El concepto del subgrupo como unidad básica del grupo es relativamente nuevo y para muchos terapeutas no es lo fundamental. La mayoría combina el foco en la persona o en el líder con un abordaje centrado en los sistemas. En nuestra experiencia, es un concepto que está presente e ilumina el trabajo terapéutico, ya que permite dar cuenta de las formas de inserción más reiterativas que los niños tienen en el grupo, algunas de las cuales podrían explicar sus dificultades o las respuestas de los grupos hacia ellos, en su contexto natural. Por ejemplo, un niño que se victimiza podría despertar en el grupo sentimientos agresivos que le confirman su posición de víctima.
Los aportes de la teoría sistémica al trabajo en terapia de grupo son muy valiosos, siempre y cuando no se pierda de vista la individualidad y el sufrimiento de las personas que integran un grupo dado. Los niños pueden aprender vicariamente de las experiencias de los otros integrantes del grupo y conectarse con su estado emocional. Por ejemplo, cuando un niño relata una experiencia traumática, habitualmente todo el grupo tiene una experiencia emocional que lo conecta con los sentimientos del niño que está relatando, incluso aquellos niños que tienen más dificultad para conectarse con los otros.
Siguiendo el principio de isomorfismo, que dice que un cambio en un nivel del grupo se refleja en el resto de los niveles, Agazarian (1989) descartó la errónea suposición de que los sistemas de nivel grupal y de nivel individual requieren dos perspectivas distintas. La segunda conclusión fue que el cambio de estructura se produce por un cambio de la permeabilidad de las fronteras, no sólo a consecuencia de un estímulo externo. Un tercer punto tenía que ver con la autonomía de los sistemas y su capacidad para cambiarse a sí mismos: ello introducía un giro en la percepción del grupo como un modelo inactivo para pasar a ser un modelo activo y cambiante, a la vez que situaba al terapeuta como alguien trabajando no con un grupo sino en un grupo. Se desarrolló un modelo de terapia de grupo centrado en el proceso, entendiendo que la estructura del grupo se transforma en el intercambio con el medio ambiente y se define cerrando sus fronteras. El grupo es una “estructura viva”, es autorreferencial, se regula a sí misma y genera su propia autonomía. En este modelo el terapeuta hace parte de esta estructura (J. Durkin, 1981).
En la aplicación de la teoría de sistemas a la práctica de la terapia de grupo, después de 10 años de trabajo, estos autores encontraron que los resultados se pueden agrupar en dos categorías: algunos terapeutas aplican uno o más principios de la teoría de sistemas a su modelo tradicional y otros aplicaron toda la teoría ya sea enriqueciendo su habitual práctica o desarrollando modelos nuevos. Para J. Durkin (1981) los principios sistémicos aportan un entramado teórico, dentro del cual cada terapeuta puede integrar su propia teoría o sus variaciones peculiares. H. Durkin (1971) trabaja integrando métodos analíticos a los principios sistémicos: a nivel del proceso grupal, ella trabaja con los conceptos de permeabilidad de frontera, intercambio de información y energía. A nivel de contenido, en las reuniones grupales aborda las primeras experiencias familiares de los integrantes y las dinámicas inconscientes.
En general, los terapeutas que trabajan desde la perspectiva sistémica asumen que las intervenciones al grupo como totalidad influyen sobre cada persona y, asimismo, las intervenciones dirigidas a una persona en particular van a influir sobre el grupo como totalidad (Horowitz, 1977). Del mismo modo, el rol desempeñado por un individuo en un grupo va a cumplir una función tanto para él mismo como para el grupo en su totalidad. En esta perspectiva, el rol no es una característica propia de la persona sino una función que ésta desempeña, es así como las personas desempeñan distintos roles en los distintos grupos en los cuales se integran.
Cuando las personas son más rígidas no logran variar el rol y situarse de acuerdo al grupo actual. La terapia grupal infantil permite visualizar claramente los patrones de interacción y los guiones que el niño desarrolla con los otros y que hacen parte de su percepción de sí mismo y de los otros y de sus dificultades. En el caso de niños que se definen como rechazados o que se definen como populares, es posible hacer diversas intervenciones para favorecer roles más adaptativos. Los juegos de roles les permiten entender los roles que las personas juegan en el grupo y comprender y flexibilizar el propio. Por ejemplo, el juego de poner etiquetas: el terapeuta le pega a cada niño una etiqueta en la frente, de manera que el niño que la tiene no la conoce, solo la ven los otros. Se le pide al grupo que actué con los otros según lo que lee en cada etiqueta. Algunas etiquetas pueden ser: “soy invisible”, “todos quieren jugar conmigo”, “soy peleador”, “soy entretenido”, “no me consideran”, “me tienen miedo”, “me encuentran aburrido”, “soy simpático” y tantas otras. Al término el juego cada niño ve la etiqueta que tenía puesta y de este modo puede entender que los otros lo trataban de acuerdo al rol que estaba representando. Si representa otro rol, puede ser tratado de otra manera.
Agazarian (1989) definió la siguiente jerarquía en la terapia de grupo: el sistema de miembros, el sistema subgrupo y el sistema de grupo como totalidad. Estos sistemas están isomórficamente relacionados. En esta jerarquía, cada sistema existe dentro del medio ambiente del sistema superior y, a su vez, es el entorno del sistema inferior. Como sabemos, todo sistema vivo está influenciado por su entorno. En la terapia de grupo el sistema central son los subgrupos, que se forman a partir de similitudes y se separan por sus diferencias. De esta manera, las diferencias en el sistema son contenidas por los subgrupos, mientras que el grupo evoluciona lo bastante para integrarlas.
El proceso de formación de subgrupos se sustenta en la tendencia natural de los sistemas a escindirse. Esto lo podemos apreciar claramente en los grupos de niños cuando desde el inicio y, sin que haya mediado ninguna intervención de las terapeutas, los niños se ubican según sus similitudes, según una atracción inconsciente que los acerca buscando la seguridad que da estar entre iguales, dentro de lo cual la variable género es muy importante.
En este enfoque, la formación de subgrupos es una técnica para trabajar los conflictos. Las personas van tomando conciencia de las divisiones estereotipadas, de las ambivalencias y de las polaridades en las que se sitúan en una situación de conflicto.
La técnica consiste en identificar un conflicto. Posteriormente cada participante toma partido por una posición dentro de él. Esto divide el conflicto deliberadamente y lo contiene en los subgrupos. Cada subgrupo explora y profundiza una de los aspectos del conflicto, con lo que aparecen diferencias dentro de lo aparentemente similar. Los subgrupos se va diferenciando cada vez más. En la medida que cada subgrupo asume una posición y la defiende se va llegando a una mejor comprensión e integración del conflicto. El aceptar las diferencias permite que aparezcan las similitudes.
Otro aspecto enriquecedor de esta forma de trabajar es que, al ser parte de un subgrupo, la persona no está trabajando sola en su dificultad, no está centrada en su exclusivo dolor y preocupación por sí mismo, sino que tiene que escuchar y tomar contacto con otros que están en una situación similar. Se crea un contexto especular, donde cada participante mantiene contacto visual y verbal y cruza sus fronteras personales internas para estar con los otros. “Los miembros aprenden a mostrarse a través de los ojos, a estar disponibles para los demás y no tener que adivinar el pensamiento” (Agazarian, 1991, en Kaplan y Sadock, 1996, p. 46).
En el grupo los niños tienen un espacio para recuperar su derecho a hablar y ser escuchados, lo que no se resuelve con hacerles muchas preguntas, porque, tal como plantea Tonucci (2002), de este modo se produce entre los niños una fuerte competencia por quien responde primero, recogiéndose casi exclusivamente lugares comunes y estereotipos, es decir, lo primero que se nos viene a la cabeza. Dar la palabra a los niños significa, en cambio, crear una situación propicia para que se expresen. Coincidimos con Vidal (2011) en que los procesos de cambio y transformación necesitan de cuidados especiales para acontecer de una forma satisfactoria para todos los involucrados en el proceso. Ella relata haber utilizado anteriormente la metáfora de la brújula que la ayudaba a saber hacia dónde iba, pero que actualmente la convicción de que no hay certeza la ha llevado a una transformación epistemológica