El tal Pinzón, por cierto, dijo que, en efecto, las carabelas que le habían preparado a Cristóbal en Palos eran una mierda y que él se encargaría de conseguir otras mejores. Habló con un tal Cristóbal Quintero con el propósito de fletarle su nave, una carabela nórdica llamada La Pinta, que había arrendado en otras ocasiones y rendía de maravilla en mar abierto. De paso, consiguió enrolar al mismo Quintero como marinero. Pinzón era un tipo realmente eficaz. Luego fue a hablar con unos conocidos, los Niño, otra familia de navegantes influyentes, con el mismo resultado: tres hermanos enrolados (Pedro Alonso, Francisco y Juan) y una nave fletada: una carabela de vela latina llamada, como no podía ser de otra forma, La Niña.
Y como Colón debía aportar un tercer barco, los Pinzón le pusieron en contacto con la persona adecuada: un navegante y cartógrafo cántabro que llevaba años en Puerto de Santa María y tenía en propiedad una nao estupenda llamada La Gallega. El tipo en cuestión era un navegante y cartógrafo llamado Juan de la Cosa, y no solo le fletó la nave a Cristóbal, sino que se enroló en el viaje junto a un puñado de marineros vascos que pululaban por Cádiz tan acalorados como el propio De la Cosa. El almirante, pensando que iba a necesitar mejor protección que una pinta, una niña y una gallega para un viaje tan peligroso, rebautizó a esta última como Santa María.
En agosto de 1492, todo estaba listo, con las tres flamantes naves reparadas y bien pertrechadas. Las bodegas, llenas de alimentos, agua, vino y productos varios para posibles intercambios. Y a bordo, una variopinta tripulación de casi un centenar de hombres, entre los que se contaban Cristóbal, los Pinzón, los Niño, los criminales, un tonelero, un pintor, un artillero, un sastre, tres cirujanos, los vascos de Juan de la Cosa, un italiano de Calabria, algún murciano e incluso un judío amigo de Cristóbal, traductor de mozárabe, árabe y hebreo. ¿Por qué un traductor de árabe y de hebreo? Pues porque no encontró ningún traductor de chino. «Mejor eso que nada», pensó Colón. Por otro lado, era más fácil que algún chino conociera el árabe antes que el español, pues estaban más cerquita. Y, además, ¿no podían encontrar las míticas tierras habitadas por la tribu perdida de Israel? Sería una putada encontrar a unos judíos ricos con ganas de comerciar y no poder hacer negocios porque nadie hablara hebreo, y ellos, al estar perdidos, tampoco hablarían castellano.
Con estos mimbres comenzó el viaje que cambió el mundo.
El primer viaje de Colón empezó como cualquier mal comienzo de vacaciones veraniegas. Al poco de salir, se jodió el coche; la carabela, en este caso, y más concretamente La Pinta, cuyo timón se rompió. Según explica (presuntamente) Bartolomé de las Casas en su Diario de a bordo (que, también presuntamente, es una transcripción anotada del cuaderno de bitácora de Cristóbal), sospecharon del propietario, Cristóbal Quintero, que había sido visto rondando el gobernario poco antes de que se desencajara. Quizá Quintero estaba borracho cuando aceptó alquilar su barco y unirse a la tropa y, cuando se le pasó la resaca, se encontró en alta mar, embarcado en un viaje hacia la muerte bajo el mando de un loco. En cualquier caso, nadie tiró a Quintero por la borda, y los expedicionarios tuvieron que apañar el timón de La Pinta de mala manera y hacer escala en las Canarias. Cosa que, por otro lado, planeaban hacer para cargar alimentos frescos que les duraran unos días más de viaje.
Pasaron allí la primera semana de septiembre, entre Lanzarote, La Gomera y Gran Canaria, admirando las explosiones volcánicas del Teide («vieron salir gran fuego de la sierra de la isla de Tenerife»), comprando quesucos canarios, tomando el sol y reparando el timón de La Pinta y algunas vías de agua que se habían abierto.
«Desde luego, parece que me haya comprado la carabela en Aliexpress, joder.»
Cristóbal Colón, 3 de septiembre de 1492
Ya que estaban entretenidos con las reparaciones, Colón ordenó sustituir las velas latinas de La Pinta y La Niña por velas cuadradas, más adecuadas para aprovechar los vientos atlánticos. Y quizá el almirante se habría quedado unos días más en las Canarias haciendo turismo, o se habría acercado a Tenerife para ver de cerca los fuegos del Teide (y habría muerto asfixiado como un Plinio de la vida), pero, entonces, llegó otra carabela española que le informó que una flota portuguesa andaba por la zona buscando y, tal vez, siguiendo a Colón, por lo que decidió partir sin más demora el 6 de septiembre.
Empezaba así la Gran Odisea Española, la epopeya náutica ibérica por antonomasia, cuyo mayor exponente fue que… vieron pájaros.
En serio.
Hasta que no llegan a América, el Diario de a bordo es un coñazo; nunca ocurría nada. De vez en cuando veían pájaros. «Eso es que estamos cerca de tierra», decían, porque este pájaro nunca se aleja más de veinte millas de tierra, y este otro nunca más de quince, etc. ¿Cómo lo sabían? Pues por experiencia marinera, es decir, que no lo sabían, porque, vamos, si esa gente pensaba que iba a llegar a Japón en cosa de un mes navegando por el Atlántico, ¿cómo cojones iban a saber con precisión las millas que tal o cual ave marina se alejaba de la costa? Pero era un pensamiento racional que confortaba las mentes de los hombres: si había pájaros, debía de haber cerca rocas o árboles donde hicieran sus nidos. Y era un pensamiento útil de forma aproximada. Los portugueses, a fin de cuentas, habían descubierto las Azores y otras islas siguiendo pájaros. ¿Por qué no iban a hacer ellos lo mismo?
Aquella fue la mayor labor de Colón durante la travesía: consolar a la tropa de marineros y funcionarios, cuyo fervor por el descubrimiento decrecía a medida que pasaban los días. Así que ver un pájaro significaba que había tierra cerca. Un día hallaron un mástil roto flotando en el agua: otra prueba de que había tierra en las proximidades, aunque fuera una tierra mortal donde naufragaban los barcos.
—Pero, don Cristóbal, bien podría haberse hundido el barco en mitad del océano por una tormenta.
—He dicho que hay tierra cerca. Tan cerca que tendrás que alcanzarla a nado si vuelves a ponerme en duda.
Otro día vieron una ballena. Todo un espectáculo, «señal de que estaban cerca de tierra, porque siempre andan cerca». También eran expertos en cetáceos y sabían de sobra que las ballenas nunca nadan en alta mar, son gigantes porque les gusta embarrancar en las playas y morirse al solecito.
Algunos días llovía: «Vinieron unos llovizneros sin viento, lo que es señal cierta de tierra».
También encontraban algas flotando, a veces sueltas, a veces en grandes masas como para hallar en ellas algún cangrejo. Otra señal de tierra cercana, era evidente. Aunque la verdad era que estaban en el corazón del mar de los Sargazos: una masa de agua casi inmóvil en mitad del Atlántico, con tres corrientes marinas que la aíslan, donde se concentran sargazos (un tipo de alga flotante) en extensiones que parecen praderas. El mar de hierba del que hablaba el viejo Pero Vázquez de la Frontera.
Hacia finales de septiembre, la tripulación estaba hasta el moño del viaje. Le preguntaban a Cristóbal por qué no viraban para seguir los dichosos pájaros en busca de la supuesta tierra que tan cerca estaba, pero este decía que «pa qué», que ya sabían que esas islas estaban allí, que las tenía en el mapa; el mismo Toscanelli las había dibujado sin haber salido de Florencia