colmada de tantas gracias. Los títulos de Madre de Cristo, Madre del Señor, Madre del Verbo, Madre del Creador, Madre de Dios, que le da la piedad católica, bastarían por sí solos para explicar sus perfecciones. Pero su más excelso mérito personal consiste en haber correspondido plenamente a tantos privilegios y a tantas bendiciones y en haber llevado noblemente, sin quedar como abrumada, el peso de una dignidad sin semejante.

      Muy perplejos nos veríamos si tuviésemos que resolver cuál fue la virtud que más brillo comunicó a esta alma incomparable. ¿Por ventura su fe? Beata quae credidisti[67], exclamó Isabel, contestando a su obsequioso saludo. María creyó inmediatamente, con toda su alma y con todo su corazón, en la posibilidad de un milagro infinitamente superior a las fuerzas de la Naturaleza, mientras que Zacarías, y otros antes que él, habían vacilado en dar su asentimiento a promesas celestiales harto más fáciles de realizar.

      ¿Fue su virginal pureza, que rehusaba cuanto pudiese marchitarla, aun recibiendo como compensación la honra insigne de la maternidad divina? En innumerables pinturas, muchas de ellas fruto de la inspiración de los más célebres maestros, está representada María de rodillas y en oración, mientras un ángel le tiende respetuosamente un ramo de azucena. Y con todo, esto no pasa de imperfecto símbolo de la blancura y santidad de su alma.

      ¿No sería su principal virtud aquella humildad sin límites que la llevó a declararse, desde lo más hondo de su corazón, la sierva, la «esclava» del Señor en el instante mismo en que era más glorificada? Ecce ancilla Domini! Siempre modesta, reservada, silenciosa, se esmeró en permanecer durante la vida pública de su divino Hijo en el lugar secundario que le atribuyen los evangelistas, salvo en raras circunstancias que más tarde apuntaremos. Diríase, en efecto, que los sagrados escritores se concertaron para hablar de ella lo menos posible después de la infancia del Salvador, cuando ya no le eran tan precisos los cuidados maternales. ¡Qué diferencia entre esa profunda humildad de María y la conducta, por lo común altiva y presuntuosa, de las madres de los héroes y de los grandes