Sigamos respetuosamente a los santos esposos mientras que van atravesando la Palestina casi cuan larga es de Norte a Sur. Era su viaje poco más o menos el mismo que María había realizado nueve meses antes, cuando visitó a Isabel. Sólo difería en su término y en proporciones poco considerables, cualquiera que fuese la residencia de la madre del Precursor. Dejando Nazaret, los humildes viajeros a quienes el cielo contemplaba con amor, y que representaban lo que la tierra tenía de más santo y de más noble, siguieron primero el camino que conduce directamente a la llanura de Esdrelón. A cada momento se hacía más difícil la bajada, porque el sendero se torna rocoso y resbaladizo antes de llegar a la vasta planicie. Atravesáronla de Norte a Sur, dejando a su izquierda la graciosa cima del Tabor, y a su derecha las verdes montañas del Carmelo. Está hoy la llanura a medio cultivar y casi desierta; no así entonces: ciudades y aldeas la poblaban, y su suelo producía cosechas tan abundantes como varias. Adelantándose hacia el Sur, dejaron atrás José y María el pequeño Hermón, en cuyas laderas se escalonaban las aldeas de Naim y Sunem, célebres ambas, la primera en la historia del Salvador y la otra en la de Eliseo. Pasaron después por la ciudad de Jezrael, antigua capital del reino de Acab, construida en una altura que es ramificación de los montes de Golboé, aquellos que David maldijo porque en las cercanías de ellos perecieron Saúl y Jonatán. Engannim, «la fuente de los jardines», así dicha por razón de la abundante fuente que riega su territorio, rodeada de fresca y perenne corona de palmeras, algarrobos, olivos y otros árboles, les ofreció sin duda lugar de reposo. Cerca de allí comienza a levantarse paulatinamente el macizo de la montaña de Samaria, a través del cual penetra el camino formando sinuosas curvas, subiendo, bajando, para volver a subir más todavía; y después de haber llegado a la antigua ciudad de Samaria, recién restaurada en aquella sazón por Herodes, conduce en pocas horas a Siquem o Naplusa, que campea en situación admirable entre los montes Ebal y Garizim, casi a medio camino de Nazaret a Belén.
De allí seguíase subiendo más y más, a través de un desierto estéticamente poco interesante, pero en el que no faltaban aldehuelas, como Silo, Betel y Rama, que habían sido ilustres en la historia de Israel. No tardaron en divisar el monte Scopus y el de los Olivos. Atravesaron después Jerusalén, y ya no tuvieron que caminar los santos viajeros más que unos nueve kilómetros. Llegados casi al término de su viaje columbraron la fortaleza que poco antes había hecho construir Herodes en lo alto de la cónica montaña que por el lado Sudeste cierra el horizonte[27]. Pasaron luego por delante del sepulcro de Raquel, y helos, por fin, a las puertas de Belén.
Esta localidad es una de las más antiguas aldeas de Palestina. Durante mucho tiempo se llamó Efrata, «la fértil». Su nombre de Belén[28] quiere decir «casa del pan», y alude igualmente a la fertilidad de su territorio. Los árabes lo han reemplazado por el de Beit-lahm, «casa de la carne», sin duda por el ganado que abunda en el distrito. A los dos nombres hebreos alude San Jerónimo en una de sus cartas[29], cuando dice: «¡Salve, Belén, casa del pan, donde nació el pan que descendió del cielo! ¡Salve, Efrata, región rica en cosechas y frutos, cuya fertilidad viene de Dios!» San Lucas da a Belén el título de ciudad; pero en realidad seguía siendo una aldea[30], como en los tiempos en que decía de ella el profeta Miqueas: «Y tú, Belén, tierra de Judá (demasiado), pequeña para ser contada entre los millares de Judá»[31], es decir, entre las poblaciones compuestas de mil familias. Así, pues, en la antigüedad nunca fue Belén una ciudad propiamente dicha, y sólo desde hace algunos años data su actual crecimiento, contando hoy 10.500 habitantes[32], en su mayoría cristianos. Pero un rayo de gloria la iluminó ya diez siglos antes de nuestra Era. Era por haber sido patria de David[33] y por las grandiosas esperanzas que estaban vinculadas a ella, pues había de ser cuna del Mesías.
La actual ciudad está construida en el mismo sitio de la antigua aldea, sobre dos altozanos calcáreos próximos entre sí. El del Este es algo más bajo[34], pero más ancho y de pendientes más suaves. Sobre la meseta que le domina se levanta la iglesia de la Natividad. Al pie de las dos colinas se forman, por tres lados, valles bastante profundos. En el interior las calles son estrechas, sucias por lo común; como en todas las ciudades orientales, pinas y resbaladizas. El paisaje que la rodea es gracioso en su conjunto, a pesar de la desnudez de las cumbres rocosas, que se yerguen por todas partes. Al Este, los montes de Moab se levantan como muro gigantesco, de color azulado o violáceo. En las cercanías de Belén se extienden aún, como en tiempo de Jesús, huertos bien cultivados, que descienden formando terrazas hasta los valles inferiores, y sombreados por largas líneas de olivos, de almendros y de vides. Más lejos se ven campos y praderas, en cuyo verdor descansan los ojos cuando llega la estación propicia. A cierta distancia se muestra al peregrino el campo de Booz, donde antes de su matrimonio espigaba Ruth, ascen- diente de David y del Mesías.
Pero volvamos a la narración evangélica. Después de haber llevado a José y María hasta Belén, continúa San Lucas: «Y acaeció que estando allí se cumplió el tiempo en que María había de dar a luz.» Esta fórmula, no desprovista de solemnidad, recuerda otras palabras de San Pablo, más solemnes todavía: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley»[35]. ¡Pero qué sencillez en la frase siguiente del evangelista, que, sin embargo, anuncia un hecho a cuyo lado palidecen todos los acontecimientos de la historia del mundo: «Y dio a luz a su primogénito»! ¡Y cuán conmovedores son los demás detalles: «Y le envolvió en pañales, y le reclinó en un pesebre, porque en el mesón no había sitio para ellos»! Pintores, poetas y oradores cristianos se han complacido, cada cual a su manera, en adornar lo mejor posible la cuna del Verbo encarnado, alrededor de la cual han tejido rica y espléndida corona; pero nada de eso puede compararse con el sobrio y delicioso esbozo de San Lucas. Ni una reflexión hace sobre aquel milagro de los milagros; ni se esfuerza en ponderar la pobreza, las humillaciones, los vagidos lastimeros del Rey de los reyes, del Señor de los señores, hecho niño pequeño y más infortunado que la mayoría de los otros pequeñuelos. Conténtase con poner ante nuestros ojos arrobados al Hijo de Dios y al Hijo de María tendido en el pesebre de los animales, nacido, por consiguiente, en un establo. Harta razón tenía San Agustín para decir[36] que todo es aquí escuela de humildad y que todo nos da admirables lecciones de esta virtud. Pero ¿no es verdad que a un Dios Salvador le conviene mil veces más toda esta pobreza y humildad que le rodea que no la riqueza y esplendor de una regia corte? «Digno albergue —dice Bossuet[37]— para el que más tarde había de decir: El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza.» Digna cuna, podemos añadir nosotros, para quien había de morir en una cruz[38].
¿Pero cómo se explica que el Mesías naciese en un establo? No olvidemos la circunstancia que había conducido a María y a José a Belén. Otros israelitas, cuyas familias eran asimismo oriundas de la ciudad de David, habían sido también llamadas allí por el edicto de Augusto, y habían llegado antes que los padres de Jesús. Encontraron, pues, éstos completamente llenas no sólo las casas particulares, sino también el único khan o caravanera de la aldea. De ahí la patética frase del evangelista: «Porque en el mesón no había sitio para ellos.» No significa esto, pues, que se les hubiese negado duramente la hospitalidad, que ha sido siempre virtud especial de los judíos. No encontraron otro refugio que un establo, que dependía tal vez del khan[39].
¿Cuánto tiempo hacía que María estaba en Belén cuando dio a luz su divino Hijo? No es posible determinarlo con seguridad. Pero, a juzgar por la impresión que produce la narración de San Lucas, habría sido madre muy poco después de su llegada, durante la primera noche que la siguió. De que ella pudiese cuidar inmediatamente y en persona a su Hijo —¡con qué indecible respeto y ternura!— se ha deducido con frecuencia que fue sin dolor su alumbramiento. Por lo demás, es creencia católica firmísima, clara y unánimemente formulada desde la más remota antigüedad, que la madre de Jesús permaneció