Al año siguiente, habiendo Agripa I vuelto de Roma a Palestina con el título de rey, su hermana Herodías, a quien devoraba la ambición, sintió vivo pesar de verle preferido a su marido por el nuevo emperador, Cayo Calígula. A instigación de ella, determinóse Antipas a ir a Roma para obtener igual dignidad real. Pero en vez de acceder a la petición, Calígula le reconvino por haber acumulado indebidamente pertrechos de guerra y le desterró a Lyon, donde halló la muerte.
La infancia del Salvador y la mayor parte de su vida pública transcurrieron en el territorio de Herodes Antipas. Los Evangelios nos informan de que la predicación, y sobre todo los milagros, excitaron la atención y la curiosidad del tetrarca. Señalan también el indigno tratamiento que Herodes dio a Jesús durante la pasión.
No tenemos por qué ocuparnos aquí de Herodes Agripa I, cuyo nombre citábamos hace un instante, y que no desempeñó papel ninguno durante el período evangélico propiamente dicho. Él fue quien hizo morir al apóstol Santiago, y reservaba a San Pedro la misma suerte. Pereció miserablemente bajo el golpe de la divina venganza[11]. Gracias a los emperadores Calígula y Claudio, de cuyo favor gozó sucesivamente, había llegado a reunir bajo su cetro todos los antiguos territorios que en otro tiempo pertenecieron al reino de su abuelo Herodes el Grande. Sucedióle su hijo, Agripa II, con quien se terminó la dominación herodiana en Palestina. Ante este segundo Agripa compareció San Pablo en Cesarea.
Filipo, hijo del rey Herodes y de Cleopatra, judía originaria de Jerusalén, fue príncipe de costumbres suaves y pacíficas, que procuró la felicidad de sus súbditos. Iba de ciudad en ciudad administrando justicia. Gustábale también levantar construcciones fastuosas. Ensanchó y embelleció Paneas, cuyo nombre cambió con el de Cesarea. Reconstruyó la aldea de Bethsaida, situada cerca del sitio donde el Jordán entra en el lago de Tiberíades, y le dio por nombre Julia, en honor de la hija de Augusto. Murió el 33 ó 34 de nuestra Era.
Si de los tres hijos de Herodes entre quienes se dividió el reino pasamos a los emperadores romanos bajo cuya jurisdicción ejercieron aquéllos las funciones semirregias, notamos que los evangelistas sólo nombran dos: Augusto, el primero que fue investido de tan elevada dignidad, y su sucesor Tiberio. De hecho, en el reinado de ambos transcurrió toda la vida de Jesucristo.
De Augusto sólo una vez se hace mención, con ocasión del nacimiento del Salvador en Belén. Gozaba a la sazón, desde hacía unos quince años, de ilimitado poder en los inmensos territorios que los romanos habían subyugado uno tras otro. Él había organizado aquel Imperio, compuesto de pueblos diversísimos, de tan hábil manera, que le infundió notable unidad y lo mantenía en su obediencia por medio de funcionarios enérgicos que le representaban en todas partes. Se ha hecho con frecuencia y con justicia esta observación: reinaba entonces la paz, después de prolongadas guerras. Tan cierto era que reinaba la paz, que el Senado había decretado, entre los años 13 y 19 a. de J. C., que se erigiese en el Campo de Marte el altare pacis, no ha mucho descubierto. Podía, pues, aparecer ya el verdadero «Príncipe de la Paz»; pero mientras que el imperio fundado por Augusto desapareció hace ya mucho tiempo, el reino fundado por el Niño de Belén tendrá duración eterna.
Al morir Augusto, en el año 14 de nuestra Era, le sucedió Tiberio, a quien había asociado al trono dos años antes. Este nuevo reinado correspondió, por consiguiente, al mayor y más importante período de la vida de Nuestro Señor. Tampoco a Tiberio le menciona directamente el Evangelio sino una sola vez; pero a él aluden los historiadores de Jesús siempre que hablan del César. En un principio brillaron en este príncipe muy raras cualidades, especialmente las de capitán valeroso y diestro, excelente orador y administrador habilísimo. Más tarde empañaron enteramente su gloria los vicios más vergonzosos. Murió el año 37 de nuestra Era, a la edad de setenta y ocho años, tras un reinado de veintitrés.
Tales son los personajes que de cerca o de lejos eran dueños de Palestina en tiempo del Salvador; tales eran también las condiciones políticas del país. En suma, desde el día en que Pompeyo entró en Jerusalén como conquistador más o menos disfrazado, comenzó la dominación de Roma sobre el pueblo judío, que ya no dejó de ejercerse en adelante, a despecho de ciertas apariencias de libertad que concedía al pueblo y a sus soberanos inmediatos. Unas veces con discreción y otras con rigor, y aun con crueldad, si los judíos recalcitraban contra ella, siguió afianzándose de día en día hasta la época de la sujeción completa y de la ruina total del Estado judío, en el año 70. Esta preponderancia estableció estrecho contacto entre dos nacionalidades cuyo espíritu, cuyas costumbres y cuya religión estaban en oposición irremediable. Así acaecía que, con raras excepciones, los judíos odiaban a Roma con odio entrañable, sobre todo cuando dominó por completo en Judea; y si de ordinario este rencor estaba latente, hacíase peligroso y terrible cuando un caso imprevisto lo hacía hervir como un volcán. Jamás aquellos hijos de Israel, a quienes glorias pasadas y locas esperanzas de un porvenir mejor henchían de orgullo, pudieron someterse de espíritu y de corazón a la Roma pagana. Ésta logró conquistar el país exteriormente; nunca dominó las almas. La obligación de pagarle el impuesto se consideraba como verdadera ignominia, a la que no se sometían sino por fuerza. A este odio correspondían los romanos con el desprecio; en cuanto a las tentativas de revueltas, las ahogaban prontamente en sangre.
No daríamos a conocer suficientemente la organización política en tiempo de Jesús si no mencionásemos al mismo tiempo el sanedrín[12], especie de senado o asamblea superior nacional, que tenía entonces autoridad considerable para el régimen interior y administración del país. Su institución se remonta, al parecer, a fines de la cautividad de Babilonia, cuando los judíos que volvían de Caldea, después del edicto de libertad de Ciro, sintieron la necesidad de una asamblea de este género que resolviese ciertos casos relativos a la reinstalación. Los libros de Esdras y de Nehemías nos dan a conocer, en efecto[13], un senado semejante debidamente organizado, que mantenía relaciones oficiales con los funcionarios persas, dirigía la construcción del Templo y daba órdenes a sus correligionarios, amenazando con la excomunión a los recalcitrantes. Igualmente se habla de esta asamblea durante la dominación griega[14]. Más tarde, el procónsul romano Gabini (57-55 a. de J. C.), en tiempo de su gobierno en la provincia de Siria, creó en Palestina hasta cinco sanedrines, encargados de la administración política y judicial en otros tantos distritos especiales de Palestina[15]. El que tenía su asiento en Jerusalén acabó por eclipsar a los otros cuatro, conquistando jurisdicción, desde el punto de vista religioso, sobre todo el pueblo de Israel. Esta jurisdicción era muy amplia aun durante la dominación romana. Abarcaba las causas civiles y religiosas de alguna importancia; por ejemplo, la acusación de idolatría contra alguna ciudad, las falsas profecías, la ampliación de los atrios del Templo. De esta manera el sanedrían constituía un tribunal supremo de justicia. Velaba sobre la pureza de la doctrina, y por esto fueron sus delegados a pedir explicaciones al Bautista respecto de su predicación y bautismo; por esto mismo hizo comparecer a Jesús ante su tribunal, condenándolo después de un simulacro de juicio. Los romanos, al despojarle de toda influencia política, le dejaron ciertos privilegios, entre otros, el de pronunciar sentencias capitales. Mas no las podía ejecutar sin autorización expresa del gobernador. Pilato se lo recordó cierto día con frase irónica[16].
El sanedrín estaba compuesto de 71 miembros, que pertenecían a tres clases diferentes de la sociedad judía. Había en él príncipes de los sacerdotes, es decir, los principales miembros de la aristocracia sacerdotal; doctores de la ley, de quienes luego hablaremos detenidamente; en fin, «ancianos» o «notables» que representaban la aristocracia civil. El Sumo Sacerdote en funciones era el Presidente oficial de esta triple Cámara, que celebraba sus sesiones ordinarias en un local situado en las dependencias del Templo.
II. LAS CONDICIONES SOCIALES
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