Pero todo humano es un infinito conjunto de matices. Colón, por fuerza, era algo más que un héroe descubridor y un tirano genocida, y yo quería descubrirlo adentrándome en los diarios y registros de sus viajes, y en sus detalles; sospechaba que hallaría lo mismo que descubrí al leer las fuentes de las exploraciones de Conquistadores secundarios: que aquello fue un puto cachondeo.
Y así ha sido.
Si la conquista y colonización de América fue una aventura disparatada, el descubrimiento y la primera colonización en La Española fue un dislate todavía mayor que incluye territorios imaginarios, violencia desmedida, funcionarios inútiles, huracanes, barcos podridos, caníbales, enfermedades, folleteo y una buena cantidad de trolas. Y Colón se nos descubre no solo como un aventurero y un tirano aficionado a la tortura y el castigo, sino también como un hombre valiente y resuelto, marinero excelente, mejor comerciante, gobernador pésimo, rencoroso, tacaño, imaginativo y soñador, imprudente y quejoso hasta la extenuación. Y perseverante. Muy perseverante.
Vamos a adentrarnos, pues, en los extraños vericuetos del descubrimiento de América y las aventuras y desventuras de Cristóbal Colón cuando creyó haber llegado a Japón.
Y asistamos, una vez más, al espectáculo de la historia que tiene lugar a partir del azar y el caos más absoluto.
¡Quédense cerca de los botes por si naufragamos!
1. El navegante que empezó naufragando
Cristóbal Colón nació en Bilbao, en el sentido de que podría haber nacido donde le saliera de las narices. De las narices de los historiadores, siendo más precisos, pues le han asignado múltiples nacionalidades. La corriente mayoritaria opina que Colón era genovés, y este es el origen que yo elijo para esta historia, porque es verosímil y le queda bien ser italiano. Pero, si a ti te parece mejor que sea catalán, gallego, ibicenco, vasco, chino, marciano o lo que quieras, puedes creerlo perfectamente; a mí me da igual y a Colón ni te cuento. Además, elijas lo que elijas, seguro que algún historiador ya ha propuesto esa teoría. Es curioso el afán que hay en el mundo de apropiarse de este personaje, que al final no es para tanto y, de hecho, era bastante antipático. Pero allá cada uno con sus manías.
Asumimos en este libro que don Cristóbal era italiano. Diremos, pues, que nació en la ciudad de Savona, entonces perteneciente a la República de Génova, entre 1446 y 1451.1 Sus progenitores, Domenico Colombo y Susanna Fontanarossa, tuvieron cinco hijos: Cristoforo el primero, seguido de Bartolomé, Giacomo, Giovanni y, para acabar, una niña, Bianchinetta. Los dos últimos no llegarían a viejos, como sucedía a menudo en la época (de ahí las proles tan exageradas, incluso en la pobreza; la mitad de los hijos no sobrevivían). Los otros dos, Bartolomé y Giacomo, superaron la juventud y acabaron enredados con Cristóbal y sus movidas. Hablamos de ellos en Conquistadores secundarios y volveremos a verlos a lo largo de este capítulo. Vayamos ya con el primogénito.
El primer gran hito documentado de Cristóbal Colón fue un naufragio. Lo cual, si lo piensas, no es nada prometedor. Corría el año 1476 y Cristóbal empezaba en el mundillo del comercio marítimo, siguiendo los pasos de su padre. Aquel verano se preparaba en Génova una expedición de transporte de mercancías con destino a Inglaterra. El convoy era respetable: un pedazo de urca flamenca, un par de naos y un par de carracas, las cinco cargadas hasta los topes, tripuladas por un millar de almas entre las que se contaban marineros, mercaderes como Colón y una buena cantidad de soldados armados. No es que fueran a invadir Inglaterra en secreto: era la medida básica de protección comercial en aquel Mediterráneo poblado de piratas berberiscos. Y se añadía un factor de peligro: debían cruzar aguas castellanas y portuguesas en su rumbo a Inglaterra. Las dos coronas estaban en guerra.
Se trataba de la guerra de Sucesión Castellana, una compleja disputa monárquica entre parientes que desconfiaban unos de otros y se pasaban los pactos por el forro. Para que el lector se ubique en el contexto, aquí viene un breve resumen:
He aquí que tenemos al rey Juan II de Castilla, que se casó una vez y tuvo tres hijas, que no pasaron del año, y un hijo, Enrique. Juan enviudó y, para asegurar su exigua progenie, se casó de nuevo y tuvo a Isabel y a Alfonso. En efecto: tres potenciales herederos a la Corona de Castilla, lo que en la Edad Media significaba sangre, seguro.
Enrique reinó como Enrique IV y, tras engendrar a una legítima heredera, Juana, la línea de sucesión parecía asegurada y los hermanastros de Enrique quedaban fuera. Pero, cómo no, un grupo de nobles ganaría mucho más dinero si en lugar de Juana reinaban los hermanastros de Enrique, por lo que empezaron a hacer presión, a tocar las narices en plan feudal, haciendo correr el rumor de que Enrique era maricón y que la hija que decía suya la habían hecho entre su esposa, Juana de Portugal, y su valido Beltrán de la Cueva. Y un rumor tan goloso se expandió como la pólvora. Enrique, acorralado, consintió en despojar a su hija, Juana «la Beltraneja»,2 del título de princesa y nombrar heredero a su hermanastro Alfonso.
Aquello debía contentar a los nobles conspiradores, pero ocurrió que el jovencito Alfonso era un pasmao de órdago, fácil de manipular, y los nobles se decían: «Joder, cuando este tío reine, esto va a ser una bicoca». Y como Enrique IV no tenía pinta de morir en los próximos años, se les hacía muy largo; así que, al año siguiente, en una reunión informal en Ávila, insistieron en que Enrique era impotente y demasiado «efeminado» para gobernar una nación tan machuna como Castilla y nombraron rey a Alfonso, porque ellos lo decidían y eso bastaba.
El destronado Enrique IV, claro, dijo que destronado lo que tengo aquí colgado, y empezó una guerra que terminó en 1468 con Alfonso muerto, no se sabe si a causa de la epidemia de peste o envenenado por Enrique, quien recuperó el poder con miles de hombres muertos en aquellas absurdas batallas.
¿Acabó aquí el conflicto? No, claro: Alfonso había muerto ignominiosamente a los quince años, pero los nobles que lo manejaban seguían vivos y no iban a tolerar el reinado de aquel rey gay. Así que sacaron al terreno de juego a la que quedaba, Isabel, que resultó ser el Messi de los pretendientes. Con una espectacular finta, Isabel le dijo a su hermano que no pretendía destronarle, que si la nombraba a ella heredera en lugar de a «la Beltraneja», todo iría sobre ruedas. Y Enrique, feliz ante la perspectiva de que no habría violencia, accedió. A cambio, eso sí, de que Isabel se comportara como heredera, lo que incluía aceptar el matrimonio político que él negociara.
Enrique concertó que su hermana se casara con Alfonso V de Portugal, que unificaría ambas coronas. Pero resultó que Isabel no tenía nada de pasmada, sino un carácter de calarse la boina, y no le gustaba un pelo Alfonso V de Portugal. Así que, pasando de la jeta del rey, al año siguiente se escapó una noche y llegó a Valladolid para casarse en secreto con Fernando, un primo maño, heredero de la Corona de Aragón, que se había pateado media España disfrazado de vagabundo para reunirse con ella.
Cuando Enrique IV se enteró, se puso de un mal humor impresionante, claro; todo el mundo le tomaba el pelo. Así que dijo que Isabel podía irse al cuerno, que la heredera era otra vez Juana «la Beltraneja». Durante los años siguientes, los nobles de Castilla tomaban partido por una u otra mientras Enrique languidecía, incapaz de reinar en aquel caos sin nadie que le hiciera caso. Y cuando, felizmente, murió en 1474, empezó la guerra entre pretendientes gestada en los años anteriores. Por un lado, Isabel y Fernando aportaban el peso de media Castilla y todo Aragón. Por otro, «la Beltraneja» aportaba media Castilla… y nada más.