El cinema novo no es una película sino un complejo grupo de películas que debe, en última instancia, hacer que el público tome conciencia de su propia miseria. A finales de los años setenta el movimiento ya se había extinguido y directores como Ruy Guerra y Glauber Rocha regresaron del exilio al que debieron someterse, manteniendo su protagonismo en la escena cinematográfica en las dos décadas siguientes. (p. 71)
Cine militante y una tercera mirada
La nueva ola del cine argentino surge a mediados de la década de 1960, en un contexto de creciente interés cultural entre los pobladores de Buenos Aires. El nuevo boom de la literatura y el cine latinoamericano, y el interés hacia el cine de autor proveniente de Europa, fueron determinantes para la aceptación de un cierto tipo de películas que empezó a hacerse y presentarse en aquella época. La relación con los novelistas del nuevo boom consistió en adaptaciones de algunas de sus novelas al cine y, en algunos casos, en colaboración de los autores como guionistas de las películas. López (1988) define el movimiento como un cine intelectualizado, diseñado para una pequeña élite de la audiencia de Buenos Aires, y su principal logro fue llevar a la pantalla, con la fluidez técnica del cine europeo, la visión de mundo y las experiencias individuales de la clase media de la capital argentina. Los productores de la nueva ola describen autobiográficamente el mundo que ellos conocen: las calles de la ciudad, los problemas de angustia de la clase media, la alienación y la anonimia, la confusión sexual de los jóvenes y el aburrimiento sexual de los viejos (p. 52).
Claramente influido por el espíritu de la reciente Revolución cubana y la oposición a la política del Gobierno argentino, el cine liberación plantea exploraciones estéticas, pero siempre subordinadas a un mensaje político-pedagógico. Este movimiento realizaba sus películas como parte de una estrategia que propiciaba la participación del espectador, que se convertía en actos políticos y procesos de comunicación popular, que, según Silva (2011):
Quería fervorizar, inquietar y preocupar a quienes no poseían esta conciencia y establecerse como un cine antiburgués; propueblo y contra el antipueblo que ayude a emerger del subdesarrollo al desarrollo, del subestómago al estómago, de la subcultura a la cultura, de la subfelicidad a la felicidad, de la subvida a la vida. (p. 2)
En el II Encuentro de Cineastas Latinoamericanos de Viña del Mar en 1968, surgió la idea del cine latinoamericano como un instrumento de descolonización, a partir del reconocimiento del papel del cine y, en general, de los medios masivos de comunicación en la colonización cultural de América Latina. En este histórico encuentro, se denunció la situación de algunos realizadores latinoamericanos que habían contribuido a “institucionalizar y hacer pensar como normal la dependencia […] logrando que el pueblo no conciba su situación de neocolonizado ni aspire a cambiarla” (Restrepo, 2015, p. 66).
Después de realizar La hora de los hornos (Solanas y Getino, 1968), una de sus películas más destacadas, Solanas y Getino escribieron su influyente ensayo “Hacia un tercer cine” (1969), que fue la base de su teoría del cine latinoamericano como una tercera mirada, distinta de la norteamericana y europea. Los autores definen allí el primer cine como aquel que promueve una visión burguesa del mundo y considera a los espectadores como consumidores pasivos de una ideología capitalista, y al segundo cine como el cine de autor en el que el cineasta es visto como un artista que usa un lenguaje cinematográfico no estandarizado y opera sin obedecer las leyes de distribución del sistema capitalista.15
Solanas y Getino, citados por J. King (1994, p. 101), afirman que para lograr constituirse en un auténtico tercer cine alternativo, diferente del que ofrece el sistema, se requiere uno de dos requisitos: hacer películas que el sistema no pueda asimilar y que sean extrañas a sus necesidades o hacer películas que directa y explícitamente combatan el sistema. Para estos realizadores, “ninguno de estos dos requisitos es compatible con las alternativas que todavía ofrece el segundo cine, pero pueden encontrarse en la apertura revolucionaria hacia un cine marginal y en contra del sistema, un cine de la liberación, el tercer cine”.
Como se ha comentado, este movimiento tuvo una relación ambivalente con la llamada política de autor francesa, pues, aunque se oponía por principio a las dos vías dominantes: Hollywood y Europa, fueron sus autores los principales protagonistas del movimiento, y su presencia les otorgó un estatus autorial de reconocimiento entre intelectuales y cineastas de todo el mundo.16 Así lo afirman Burucua, Hart & Wood (2008, p. 148) cuando afirman que el reconocimiento de la noción de la autoría en el cine, así como su valor y relevancia, funciona en términos prácticos, económicos, analíticos y estéticos, pero también pone en evidencia la idea de que la figura mística del autor debe ser cuestionada y sometida al matiz del devenir de la historia.
Como se ha comentado, muchos directores latinoamericanos estudiaron en Roma al lado de los principales exponentes del neorrealismo italiano y este fue el caso de Fernando Birri, que se erigió en líder del naciente movimiento y que vio en las ideas neorrealistas una oportunidad para transformar el cine argentino, mediante la constitución de una escuela de cine nacional. Según Birri, regresó de Europa con la idea de fundar una escuela cinematográfica de acuerdo con el modelo del Centro Sperimentale, donde los directores, fotógrafos, escenógrafos, técnicos de sonido y todos los demás recibirían entrenamiento. Al regresar a Santa Fe, y habiendo visto las condiciones de la ciudad y del país en ese momento, se dio cuenta de que semejante escuela sería prematura. Lo que se necesitaba era una escuela que combinara las bases de producción cinematográfica con bases de sociología, historia, geografía y política, porque lo que realmente se podía emprender y estaba a tono era una búsqueda de la identidad nacional (Burton, 1986, p. 284).
El desarrollo del movimiento cine liberación fue truncado por las dictaduras militares argentinas que llevaron al exilio a sus representantes. Aunque se hicieron algunas películas desde el exilio, los títulos argentinos no tuvieron la resonancia de los chilenos, y a su regreso al país, en la década de 1980, el cine de autores como Fernando Solanas estuvo más cerca de representar al que él mismo definiría como segundo cine, de ahí que Burucua et al. (2008) relacionen el cine de Solanas, García Espinosa y Sanjinés con el cine de autor, con todas sus connotaciones de genialidad artística y prestigio internacional.
Shaw (2004) aclara que la posición de la propuesta de una tercera mirada latinoamericana parte de la definición de un primer cine que plantea un punto de vista burgués del mundo, que considera al espectador como un consumidor pasivo de ideología y un segundo cine como un cine de autor en el que el realizador es visto como un artista que utiliza un lenguaje cinematográfico no estandarizado y que no se rige por las leyes de distribución del sistema capitalista.
Uno de los más importantes aportes de la propuesta de Solanas y Getino (1969) se relaciona con la insistencia en que el cine latinoamericano debe promover su propia identidad y desmarcarse de la propuesta realizada e impuesta desde la gran industria del cine de Hollywood. La propuesta narrativa de estos realizadores se acerca bastante al documental, centrado en los indígenas y en la gente pobre y marginada de la sociedad, y el tratamiento que se da como personajes a las autoridades suele ser satírico. Se trata, en cierta forma, de una visión maniquea que romantiza la lucha del pueblo y deshumaniza a la clase política (Shaw, 2004, p. 480).
Una manifestación importante de la influencia de estos movimientos en otros países de América Latina puede verse en tres tendencias estilísticas desarrolladas por realizadores colombianos de este periodo: Marta Rodríguez y Jorge Silva, Carlos Mayolo y Luis Ospina, y Carlos Álvarez. Esta generación de jóvenes directores de cine educados en escuelas de cine extranjeras y con una gran influencia marxista llevó a la gran pantalla historias de denuncia, inspiradas en el conflicto interno colombiano y en las desigualdades sociales.
Rodríguez y Silva son los documentalistas colombianos más conocidos, y obtuvieron el reconocimiento de la crítica con Chircales, proyectado en una versión preliminar en el Festival de Cine de Mérida en 1968 y, finalmente, estrenado en 1972. La posproducción de Chircales fue financiada con el premio que ganaron por su documental Planas: testimonio de un etnocidio (1970), que denunció la persecución y tortura de una comunidad indígena en los Llanos Orientales