Cuando Colón llegó a Japón. Javier Traité. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Javier Traité
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417333959
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y flotando, agarrado a un madero, y una década después salía de allí con buena familia, un porrón de contactos, excelente formación, vestimenta decente y un proyecto entre las manos que podría cambiarlo todo. ¿Conseguiría convencer a los Reyes Católicos?

      Bueno, todos sabemos que finalmente lo consiguió.

      Pero le llevó su tiempo; tuvo que trabajárselos a fondo, como un buen comercial en busca de una gran cuenta.

      El primer contacto, eso sí, fue rápido. En 1486, apenas un año después de llegar a Castilla, ya había trabado amistad con un montón de personajes relevantes de la corte y conseguido que se estudiara su proyecto. Los frailes franciscanos le pusieron en contacto con Hernando de Talavera, un fraile jerónimo, amigo y confesor personal de la reina Isabel. ¿Y quién mejor para emponzoñar el oído de una reina que pasaría a la historia como «la Católica» que su propio confesor?

      El problema era que «la Católica» no era «la Idiota» y tenía cosmógrafos en su reino, y los mamones eran también followers de Eratóstenes. «Que no, Su Católica Majestad, que ese hombre está loco, morirá a medio camino».

      El proyecto fue rechazado, pero Isabel no conseguía sacárselo de la cabeza. Estaban dándole duro a los últimos musulmanes de la península y, unida al reino de Aragón, era un pepinazo de Corona. Si encima descubrían una ruta alternativa hacia Asia y monopolizaban ese comercio, iba a ser la bomba: se convertirían en los amos del mundo. Todas las cortes europeas se pondrían de rodillas para mendigar las migajas de los españoles. Y tendrían un montón de asiáticos a los que cristianizar. ¿Quién sabía en qué falsos dioses creían aquellos putos chinos? ¡Si Colón tenía razón, el sueño de un mundo cristiano estaría a su alcance! ¡Entre los cristianos occidentales y los nuevos cristianos chinos le harían tal pinza a los musulmanes que Constantinopla duraría tres Ángelus y medio!

      La reina, pues, le dijo a Colón que de momento nada, pero que no se fuera muy lejos, que seguirían estudiándolo y verían si la cosa acababa fructificando. Y como Colón se había quedado sin curro al irse de Portugal, le asignó una pensioncilla a cargo del contribuyente para que no muriera de hambre mientras esperaba.

      Nuevos contactos, nuevas presiones, nuevos viajes para conocer a más gente, nuevas visitas a nobles de alta gama. Juanoto Berardi le puso en contacto con algunos de sus mejores clientes, como el duque de Medina Sidonia o el duque de Medinaceli. Y el proyecto de Colón volvía a ser examinado y revisado. Se lo miraban del derecho y del revés en la universidad de Salamanca, nuevos geógrafos daban su opinión; los curas malmetían aquí y allá, dependiendo de sus ansias de caer bien a alguien o de si hallaban nuevos infieles a los que cristianizar.

      De vez en cuando, Colón hacía un amago, el típico «no se lo piensen demasiado porque esta casa tiene muchos novios». Por ejemplo, a finales de 1488, fatal de pasta y con la noticia de que el portugués Bartolomé Díaz había regresado con el descubrimiento de la ruta africana hacia las Indias, Colón se agobió muchísimo y le escribió al rey de Portugal, Juan II, que le invitó a visitarle. Y esa carta se la enseñó a Isabel la Católica: «Mire, señora, que no es por nada, pero si el rey Juan se ofrece a apoyar mi proyecto, por mal que me sepa tendré que ponerme en sus manos. Que no es mi deseo, porque yo quiero que Castilla alcance la gloria eterna con mi gesta; pero, en fin, su pensión de usted ya no me da para mucho, y tengo bocas que alimentar».

      La reina, bordeando el fuera de juego, le deseó suerte en su viaje a Portugal.

      En algunos momentos, Colón llegó a flaquear. La campaña militar castellana avanzaba, nadie parecía tener tiempo ni ganas de atender sus demandas, y en sus visitas comerciales se lo veía mirando la hora. En 1490, a los reyes no se los encontraba en los palacios habituales, sino en un campamento real levantado en Santa Fe, a un tiro de piedra de Granada, aislada y a punto de caer como una fruta madura. Allí se dirigió Colón, en 1491, mientras la reina Isabel hacía estudiar de nuevo su proyecto en una nueva junta, que lo rechazaría una vez más. Aunque, a estas alturas, los motivos del rechazo ya no tenían tanto que ver con la viabilidad del proyecto como con las exigencias de Colón.

       Fray Hernando de Talavera se prepara para la junta

      Fray Hernando de Talavera se arregla el hábito y carraspea un gargajo mientras su asistente se acerca para ponerle al día.

      —Muy bien —dice fray Hernando—, dentro de una hora se reúne el consejo y hemos de informar a Sus Majestades. ¿Qué tenemos hoy en el orden del día? ¿Se sabe algo de Boabdil?

      —Bueno, antes de entrar en el tema de Granada, tenemos una nueva solicitud de don Cristóbal Colón, que…

      —¡El puto Colón otra vez! Joder, qué tío más pesado. ¡Si ya le hemos dicho cincuenta veces que se meta su proyecto por el ojete!

      —Es persistente.

      —Es un plasta. ¡Y pensar que yo mismo le di cancha al principio y puse a la reina a su favor! ¡Vaya cagada! Ahora la reina está obsesionada. Y Granada por tomar, y nosotros aquí, escuchando las chorradas de ese tipo. En fin, a ver, ¿qué quiere ahora?

      —Dice que deberíamos mirar de nuevo su proyecto, que cree que hemos contado mal las millas porque, según sus cálculos…

      —Mira, a mí lo de las millas ya me da igual. De hecho, preferiría que se largara en su dichoso viaje y se muriera de hambre en el mar del Norte, o que lo acuchillasen sus hombres y lo tiraran por la borda. Así al menos dejaría de dar por saco. ¿Qué pide? ¿Dinero? Porque con la dichosa guerrita estamos más pelados que el desierto de Almería.

      —Bueno, además de una cantidad ingente de maravedís, quiere ser almirante de todo cuanto descubra, al mismo nivel que el de Castilla. Y también quiere ser virrey, para gobernar allende los mares a su antojo —Fray Hernando se va poniendo rojo por segundos—, además de un cuarenta por ciento de todas las ganancias, aunque podría estar dispuesto a bajar el porcentaje…

      —Veeenga…

      —… y libertad absoluta para dirimir cualquier pleito comercial que…

      —Sí, hombre, sí, y lo hacemos vicepapa también, para que administre la voluntad de Dios. Pero este colgao, ¿qué narices se piensa?

      —Dice que la conquista de Granada palidece en su pequeñez ante la grandeza del descubrimiento que él les promete a Sus Majestades y que no puede demorar más su proyecto u otro se le adelantará. Y que está por irse a Francia, a ver si le hacen más caso.

      —Pues a ver si hay suerte y se larga. En fin, vamos tirando, que si no, no llegamos. Lo peor es que los funcionarios del rey Fernando le son favorables. Especialmente el secretario, Luis de Santángel, que no sé si lo sabes, pero no es cristiano viejo, ¡es un converso! Algunos dicen que Colón también lo es; vete a saber si esto no es un complot judío.

      La opinión de Talavera y sus afines se impuso, y la junta desestimó las descabelladas pretensiones. Colón, hasta el gorro, renunció, o hizo como que renunciaba (a saber…), y comunicó a todos que adiós, que se iba, ¿eh? «Miradme bien, que me marcho a Francia. Mirad, estoy subiendo al caballo. Qué lástima que os vayáis a perder el descubrimiento del milenio. Me acomodo un poquito más en la silla, salgo ya mismito al galope y no podréis atraparme; ahora o nunca».

      Estaba a unos seis kilómetros de Santa Fe cuando le alcanzó el mensajero real diciéndole que no se fuera, que finalmente Santángel había convencido a Sus Majestades e impuesto su opinión (prometiendo poner él mismo un montón de dinero sobre la mesa), y la Corona aceptaba organizarle el viaje.

      ¡Bingo! Colón se quedó unos meses más junto a los reyes, mientras se iniciaban las negociaciones definitivas entre los intermediarios y Sus Majestades remataban la faena de Granada, que recibieron de manos de Boabdil el 2 de enero de 1492.

      El 17 de abril de aquel año, quedaría cerrado el trato y formalizado en las celebérrimas Capitulaciones de Santa Fe, negociadas entre Juan de Coloma (amigo del rey Fernando y secretario de ambos monarcas) y fray Juan Pérez (uno de los amigos franciscanos de La Rábida que tenía Colón). Y resultó que