Aquella guerra fue asimétrica: por tierra, los de Isabel barrieron a los de «la Beltraneja». En un par de años, habían acabado con todos los juanistas. Pero, claro, Portugal no era tan fácil; miraba al Atlántico y navegaban mucho y bien. Así que, mientras sus tropas palmaban en tierra, en el mar sus barcos machacaban a los castellanos.
Este amigable ambiente era el que debía atravesar el convoy mercante que llevaba a bordo a Cristóbal Colón en 1476.
Se comprenden, pues, los soldados a bordo.
Pero no sirvieron de nada.
Nada más doblar el cabo San Vicente, se toparon de frente con una armada portuguesa comandada por un pirata francés que, atención, ¡se llamaba Colón! Colón el Viejo, también conocido como Casenove, comandaba una escuadra de diecisiete barcos. Portugal no tenía ningún problema con Génova, por lo que los mercantes no tenían nada que temer con su salvoconducto en la mano. Pero, bueno, ¿qué se espera de un pirata? Exacto: que se comporte como un pirata. Colón el Viejo se fumó el salvoconducto y se lanzó al ataque. Aquello debía ser un trabajo rápido, dada la superioridad numérica, pero un tipo que llevaba una antorcha en la mano recibió un saetazo en el culo, dijo «¡ay!» y se llevó ambas manos al antedicho, dejando caer la antorcha en la maniobra. La antorcha rodó hasta detenerse junto a un barril de pólvora y, cuando el soldado se arrancó la saeta y dijo: «Menos mal que solo ha sido el trasero», una gran explosión le desintegró las posaderas y el resto de su persona, además de a media carraca y a cuantos combatían por ahí. El fuego se propagó en minutos y consumió tres de los cinco barcos genoveses y cuatro barcos portugueses. A Colón el Viejo le había salido cara la broma. Y a los genoveses, más. Las dos naves supervivientes pusieron rumbo a toda vela a Cádiz, pero en ellas no estaba Cristóbal. Cristóbal flotaba a duras penas entre maderos en llamas, en busca de la costa, y nadaba hacia ella con la poca energía que le quedaba tras muchas horas de refriega.
Lo logró: un montón de ciudadanos portugueses observaban desde la orilla, sentados, alucinados con el espectáculo de la batalla naval en llamas, y al ver a esa pobre rata nadando, más mal que bien, echaron un bote al agua para rescatarle.
Así fue como Cristóbal Colón, con apenas veinticuatro años, entró en Portugal, como un sin papeles. Y ya que había caído allí por la gracia de Dios, decidió quedarse. Total, sus amigos y socios estaban muertos o huidos en Castilla y, en plena guerra entre ambas coronas, no se iba a patear la península Ibérica.
De esta forma tan rocambolesca empezó la importantísima etapa portuguesa de Cristóbal.
2. Todo lo que Colón aprendió en Portugal
Cristóbal Colón estaba mojado como un pollo, semidesnudo, con calambres en las piernas, sin una mísera moneda, y encima no hablaba portugués. La escritura tampoco era su fuerte. Su padre, antes de ser comerciante, había sido tejedor, y la única escuela que visitó Cristóbal de niño fue la gremial, donde a duras penas aprendió a leer y escribir. Las cuentas se le daban todavía peor. Se supone que un comerciante ha de saber matemáticas, pero Colón en esto era un zote. A él lo que le gustaba era viajar, navegar, no encerrarse detrás de una mesa sumando ganancias y restando costes.
En resumen: no tenía motivos para sentirse optimista, y, desde la perspectiva actual, podía acabar mendigando por las calles de Lisboa. Pero el siglo xv era otro rollo; no te pedían mil certificados. En una gran urbe del siglo xv, se podía salir adelante con tesón y algún que otro contacto. Y en Lisboa entró en contacto con los paisanos genoveses de la casa comercial lisboeta, bajo el mando de un comerciante de especias y esclavos llamado Bartolomeo Marchionni. Estuvo trabajando para ellos los primeros años, navegando como marinero y aprendiz de agente en diferentes misiones comerciales que le llevaron por el Mediterráneo y el Atlántico. Colón adquirió experiencia y cultura. Refinó su capacidad intelectual. No le sobraba el dinero, pero conseguía mantenerse. El fin de la guerra con Castilla, en 1479, le permitió viajar con seguridad por tierra o por mar, y pronto se reunió en Lisboa con su hermano Bartolomé, dedicado a la venta de libros y cartas de navegación. También Giacomo pasaría en Portugal una temporada. Los Colón se estaban formando como navegantes, sobre todo Cristóbal.
Y es que Portugal, en el siglo xv, era un lugar estupendo para vivir, si lo tuyo era el mar. Los portugueses habían acabado, hacía la tira, su parte de Reconquista;3 se aburrían arrinconados en el extremo suroeste de Europa y se dedicaron a explorar el océano. Inventaron, basándose en el diseño de sus pesqueros, un nuevo tipo de barco, naves pequeñas y ligeras con gran capacidad de carga, llamadas carabelas, ideales para surcar el Atlántico o buscar rutas que no dependieran del cabotaje.
A principios de siglo, Enrique el Navegante (pariente de reyes, pero sin interés por el poder) reguló los esfuerzos marítimos portugueses tras impulsar la creación de escuelas cartográficas y de navegación. Llegaron a Madeira en 1419; a las Azores, en 1427. Y, luego, se lanzaron a navegar el Atlántico hacia el sur, siguiendo las costas africanas. ¿Qué secretos y riquezas comerciales habría más allá del Sáhara? ¿Qué aguardaba en aquellos países a los que parecía imposible llegar por tierra, con los musulmanes en el norte de África?
Para los navegantes medievales, el límite marítimo africano era el cabo Bojador, a unos doscientos kilómetros en línea recta hacia el sur desde Fuerteventura. Ningún marino había doblado aquel cabo y regresado, y corrían todo tipo de historias pintorescas: serpientes gigantes, dragones, el fin del mundo…
La realidad era más prosaica. En aquella zona dominaban los fuertes vientos del noroeste, que empujaban las embarcaciones al sur. Y en el sur, las corrientes y las tormentas de polvo saharianas forman los bancos de arena más gigantescos del planeta; podías estar a cinco o seis kilómetros de la costa con un par de metros de profundidad. En resumen: si un barco doblaba el cabo Bojador, no podía virar al norte y quedaba embarrancado en algún asqueroso bancal. No es tan tremendo como un dragón, pero sí igual de efectivo para hacer imposible la navegación.
Enrique el Navegante, sin embargo, no se daba por vencido. Enviaba expediciones sin descanso, una tras otra; hasta quince tentativas se han registrado. Quince expediciones: si los marineros de la primera tenían miedo, imagina el temor que sentirían los marineros de la decimoquinta, que sabían que de catorce expediciones no había regresado nadie.
Pero todo cambió en 1434, con la decimosexta expedición. El capitán, un navegante portugués llamado Gil Eanes, pensó que, si se había fracasado quince veces de la misma manera, había que cambiar de método. Y se le ocurrió que, en lugar de realizar navegación de cabotaje, a partir del cabo Bojador se adentraría en el océano hasta perder de vista la costa, digamos que dando un rodeo «por fuera», saltándose el tramo maldito.
Y resultó. Descubrió que las costas se prolongaban hacia el sur, que la navegación era plácida rebasado aquel punto, y que soplaban desde el sureste al noroeste unos vientos, los alisios, que impulsarían las naves de vuelta al norte por el océano.
En otras palabras: la idea de Gil Eanes dio el pistoletazo de salida a la llamada «Era de los Descubrimientos» que venía gestándose en las décadas anteriores. Se lanzaron a navegar por el Atlántico en todas las direcciones desconocidas. También hacia el oeste: en 1452, partió de las Azores una expedición liderada por Diego de Teive que llegaría a descubrir un «mar de hierba» ante el que se acojonaron, tras lo cual decidieron regresar. Pero, sobre todo, sin prisa y sin pausa, Portugal fue descubriendo el centro y el sur de África, levantando colonias en enclaves potencialmente comerciales y extrayendo los recursos que proporcionaba la tierra: madera, animales, tejidos y, especialmente, oro y personas negras para servir de esclavos. Con estos mimbres se iniciaba en Portugal un período dorado, y Cristóbal Colón lo viviría de lleno. Cuando llegó, ya existían colonias en Cabo Verde y en Santo Tomé. En 1478, los portugueses llegaron a Angola, y por toda la costa se levantaron nuevos fuertes y puntos de extracción de oro y comercio de esclavos, especialmente en Senegal. Allí viajó Colón, tomando buena nota de los vientos alisios que lo impulsaban hacia el oeste y curtiéndose como navegante. Inflamándose de espíritu descubridor.