El Informe sobre la educación superior en Chile: 1980-2003 fue publicado por la Editorial Universitaria en 2004, y desde entonces ha tenido una vitalidad algo sorprendente, al menos para sus autores. Además de su uso por la comunidad especializada de Chile, con frecuencia aparece referenciado en trabajos de autores extranjeros, como fuente de carácter panorámico y general —introductoria, se podría decir— sobre la educación superior chilena. Que aún hoy el libro preste ese servicio es motivo de satisfacción, pero a la vez de una cierta inquietud, por cuanto algunas partes de su contenido se encuentran considerablemente desactualizadas. Por lo pronto, en estos últimos diez años la matrícula ha seguido creciendo a paso firme, duplicándose entre 2004 y 2013. Y si es verdad el postulado de Martin Trow de que todos los problemas de la educación superior están asociados a su crecimiento, entonces debiera haber muchos nuevos problemas en la educación superior chilena que justifican una nueva revisión de su estado, a la vez amplia y profunda, como la que en este libro se ha propuesto.
Una instancia de los cambios acaecidos en la última década concierne, por ejemplo, a la escala de las instituciones. A inicios de la década de 2000, una preocupación recurrente de los analistas era el pequeño tamaño de muchas instituciones de educación superior, especialmente en el sector de los centros de formación técnica (CFT), que suscitaba dudas sobre su viabilidad de mediano plazo. Pues bien, esas dudas han probado ser fundadas, ya que desde entonces la base institucional se ha contraído: de 115 CFT operantes en 2003, subsisten hoy 61, y de 51 institutos profesionales, se mantienen en funcionamiento 42. Cuatro universidades también han desaparecido. Como resultado de ello, y del incremento de la matrícula, las instituciones de educación superior son, en promedio, considerablemente más grandes que hace una década. Cabe resaltar que la mayoría de estos cambios de la base institucional han sido, como buena parte del devenir de la educación superior de Chile, obra del mercado —que conduce a algunas instituciones a dificultades financieras, seguidas de fusiones y adquisiciones— y no del ímpetu regulatorio del Estado, aunque también hay casos de cierres decretados por la autoridad, como documenta María José Lemaitre en su capítulo de este libro, al hacer un balance de los procesos de licenciamiento de nuevas universidades e institutos profesionales a cargo del Consejo Superior de Educación (hoy, Consejo Nacional de Educación). La consolidación de la base institucional no ha disipado, sin embargo, la preocupación por la calidad de muchas instituciones, como nos recuerda Lemaitre en el capítulo ya citado.
La expansión de los cupos remite inmediatamente a la pregunta por los profesores: ¿de dónde salen los nuevos docentes para los nuevos alumnos? La ampliación del sistema ha ido acompañada de un incremento del número de profesores, aunque de manera no lineal. En efecto, Paulina Berríos afirma en su capítulo que la dotación de profesores también se duplicó, pero en un arco temporal más amplio, que va desde 1995 hasta 2010. En cambio, en la última década, el tamaño del profesorado apenas ha variado un 5%, incremento que parece estar concentrado en el sector de las universidades privadas. Sin embargo, Berríos también muestra cómo ha cambiado, al menos en las universidades del Consejo de Rectores, el perfil de los académicos, creciendo en los últimos diez años del 55% al 65% aquellos que cuentan con estudios de posgrado. Dado que estas universidades apenas han expandido sus dotaciones de profesores, este cambio ha debido resultar de la renovación del cuerpo académico más que de su incremento. La ampliación del profesorado con doctorado, en particular, así como el incremento de la matrícula en programas de doctorado en Chile, que muestra Bernabé Santelices en su capítulo, seguramente alimentan la gran expansión en productividad científica de la universidad chilena, que duplica sus publicaciones de corriente principal en la última década, aunque esa productividad continúa concentrada en un pequeño número de universidades, como también muestra Santelices en este volumen.
Pero no solo ha habido transformaciones en la base institucional del sistema y en el profesorado. El estudiantado de hoy es cualitativamente diferente al que componía el sistema de educación superior hace diez años. La multiplicación de las vacantes, sumada a la aparición del crédito con aval del Estado en 2006, y el notable incremento en los últimos años de las ayudas financieras disponibles para los estudiantes, tendencias que aparecen tratadas en el capítulo de Ricardo Paredes, han expandido las oportunidades de jóvenes de menores ingresos económicos de acceder a la educación superior. Con todo, como Óscar Espinoza y Luis Eduardo González argumentan en su capítulo, la equidad no depende solo de un mayor acceso de los estudiantes más vulnerables, sino también de sus probabilidades de avanzar en sus estudios, graduarse y transitar exitosamente al mundo del trabajo, dimensiones todas ellas en que Chile tiene mucho espacio para mejorar aún.
Una mayor diversidad en el estudiantado debiese tener repercusiones en la principal función de las instituciones de educación superior de Chile: la docencia. En el capítulo de Carlos González se examina esta cuestión. La masificación de los estudios de este nivel, las demandas cada vez más complejas de las sociedades nacionales y locales sobre sus instituciones educacionales y la sensación de que las entidades formadoras no están haciendo bien su trabajo principal confluyen para poner en el centro de la agenda la calidad y pertinencia de la enseñanza. Los antecedentes recopilados por Carlos González sugieren que nuestras instituciones de educación superior, no obstante el esfuerzo que han hecho en la última década por mejorar su docencia, con sustancial apoyo financiero del gobierno —especialmente por medio del programa MECESUP del Ministerio de Educación—, no terminan de adaptarse a los desafíos que encuentran en sus estudiantados, y que predomina la actitud, explícita o no, de “culpar” al estudiante por su falta de preparación o interés en el tipo de aprendizaje que les brindan sus profesores.
Los nuevos alumnos de la educación superior tensionan también las tradicionales vías de incorporación a las instituciones o, más ampliamente, la forma en que se conecta la oferta de las instituciones con la demanda de los que tienen interés en estudiar. La educación superior es un mercado, que se caracteriza, entre otros defectos, por la asimetría de información entre los oferentes y los demandantes. Sin embargo, en estos diez años, la información disponible para los estudiantes ha mejorado mucho. No me refiero solo a la publicidad de las instituciones (que actualmente se canaliza no solo por los medios tradicionales de comunicación, sino también mediante las redes sociales) o a los rankings, que, con todas sus limitaciones, permiten gruesas aproximaciones a lo que cada institución tiene detrás de su fachada. Más allá de eso, la riqueza y precisión de los datos sobre inserción laboral y remuneraciones que ofrece el portal mifuturo.cl, con poco parangón en el mundo, están disponibles hace casi una década para los estudiantes chilenos. Articulaciones como esta entre las instituciones y sus potenciales estudiantes son materia del capítulo de María Verónica Santelices, Pilar Galleguillos y Ximena Catalán. En línea con los hallazgos sobre la relación entre clase social y acceso que reportan en su trabajo Espinoza y González, ellas exploran, entre otros asuntos, cómo el nivel socioeconómico de los jóvenes incide en su forma de usar la información sobre la educación superior, además de condicionar su desempeño en la Prueba de Selección Universitaria (PSU). Estos diez años han traído además una buena dosis de experimentación con programas de admisión especial a la universidad acompañados de preparación previa de jóvenes escolares (propedéuticos) o de nivelación de estudiantes de nuevo ingreso, los que también son revisados por María Verónica Santelices, Pilar Galleguillos y Ximena Catalán en su contribución a este libro.
Volviendo al tema de la preocupación por la calidad que acompaña a la masificación, vemos que la última década fue testigo de la institucionalización legal de la acreditación, con la Ley de Aseguramiento de la Calidad de 2006, proceso de evaluación que, como muestra María José Lemaitre en su capítulo, tiene precedentes durante la década previa en la acreditación experimental y voluntaria de la Comisión Nacional de Acreditación de Pregrado, en la acreditación de los posgrados con fines de asignación de becas de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT) y en los procedimientos y estándares de lo que hoy se llama licenciamiento, a cargo del Consejo Nacional de Educación. No obstante esta experiencia, el desarrollo de la acreditación tuvo una trayectoria poco feliz, no solo por la contingencia de los tratos indebidos actualmente investigados por la justicia que involucran al presidente de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA) y a algunas