Para bajar aquellos manjares, los expedicionarios llevaban algo de vino y un buen cargamento de agua que era una delicia beber; para evitar que se pudriera, le echaban un montón de vinagre.
Imaginará el lector el ambiente en las carabelas cuando se plantaron en octubre. Tras dos meses de viaje, el hedor de la comida podrida y de veinte o treinta tripulantes sucios y sudados era tan insoportable que subían a dormir a cubierta y no saltaban al agua porque no sabían nadar. Estamos hablando de veinte o treinta bocas oliendo a perro mojado, de veinte o treinta culos por barco tirándose pedos de comida descompuesta, de cuarenta o sesenta sobacos infames, ¡de cuarenta a sesenta pies con aroma a infierno!
«Menos mal que estoy resfriao y no huelo ná».
Tripulante anónimo de La Pinta, 29 de septiembre de 1492.
No, los hombres no estaban contentos, y parece que si no estalló el motín fue porque Martín Alonso Pinzón logró calmar los ánimos en el último momento. Y eso que no sabían ni la mitad, porque el mamón de Colón les mentía con las distancias. Cristóbal no quería que nadie le copiara la ruta si tenía éxito, y contaba con que el viaje sería duro y que más de uno querría dar la vuelta; poco después de salir de Canarias, informó a la tripulación de que avanzaban menos millas de las que en realidad recorrían. Si hacían doce millas, decía nueve. Si hacían setenta millas, decía cuarenta. El mismo Cristóbal debía de estar preocupadísimo a esas alturas: estaban ya demasiado lejos como para una vuelta segura con lo puesto… ¡Si no hallaban tierra pronto, podían darse por muertos! ¿Y si Toscanelli la había cagado con las medidas? Vaya faena tirarse años lidiando con los cosmógrafos reales para acabar dándoles la razón al morir en mitad de la nada.
Tuvieron suerte: la noche del 11 de octubre, a Cristóbal le pareció ver un destello a lo lejos. ¡Lumbre! Avisó a algunos de sus hombres para que corroboraran, y sí, eso parecía, aunque estaba tan lejos que uno no podía fiarse. La célebre confirmación llegó al día siguiente desde La Pinta (que con el nuevo velamen era la más rápida de la flota, la que iba en cabeza), cuando el vigía Rodrigo de Triana gritó: «¡Tierra! ¡Tierra!».
Por supuesto, Colón comentó: «Yo ya la había visto antes».
5. Cuando Colón llegó a Japón
No se sabe con exactitud cuál fue la primera isla que vieron Cristóbal y sus muchachos. Luego sabrían, por los nativos, que se llamaba Guanahani. El almirante la llamó San Salvador por motivos obvios. Lo único seguro es que estaba en las Bahamas. Pero Cristóbal creía que había llegado a Japón.
Si la confusión de los indígenas fue remarcable, imagine el lector la de los cristianos.
El 12 de octubre, Colón se subió a una barca con los capitanes Pinzón, el intérprete, el escribano de la armada y un grupito de apoyo, y se dirigió a tierra. Cristóbal portaba el estandarte real. Cada Pinzón, un pendón con una cruz verde: uno con la Y de Ysabel y otro con la F de Fernando. Y con sus barbas, sus brillantes armaduras, sus espadas de hierro, su hedor insoportable.
Los indígenas no comprendían qué demonios era aquello. Los saltos culturales tienen estas cosas: ni siquiera parecían concebir que aquella gente hubiera venido navegando desde el este; era gente rarísima que llegaba de donde nunca nadie venía, del sol. Pensaron, por tanto, que venían del cielo. También que el cielo debía de ser un lugar tremendamente apestoso.
Los de la barca, mientras tanto…
Escenas del descubrimiento: los españoles llegan y empiezan a timar y a secuestrar a la gente
Cristóbal Colón salta de la barca, chapotea en la orilla, cae de rodillas y besa la arena. ¡Salvados, loado sea el Señor! Se yergue enseguida y, con toda la dignidad del mundo, toma posesión de aquellas tierras en nombre de los reyes mientras el escribano toma buena nota. El resto del grupo mira a su alrededor, alucinado con la belleza de las Bahamas. Y todavía se sorprenden más cuando reparan en que los nativos que se acercan están desnudos, cubiertos apenas por algunas pinturas aquí y allá.
—Esto es el paraíso —comenta uno de los tripulantes sin quitarle ojo a las bamboleantes tetas de una vieja indígena.
—¡Y qué bien huele! —añade otro, que apenas recordaba otros aromas más allá del olor de pies, de axilas o de culo.
—Pero estos no parecen chinos —remata el aguafiestas del grupo, confundido ante aquella gente de robustos y hermosos cuerpos, ni blancos ni negros, sino de un café con leche parecido al de los canarios.
Luis de Torres, el intérprete, se dirige a los nativos en todas las lenguas que conoce, sin ningún éxito. Al final, unos y otros empiezan a gesticular y a emitir gruñidos guturales, o a repetir palabras lentamente, intentando entenderse.
—No-so-tros —pronuncia Cristóbal mientras se señala el pecho y muestra a sus amigos—, cris-tia-nos. Cris-to. —Señala a sus desnudos interlocutores—. Vosotros, ¿qué? Vo-so-tros, ¿qué dioses adoráis?
Los indígenas dicen palabras incomprensibles, se rascan la cabeza y se miran unos a otros. Los más avispados se señalan a sí mismos y dicen «ta-í-no».
—Estos taínos no se enteran de nada —comenta Martín Alonso mientras le enseña a un indígena su espada—. Toma, cógela. Tú coger espada. Buen acero español. Coge, coge. ¡Espera! ¡Por ahí no!
El nativo, tras coger la espada por la hoja, se corta la mano y huye hacia la espesura gritando de terror.
—Esta gente no ha visto un arma en condiciones en su vida, hermano —dice Vicente—. Mira, si llevan palos con… ¿qué es eso que tienen en la punta?
—Parece un diente, como de pez, ¿no? —opina uno de los marineros.
—Joder, qué gente más rara…
—Parecen muy pobres —dice Luis de Torres, que ya ha desistido de probar con el árabe y el hebreo y gesticula de forma exagerada como los demás—. Ese tipo de ahí lleva un arete en la nariz que parece de oro, pero salvo eso…
Los españoles empiezan con los primeros intercambios, ya que los taínos parecen pacíficos y muy amigables. Están encantados con cualquier tontería que los españoles les dan: cuentas de cristal, cascabeles, lo que sea, incluso tazas rotas y basura que llevan en la bolsa. Ellos, a cambio, les regalan ovillos de una especie de algodón, les dan algo de comida que les sienta de maravilla, y uno de los taínos les regala con mucho ímpetu y gran gesticulación unos papagayos muy raros, de vistosos colores y curvado pico negro, que chillan como demonios.
—¿Qué es esto? —pregunta Luis de Torres al tiempo que señala el pájaro—. ¿Qué-es-este-bi-cho?
—Roro —dice uno de los taínos.
—Don Cristóbal, dicen que estos pajarracos se llaman «loros».
—Pues quiero uno para mi camarote —dice el almirante, encantado con aquellos bichos, y el taíno de los loros sonríe y le ofrece un pájaro tras otro.
Colón los acepta todos; planea llevarse unos cuantos y enseñárselos a Isabel y Fernando, porque no tiene muy claro que vaya a encontrar oro,