Cuando Colón llegó a Japón. Javier Traité. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Javier Traité
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417333959
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      El problema era que Cristóbal se tomaba en serio aquellos libros.

      Como el 98 por ciento de Occidente por aquel entonces.

      Porque, verán, Alfonso V de Portugal (al que Isabel la Católica había dado calabazas) estaba tan interesado en encontrar una ruta alternativa a Asia como cualquiera en la época. De ahí que apoyara a su tío, el infante Enrique el Navegante, en sus exploraciones africanas. Y de ahí que preguntara sobre la cuestión a sus cosmógrafos e intelectuales portugueses. Por ejemplo, a Fernando Martins de Roriz, clérigo y médico con muchos contactos en Italia, que consultó a un amigo suyo, un geógrafo florentino llamado Paolo dal Pozzo Toscanelli.

      Toscanelli estuvo unos cuantos días dándole vueltas a la petición de su amigo Fernando, pensando en cómo ayudar al rey de Portugal, y razonó que lo primero era definir cuán grande era exactamente el mundo, porque nadie se ponía de acuerdo. Para ello, se sumergió en lo que se sumergían los humanistas: en los clásicos grecorromanos. Y, sorpresa, los clásicos tampoco se ponían de acuerdo. ¡Aquello era un puto lío!

      El primero era Eratóstenes, sorprendentemente preciso al calcular el diámetro de la Tierra, pese a su incierto método de tomar como medida el «estadio» (sin tener en cuenta que el estadio de su ciudad no medía lo mismo que el estadio de la ciudad vecina).

      Pero, como ocurre tantas veces, alguien hace algo bien y viene otro y se lo jode. Fue el caso de Posidonio, que más de un siglo después resolvió que lo de Eratóstenes era una chapuza; rehízo los cálculos y escribió que la Tierra era mucho más pequeña de lo que decía Eratóstenes, y de lo que es en realidad. Y, luego, apareció Marino de Tiro e hizo estimaciones por el estilo.

      Para rematarlo, llegó el gran geógrafo Ptolomeo, que en su Geographia tomó las medidas de Posidonio y Marino en lugar de las de Eratóstenes. Y como eran tres autoridades contra una, Toscanelli se decantó por Ptolomeo y consideró que la Tierra tenía más o menos el tamaño de Marte.

      Satisfecho con aquellas medidas, Toscanelli pensó que el planeta no era para tanto y que quizá se podía llegar a Asia navegando por el Atlántico hacia el oeste, dando la vuelta al mundo. ¿De dónde podía sacar las medidas, la latitud y el perfil costero de Asia? Pues de la fuente más precisa que encontró, o sea, de Los viajes de Marco Polo. ¡Que ya hemos visto que eran medidas como poco imprecisas y, como mucho, inventadas! Y eso contando que no echara cuentas también con las medidas del Libro de las maravillas del mundo.

      Aquello era fantástico. Toscanelli estaba encantado, a nadie se le había ocurrido llegar a Asia por el otro lado, ¡y él acababa de demostrar que era posible e incluso fácil! El geógrafo corrió a escribir una carta a su amigo Fernando Martins, incluyendo un mapa con latitudes y longitudes en las que Japón quedaba a un tiro de piedra de las islas Canarias, como quien dice. Y no contento con aquellas facilidades, aun incluyó a mitad de ruta la mítica isla de Antilia, por si los navegantes de Alfonso V necesitaban reabastecerse y estirar un poco las piernas.

      Huelga decir que, cuando Alfonso V tuvo noticia del plan y se lo explicó a sus cosmógrafos, lectores de Eratóstenes, estos le dijeron que ni se le ocurriera financiar ningún disparate por el estilo, porque el planeta era mucho más grande y quien lo navegara en esa dirección moriría en mitad del océano. Puede que hubiera alguna isla desconocida perdida en mitad del Atlántico, sí, pero ¡cómo encontrarla! ¿Y a qué lunático se le ocurriría dibujar en un mapa una isla que nadie había visto?

      Total, que la carta de Toscanelli quedó en manos del clérigo Martins relegada al olvido.

      Para entonces, Cristóbal Colón ya era conocido entre el clero portugués (como hombre devoto y con gran capacidad para relacionarse y medrar), y algún amigo con casulla le pasó bajo mano la dichosa carta de Toscanelli. Y, claro, a Cristóbal le encantó esa idea.

      Así que, sumando su curiosidad, su amor por la navegación, su ambición, las noticias recogidas en sus viajes y el apoyo teórico de geógrafos clásicos y modernos, quedaba claro que Colón debía lanzarse a la aventura.

      Solo necesitaba los contactos adecuados. Y de eso se encargó casándose, en 1480, con Felipa Moniz, hija del colonizador del archipiélago de Madeira, un tal Bartolomeu Perestrelo. Este, aparte de cierto relumbrón como aristócrata, tenía buenas relaciones con familias como los Braganza, y con esos contactos Colón intentó llegar a la corte del rey de Portugal para que estudiara la propuesta.

      De pronto, todo empezó a moverse.

      3. El patrón y el dinero

      Hacia 1483, Cristóbal Colón había logrado armar un proyecto con las suficientes fuentes y apariencia de racionalidad para que el nuevo rey de Portugal, Juan II, le echara al menos un vistazo. El rey lo remitió a sus sabios cosmógrafos. Su respuesta: «Esto es el mismo rollo de Toscanelli que ya vimos hace unos años. Es un dislate, olvídelo».

      Bueno, poca gente logra sus objetivos al primer intento. Y eso que el rey Juan no desistió del todo de la idea; envió dos o tres expediciones por el Atlántico hacia el oeste a ver si se topaban con algo que no fuera el escorbuto. De hecho, a uno de esos capitanes lo nombró almirante de una tierra que decía haber descubierto, aunque nunca más se supo del capitán y de la tierra. Y claro, sin pruebas, yo puedo afirmar haber encontrado la Atlántida, y créame usted.

      Para Cristóbal Colón, en cualquier caso, aquello era una vía muerta. Y, de hecho, en 1485 prefirió largarse de Portugal antes de acabar muerto: Juan II, por problemas nobiliarios, había comenzado una purga que alcanzaba a los valedores de Cristóbal, los Braganza. Por otro lado, tanto él como su hermano se habían aficionado a visitar la escuela náutica de Lisboa, un lugar donde uno se enteraba siempre de cosas y podía consultar cartas náuticas, salvo los portulanos secretos con indicaciones que el rey de Portugal no quería que nadie conociera. Pero un día, al parecer, el bueno de Giacomo despistó a los guardias, o los sobornó para que hicieran la vista gorda, se coló en la sala prohibida y chorizó algunas cartas náuticas. Cuando el rey de Portugal se enteró, emitió una orden de busca y captura contra el menor de los Colón, pero este ya había puesto pies en polvorosa y jamás llegaron a atraparle. Esa orden no se extendía a Cristóbal; pero, entre unas historias y otras, le pareció inteligente salir de escena por un tiempo. ¿Adónde podía ir? ¿A qué corte podría colarle el proyecto? Mientras Bartolomé y el fugado Giacomo, con las cartas secretas bajo el brazo, se dedicaban a lanzar globos sonda en diferentes rincones de Europa, para Cristóbal la decisión era fácil: Castilla. Allí se lo trabajaría personalmente.

      Todo eran ventajas.

      Primero, estaba cerca. Vaya palo vivir en Inglaterra, con el mal tiempo que hacía. Castilla, en cambio, estaba al lado y el clima era parecido. Y aunque no tenía que llevarse a su mujer —Felipa Moniz murió justo entonces—, sí debía transportar al hijo que había tenido con ella, Diego, y mejor no alejarlo del resto de la familia, de sus cuñados y cuñadas. ¡Con alguien tendría que dejarlo cuando al fin lograra salir en un barco hacia lo desconocido por un período impredecible en la misión más peligrosa de la historia! Su cuñada, Briolanja, vivía en Huelva y era un encanto. ¡Maravilloso!

      Cristóbal, en la década que pasó en Portugal, no solo había aprendido portugués, también un castellano nivel Michael Robinson que le permitiría desenvolverse con soltura.

      Además, tenía buenos contactos religiosos en Castilla. No había podido entrarle al clero, pero sí a las órdenes religiosas, en particular a los franciscanos de La Rábida y a los cartujos de Sevilla. De ahí saldrían cosas interesantes, seguro.

      Por último, en Castilla, y en Sevilla más concretamente, Colón tenía un contacto comercial muy útil que consiguió por los Marchionni de Lisboa. ¿Genoveses como ellos? No, porque a Colón los negocios genoveses de Sevilla, centrados en el Mediterráneo y el Atlántico Norte, no le interesaban. La ruta que él planeaba partía de latitudes africanas y, en Sevilla, el italiano que más puesto estaba en eso era un tal Gianotto Berardi, Juanoto para los sevillanos, que se dedicaba al comercio de especias y de esclavos africanos como los portugueses.