Con revisar carteleras de Broadway de los últimos años se obtiene una idea de los esfuerzos de la comedia musical por lograr ese espectáculo que todavía no llega. La espléndida Sunday in the Park with George (1984, premio Pulitzer) de Sondheim y Lepine dio testimonio de la calidad textual y escénica que un musical puede alcanzar. En la temporada de 1991 destacaba, por ejemplo, City of Angels, de Gelbart, Coleman y Zippel, o The Secret Garden, cuya dramaturgia se debió a una de las autoras más importantes de esa década, Marsha Norman. En 2004, la sobresaliente era Caroline, or Change, con dramaturgia de Tony Kushner, y el fiasco fue la reposición de una versión musical de Las ranas de Aristófanes, en firma original compuesta por Stephen Sondheim y Burt Shevelove 30 años atrás, pero ahora pretenciosa y pobremente readaptada por Nathan Lane. En la misma línea hay que decir que la producción de musicales toca cada vez más temas reservados por lo común a teatros distintos de los de la calle principal de Nueva York. Rent, de Jonathan Larson, aún escenificándose, es un conglomerado de historias sobre las miserias urbanas, con sida y secuelas incluidas; ganó el premio Pulitzer a la mejor obra dramática en 1996. Miss Saigon ha resultado uno de los musicales de mayor interés; su título señala la presencia del delicado tema de Vietnam. No está de más, sin embargo, recordar que ambas comenzaron en off-Broadway, lo que no fue el caso de Sunday in the Park with George, temáticamente también espléndida, aunque no igual de exitosa, por otra parte. La comedia musical es un fenómeno ambivalente, pero en sus mejores productos ha sido capaz de trascender los propósitos netamente comerciales.
Lo mismo se puede decir del teatro convencional. Sólo siendo poco objetivo se puede condenar toda la producción de Broadway sobre la base de que es "teatro fácil" y nada más. En efecto, la comedia sentimental y el melodrama esquemático han reinado. Es imposible registrar la cantidad de autores y obras que han pasado por la gran marquesina. Su número es incalculable, y la calidad parece ir en proporción inversa. No obstante, sería absurdo negar la calidad que llega a darse, adicional a la de los productos no comerciales que con frecuencia acceden a la calle mayor. En ese sentido, una carrera como la de Neil Simon, quien de manera gradual ha ido alcanzando dimensiones superiores a las del circuito, quizá debería considerarse dentro de una historia del teatro norteamericano... y no pocas cosas de años anteriores tendrían que volver a revisarse. De nuevo, las carteleras pueden demostrar el esfuerzo de Broadway por diversificarse durante los ochenta y principios de los noventa, así como la sequía de ofertas en verdad interesantes del nuevo siglo. La temporada de 1991, por ejemplo, incluía, entre otras cosas, los eternos musicales A Chorus Line, Cats, Phantom of the Opera y Les Misérables, a la par de los entonces nuevos Miss Saigon y The Secret Garden o The Will Rogers Follies, que era más una revista que una comedia musical; además se podía ver Lost in Yonkers de Simon, comedia de alto nivel (premio Pulitzer), junto con algo del corte de, digamos, Breaking Legs, apreciablemente menor. Al mismo tiempo se presentaba una obra del dramaturgo irlandés Brian Friel, otra del británico Harold Pinter y dos de norteamericanos reconocidos, John Guare e Israel Horovitz. Nada mal para Broadway.
En 1988, apenas tres años atrás, los musicales de siempre convivían, por ejemplo, con las últimas representaciones de la reliquia de 19 años de edad, Oh Calcutta!, y la reposición de Anything Goes, de Cole Porter, al igual que la revista negra Ain't Misbehavin'. También en el género musical se encontraban Into the Woods, de Sondheim y Lepine, y la anodina Starlight Express, de Andrew Lloyd Webber, así como una atractiva producción de raíces africanas llamada Sarafina! En el cuadro de dramaturgia convencional, mientras tanto, aparecía el inevitable Simon con Broadway Bound; dos de los más importantes dramaturgos actuales, Lanford Wilson (Burn This) y David Mamet (Speed-the-Plow); M. Butterfly, la obra que consolidó la carrera de David Hwang, y una reposición floja de una obra igualmente floja de Tennessee Williams, The Night of the Iguana. Una temporada tampoco despreciable. Además, off-Broadway ofrecía cosas como Driving Miss Daisy, ganadora del Pulitzer, la célebre Tamara, Steel Magnolias y Vampire Lesbians of Sodom, entre otras.
La temporada 2004, en cambio, exhibía productos dominantes de una importante fuente de poder de Broadway, relativamente nueva en esta modalidad, si bien influyente en el pasado y muy bien conocida por otras razones durante largo rato: los espectáculos respaldados por la corporación Disney. The Lion King, el nuevo rey de los musicales; La bella y la bestia, muy por abajo de la anterior, y Aida, en su última temporada, de mejor factura pero poco atractiva, ilustran bien la combinación de factores que la industria cultural busca amalgamar para sus fines expresos en el nuevo milenio. En el caso de la primera obra: una historia de éxito más que comprobado; una directora, Julie Taymor, de gran imaginación, trayectoria y prestigio fuera de Broadway;8 la música de un ídolo pop, Elton John, combinada con la de Lebo M, un sudafricano poco conocido hasta la época en que se estrenó este espectáculo, pero cuya contribución al mismo supera con creces la del lord del pop inglés; letras de uno de los mejores en el negocio, Tim Rice; coreografía de altísima calidad por parte de Garth Fagan; un concepto de producción visual regio, debido a Taymor, quien convirtió un producto literalmente de caricatura en despliegue de imágenes asombrosas, y un elenco casi por entero afronorteamericano cuyas habilidades, como de costumbre, son impecables tanto en lo vocal como en lo dancístico.
Todo lo anterior, de millonarios costos —y luego de nueve años en cartelera, millonarias ganancias—, respalda un show tan eficaz como cuestionable, comenzando por una historia supuestamente sobre África, donde los africanos no tienen cabida sino como sugerencias de abyección; siguiendo con un planteamiento que en lo familiar, lo social y lo político es tan conservador como el clan Bush, y acabando con el propósito de la directora, de respetables logros en el ambiente escénico y capaz de engañar la vista de muchos ingenuos, de "redimir" tal empresa haciendo creer que ha devuelto a la historia de The Lion King una dignidad que nunca tuvo: a fin de cuentas, resulta curioso, por lo menos, que lo que Julie Taymor cree una recuperación del orgullo africano sea en los últimos años el espectáculo más codiciado por, y sólo accesible a, turistas y entes suburbanos capaces de pagar el estratosférico precio de entrada. Lo que más evoca el fenómeno de The Lion King, pese a que su producción visual resulte altamente virtuosa, es el cuestionable caso de espectáculos en que las grandes habilidades de un elenco afronorteamericano se ponían, literalmente, al servicio de la diversión blanca y de una idea de la negritud de igual modo ajena a la negritud. Poco honor se hace una artista como Taymor al tratar de dar giros intelectualmente dignos a cosas que no lo requieren, pues no podrían respaldarlos.9 Un fenómeno como éste justifica otra forma de entender que a Broadway se le llame The Great White Way: en un principio se trató de una simple descripción relacionada con el tamaño y el color, derivado de las luces de la calle y marquesinas; con su desarrollo conservador y terriblemente caro, hoy se le mira también como el lugar que mejor representa los intereses y los ways, o modos de ser, de las clases poderosas de Estados Unidos, mayoritariamente compuestas por gente blanca.
Entre muchas otras opciones, en 2004 acompañaban a los productos de Disney los musicales Chicago, Dracula y The Producers —esta última de valioso sentido del humor—; el fatigado The Phantom of the Opera, la nula Bombay Dreams de Andrew Lloyd Webber, otrora rey de los musicales; reposiciones de Little Shop of Horrors y Fiddler on the Roof —como de costumbre, buscando atraer públicos mediante la presencia de una de las figuras de moda en el cine (Alfred Molina)—, así como la insufrible Mamma Mia! Un esfuerzo musical menos abiertamente comercial lo representaba el inteligente espectáculo Caroline, or Change, escrito por Tony Kushner y dirigido por George C. Wolfe, la pareja responsable del éxito de Angels in America 10 años atrás. En lo que respecta al teatro no musical, destacaban I Am My Own Wife, de Doug Wright, ganadora del Pulitzer 2004; Frozen, de Bryony Lavery, y una blanda reposición de After the Fall, de Arthur Miller, meses antes de