En cuanto a la gobernanza del sistema, esta continúa articulada en torno a universidades dotadas de amplia autonomía y al decidido apoyo y mecenazgo por parte del gobierno. La diferencia radica en que las organizaciones poseen ahora un componente de representación colegial en su propio gobierno interno y grupos de interés en el interior de los claustros movilizados por diferentes proyectos político-ideológicos e ideas distintas de la universidad y su rol en la sociedad. La intervención conductora, planificadora u orientadora del gobierno sigue siendo débil, a pesar del mayor gasto fiscal destinado a la educación superior. Y los mercados se mantienen completamente fuera del horizonte de las políticas públicas, reduciéndose incluso la escasa competencia por estudiantes, dada la fuerte expansión de las vacantes durante estos años.
Inesperadamente, el juego político en que se vieron envueltas las organizaciones reforzó su autonomía, como quedó consagrado en el Estatuto de Garantías Constitucionales de 1970. De acuerdo con este, las universidades estatales y privadas reconocidas por el Estado son dotadas constitucionalmente del mismo grado de autonomía académica, administrativa y económica, y se establece el deber del Estado de “proveer a su adecuado financiamiento para que puedan cumplir sus funciones plenamente, de acuerdo a los requerimientos educacionales, científicos y culturales del país”. Los sucesivos gobiernos de Frei Montalva y Allende se inhiben de intervenir directamente en las universidades, no así los partidos políticos que apoyan o se oponen a estos gobiernos.
Como se señaló, el protagonismo de las universidades en la esfera pública se incrementa aceleradamente; los medios de comunicación, igual que los partidos y la sociedad civil, se ocupan habitualmente de ellas. A su vez, las instituciones se proclaman inteligencia de la sociedad y conciencia de la nación, elevando su estatus y visibilidad pero, sobre todo, su autoconciencia como pretendidos órganos de una ilustración de masas (masas que entonces permanecerían aún por un buen tiempo extramuros de la universidad). En tales circunstancias, las fuerzas del mercado apenas transmiten una debilísima señal a las universidades: no hay casi competencia por alumnos, salvo por los mejores de ellos medidos con el examen de ingreso; no hay propiamente un mercado laboral académico, pues las adscripciones institucionales de los docentes e investigadores son fuertes y forman parte de identidades teñidas con un alto valor ético-vocacional; las universidades tampoco compiten por recursos, sino que negocian políticamente su presupuesto con autoridades gubernamentales más que dispuestas a invertir en mayor acceso y alianzas con el mundo universitario, y no hay un desesperado intento por sobresalir en un ranking de prestigio académico-institucional, pues las reputaciones no sirven para obtener recursos ni se transan en el mercado simbólico. Por el contrario, este se halla dominado por la circulación de “marcas” político-ideológicas. La emulación entonces tenía como meta situarse en la vanguardia del cambio y, para las instituciones, ser reconocidas por su compromiso ideológico-cultural.
En conclusión, puede decirse que la reforma de 1967 es una suma de procesos que nacen y se consuman dentro de las organizaciones universitarias, pero significan un primer momento de inflexión en la trayectoria de la educación superior moderna de Chile. De hecho, la reforma es la entrada de un sistema de antiguo régimen a un régimen moderno, donde se expande la profesionalización académica, las universidades adoptan una división del trabajo que por primera vez incluye sistemáticamente la producción de conocimiento, hay formas de gestión burocráticamente racionalizadas, se democratizan las formas de gobierno y se politiza el vínculo de las instituciones y del saber con la sociedad y los agentes de cambio. La política gubernamental apenas interviene en estos procesos, a no ser mediante los instrumentos del tesoro público7. Simultáneamente, la autonomía vuelve aún más autárquicas a las universidades, rodeando su aura simbólica con una garantía constitucional explícita de autodeterminación, lo cual deja al gobierno fuera de juego pero no puede impedir que los agentes de la política —dentro y fuera de las organizaciones— se vean envueltos en la lucha por el poder universitario y su proyección hacia el conjunto de la sociedad.
3. INTERVENCIÓN MILITAR
Ya se anticipó que el momento del golpe militar coincide con el punto en el tiempo en que la educación terciaria chilena comenzaba a transformarse en una empresa masiva. Sin embargo, el 11 de septiembre de 1973 ocurre una de aquellas coyunturas que el análisis neoinstitucional designa como shock externo (Streek y Thelen, 2005), el que en este caso alteró abruptamente la gobernanza del campo organizacional y el paradigma de la política pública dirigida a este sector. En efecto, tan pronto el gobierno democrático fue removido, las universidades fueron puestas bajo control del gobierno militar, las comunidades académicas y estudiantiles reprimidas, el gobierno colegial proscrito y el gobierno de las instituciones fue asumido por rectores delegados de la Junta Militar, dotados de amplios poderes. Según expresó uno de ellos a la prensa en ese tiempo: “No cabe duda que las atribuciones de un rector-delegado son muy amplias, las máximas. El rector-delegado está en condiciones de crear, de suprimir, de contratar, despedir, organizar y reorganizar las estructuras de la universidad”. Otro señaló: “Aquí todos [los profesores] son de confianza del Rector, si no, no estarían en la universidad” (Brunner, 1984, pp. 159 y 160).
La justificación invocada para la intervención de las universidades fue el apartamiento de su rol natural, su politización (marxista) y, por ende, la necesidad de depurarlas y restituir su función propia en la sociedad. La intervención nace pues del imperio de la ideología de la seguridad nacional proyectada a los claustros, dando lugar a la universidad vigilada (Millas, 2012), al mismo tiempo que impone una ideología académica restauradora guiada por el ideal de la universidad “torre de marfil”, alejada de los ruidos de la calle y centrada únicamente en sus tareas propias de formación e investigación.
La plataforma organizacional del sistema entra en fase de congelamiento, sin aumentar su diversidad ni dentro de las instituciones ni entre ellas; ni en sentido horizontal ni en sentido vertical. El poder autónomo de los académicos, al igual que el de los estudiantes, se adelgaza hasta desaparecer. El gobierno institucional se concentra en la figura del rector interventor, quien designa, en línea jerárquica, a todos sus colaboradores dependientes. La colegialidad da paso a una extrema burocratización.
Al mismo tiempo, se detiene y revierte el crecimiento de la matrícula terciaria. Tras alcanzar un número de 146.000 alumnos en 1974, disminuye a 145.000 en 1980. La tasa bruta de participación se mantiene por debajo de un 15% durante estos años, cayendo a menos de un 12% en 1980. Desde este punto de vista puede decirse que la política de la dictadura fue profundamente reaccionaria en este sector, buscando restaurar —o, a lo menos, prolongar— el estadio propio de una educación superior de elite que, como se vio, había estado a punto de ser superado en 1973. Este ingrediente reaccionario aparece justificado por el ideal del aislamiento de la academia respecto de las turbulencias del medio ambiente, de una rigurosa imposición de la disciplina y las “jerarquías del saber”, elementos todos presentes en la ideología universitaria de la dictadura (Brunner, 1981 y 2009) postulados desde temprano por medio del programa corporativo-gremialista de descontaminación ideológica de la universidad (Guzmán, 1971).
También la gobernanza del sistema se simplifica y esquematiza al máximo. Todo ocurre de arriba hacia abajo, desde los rectores-delegados que reportan al gobierno y que, hacia abajo, ejercen el mando y control vertical de sus subordinados. Las partes interesadas externas ven reducido su poder al mínimo, incluso la Iglesia Católica, la masonería, los intereses regionales y locales y los medios de prensa que, bajo un régimen de pautas y autocensura, pierden interés por lo que sucede en estas casas de estudio8. La coordinación del sistema se deposita en el poder del gobierno, que la ejerce primordialmente mediante el presupuesto anual de la nación. De hecho, el gasto público extraordinariamente alto en educación superior que existía al momento del golpe militar se reduce a la mitad entre 1973 y 1980 expresado como porcentaje del PIB, cayendo de alrededor del 2% al 1% del PIB y, como proporción del gasto total en educación, de alrededor del 40% al 29% (Brunner, 1992, pp. 46-48). En cambio, aumentan los recursos fiscales destinados a actividades de investigación y desarrollo (I+D), a pesar de lo cual la actividad científica muestra un estancamiento en número de publicaciones originadas en Chile durante los años