El público norteamericano —y ello tiene su origen en Inglaterra— gusta sobre todo del virtuosismo de la actuación, lo cual, entre otras cosas, facilita la mercadotecnia del espectáculo. Pero este culto tiene su mayor efecto sobre la autoimagen de la sociedad. La sociedad capitalista más avanzada, indudablemente la del mundo de habla inglesa, halla en el actor uno de los mayores modelos de su mito primordial, el de la autoconstrucción del destino individual: el actor como el paradigma de quien se adapta a lo que le exige su ambición, el triunfador de muchos rostros, el gran transformista, el éxito encarnado, y no es coincidencia ni accidente que la enorme mayoría de ellos han sido hombres blancos heterosexuales... o que cuando menos se les haya hecho pasar por tales.2 Esta visión tiene un excepcional poder de convocatoria y, con el respaldo de la máquina creadora de sueños, ha llegado a adquirir tintes ilusoriamente "universales", sobre todo como consecuencia de grandes aparatos publicitarios que buscan convencer al mundo de que lo "universal" es lo culturalmente homogéneo y homogeneizador, cuando frecuentemente es de baja calidad o de menor complejidad, de menor diferenciación y, por ende, de menor capacidad para provocarnos emocional e intelectualmente. En repetidas ocasiones el público llega a confundir la calidad de una representación o el virtuosismo con los espejismos promovidos por los voceros del consumo. No son raros los casos de personajes que pasaron a ser, en las mentes del público, propiedad única de un actor, como Stanley Kowalsky, personaje central de A Streetcar Named Desire de Tennessee Williams, interpretado por Marlon Brando.
La rentabilidad está en la raíz de muchos conflictos en el medio del espectáculo en Estados Unidos. Es famosa la época de los productoresdictadores a la David O. Selznick —el de Lo que el viento se llevó— capaces de hacer y deshacer cualquier concepto de los artistas partícipes en su producción para satisfacer un vigoroso criterio industrial: la taquilla. Si el teatro de todas las épocas —pero sobre todo la moderna; tenemos a Shakespeare y a los demás isabelinos para dar testimonio— ha sido una empresa de entretenimiento público con indisolubles intereses comerciales, el de Broadway ha elevado ese factor a su máxima potencia y ha hecho del productor, para bien o para mal, rector del arte escénico. Y no es para menos, dado que los costos de producción en Broadway son estratosféricos. Siendo la regla y no la excepción el que en la "tierra de la prosperidad" los negocios de todo tipo generalmente fracasan, el show business es un gran riesgo. Una mala selección en el reparto, una equivocación sobre las expectativas del público, una crítica adversa de un reseñista influyente, el capricho imprevisible, todo puede llevar a la ruina. La apariencia de prosperidad de los espectáculos de Broadway es de hecho uno de sus mayores éxitos de ilusionismo. Todo proyecto debe considerar qué público espera tener, y el público que se espera en Broadway, a su vez, ha sido educado en una corriente más o menos homogénea de teatro-espectáculo, de diversión garantizada, de nombres relevantes en marquesina, pero sobre todo de comodidad. Una comodidad que no es la de las butacas, sino la de la relación con el espectáculo. El espectador medio de Broadway es un espectador que espera no sólo en el sentido de aguardar, sino en el sentido de no estar acostumbrado a participar o contribuir con el espectáculo.
Ésa es la queja reiterada de quienes pugnan por un teatro más emocional e intelectualmente exigente en Estados Unidos. Uno tras otro, desde 1993, año en que comenzó a circular la primera edición de esta síntesis, las reseñas, columnas financieras y otros documentos relativos al negocio del espectáculo que pude consultar para esta nueva versión insisten, directa o indirectamente, en el grave problema de que el teatro dependa en primer lugar de los aparatos de competencia y comercialización y sólo de manera secundaria involucre al público en experiencias artísticas y críticas valiosas, significativas.3 Sin importar cuán grandes sean los nombres que las generen (Miller, Shepard, Albee), las producciones de teatro que más exigen respuestas y participación tienden a fracasar cuando se muestran en Broadway. Incluso Angels in America terminó perdiendo dinero,4 pese a ser la producción más importante de su tipo en llegar a Broadway durante la última década, y no obstante que su duración en cartelera fue excepcional para una obra no musical. En parte, ello se debió al eterno círculo vicioso: Angels in America también fue la obra no musical de más cara producción en la historia de Broadway; de otro modo, no habría llegado allí. La presión de obtener un "éxito resonante" a fin de acceder al mayor mercado posible es muy grande. Cuenta la leyenda que, tras el estreno de Perestroika, la segunda parte de Angels in America, sus productores se encerraron en el baño del teatro a leer las principales reseñas que aparecerían al día siguiente, antes de dar luz verde para que comenzara la fiesta de celebración. Quizá temían no poder amortizarla en caso de que se diera una reseña realmente negativa, equivalente a la peor de las campañas publicitarias.
Pero lo reiterativo no quita lo verdadero. El teatro de Broadway, con su indudable espectacularidad y calidad técnica, propicia la pasividad y el sueño. No quiero decir que sea naturalmente aburrido; de hecho, sus mejores productos, si algo tienen es que son de lo más divertido. Me refiero al concepto en el que el valor central es el American dream. El teatro de Broadway tiene por característica y amuleto el ilusionismo, cuya constante es la impresión de que lo que se presenta es una porción de la vida real, cuando tal vez sólo se trate de lugares comunes y sentimientos esquematizados. En los productos comerciales medios se tiende a crear la ilusión de que lo norteamericano se caracteriza por su caridad cristiana, heroísmo, magnanimidad y oportunidades, o por una autocrítica que termina en lo bonachón o lo engañosamente cargado de sentimentalismo (que no de sentimiento); en pocas palabras, se propicia y fomenta la autocomplacencia. En ello va un rasgo fundamental de la cultura norteamericana, tema central de su mejor teatro: la profunda brecha entre la realidad y esa ilusión.
La crítica a su estrechez artística no cancela que el teatro de Broadway sea en ciertos sentidos una maquinaria ejemplar, sobre todo en cuanto a la disciplina profesional que impone.5 Su logro cimero es la comedia musical, que mucho aporta al teatro "serio" cuando rebasa positivamente la norma del ilusionismo y el sentimentalismo. Basta mencionar compositores del calibre de Cole Porter, Rodgers y Hammerstein, Sondheim, Hamlisch, entre tantos otros, para dar cuenta de la calidad musical y, a su modo, literaria que puede llegar a haber en un musical. No sólo es un fenómeno comercial —las comedias musicales suelen ser los éxitos más sonoros, y por ende también los fracasos más rotundos—, sino una forma moderna de teatro.6 Las dos obras que han permanecido más tiempo en cartelera en la historia de Broadway, A Chorus Line (premio Pulitzer 1976)7 y Cats, son comedias musicales nada carentes de interés, pese a lo que se diga con frecuencia, a veces por simple prejuicio. No obstante, hasta ahora la comedia musical no parece haber logrado el producto del que se pueda afirmar "he allí la gran obra que, además, es una comedia musical", o viceversa. Nunca ha dejado de intentarlo, sin embargo. En ese sentido también es cabalmente norteamericana. La comedia musical ha buscado materiales por todas partes, con la apropiación de otros géneros y con aspiraciones mayor o menormente fallidas. Piénsese en My Fair Lady, adaptada del Pygmalion de Shaw,