¿Cómo se sale de la mónada del autoerotismo? ¿Únicamente por la función del amor? No; también por el síntoma, que en su forma desarrollada, dice Miller (8), es nuestro recurso para saber qué hacer con el Otro sexo, a falta de relación. El trabajo milleriano a partir del sintagma partenaire-síntoma conlleva la novedad de hacer del síntoma –que entonces pierde su sentido patológico habitual– un modo efectivo de lazo social, “y descarga al amor de constituir la única forma del lazo” (9). Pero a su vez el amor es una forma particular de lazo, una versión del síntoma “que se dirige al semblante de ser; nada no es ese ser supuesto a ese objeto que es el a” (112). Lacan se explica:
“Puedo contarles un cuento, el de una cotorra que estaba enamorada de Picasso” (13) pues se la veía picoteando su ropa; para ella, como para Descartes, los hombres eran trajes que se paseaban. Se identificaba con Picasso vestido puesto que la cotorra no habla y no desea; y lo que en el deseo es causa es ese resto, el objeto a, sostén de su insatisfacción y de su imposibilidad, porque el amor, aunque sea recíproco, no es más que deseo de ser Uno; el amor en su esencia es narcisista (14). El amor –deseo de ser Uno, impotente ante la imposible relación sexual, inseparable de la necedad, alimentado por la dit mensión imaginativa– se vuelve, por el amor de transferencia, medio por el cual el discurso analítico podrá operar y permitir otro uso de los semblantes. La apertura al Otro de la palabra, y la satisfacción que ahí se obtiene (goce del bla bla bla) surgirá del lado de la lógica femenina (10).
Que todo gire en torno al goce fálico, de ello da fe la experiencia analítica, y precisamente porque la mujer se define con una posición que señalé como el no todo en lo que respecta al goce fálico. Llegaría más lejos todavía: el goce fálico es el obstáculo por el cual el hombre no llega, diría yo, a gozar del cuerpo de la mujer, precisamente porque de lo que goza es del goce del órgano (11) (15).
Todo amor encuentra su soporte en el encuentro de dos saberes inconscientes. Todo amor no es sino la contingencia del encuentro, en la pareja, de los síntomas y los afectos que marcan para cada uno, “no como sujeto sino como parlêtre”, la huella de su exilio de la relación sexual (175). El Otro no puede ser sino, pues, para cada Uno, el Otro sexo. Basta enunciar, por ejemplo: el hombre es, para que todos sean rodeos e impasses puesto que ahí se efectúa la “sección del predicado” que separa al ser-hombre del ser-sexuado. De lo que hablará François Recanati (12) en la clase siguiente.
LOS AQUILES Y LAS BRISEIDAS
En el espacio del goce sexual el asunto del amor humano se presenta como en una de las paradojas de Zenón de Elea (13), en la que ni Aquiles, el que goza del goce del órgano, alcanzará a la tortuga Briséis (no será toda suya), ni la tortuga Briséis a Aquiles (14). Las Briseidas no están a salvo de la fatalidad que pesa sobre los Aquiles, ni unas ni otros llegarán al límite, que en matemáticas tiende al infinito y solo se lo alcanza en la infinitud (15). Ellos, los portadores del órgano, están obligados a precipitar su acto; ellas acceden a la sexualidad por el amor que las nombra, y pueden gozar con todo su cuerpo, pero no están todas ahí.
La matemática definió el infinito de los números reales, dice Miquel Bassols, como se ve, por ejemplo, en el número ∏, al que la serie infinita de sus decimales le niegan finitud y exactitud. Los números reales, hallazgo matemático, son infinitos; alojan la infinitud entre cada uno de los números naturales y el siguiente; permiten inscribir la alteridad radical de los goces donde no alcanza la lógica del significante. “Así mientras el veloz Aquiles camina con su métrica fálica siguiendo la serie de los números naturales, la tortuga Briseida camina siguiendo la serie de los números reales” (16). Aquiles no podrá atraparla, des-encontrará a Briseida en la infinitud que se le abre en cada paso. La cuestión es que Briseida quiere alcanzar a Aquiles, ¡pero no alcanza a Aquiles ni a sí misma! Por ser Otra para el hombre ella es Otra para sí misma.
Entre los seres hablantes no hay relación proporción sexual, no hay goce sexual que no esté mediado por lalengua. Si hubiera otro goce que el goce fálico, (si hubiera relación sexual como tal, pero no la hay, asunto cuya dificultad lógica se verá más adelante) este goce fálico no haría falta, y el goce femenino (el Otro goce, el de Briseida) ese no haría falta que sea. Dicho simplemente, habría goce sexual directo como en el apareamiento animal. Pero porque se habla, hay hombres y mujeres, es decir, significantes de los que se goza de infinitas maneras. En el mundo animal no los hay; no hacen falta el goce fálico ni el Otro goce; ni el falo-función, ni escritura alguna. El goce-ausencia (goce de Uno solo y ausencia de un significante que lo nombre) hace fallar toda relación de complementariedad. La diferencia sexual “no es finalmente diferencia significante, es la diferencia del sexo como goce, del goce como alteridad radical para cada sujeto” (17).
UN ARTILUGIO MATEMÁTICO
“Lo necesario está conjugado con lo imposible” (74). Lo necesario, lo que hace falta, lo que no cesa de no ocurrir (la relación sexual) hace falta en cada paso del neurótico por ser el que cree en las palabras. No cesa de verificarse que, relación sexual, no la hay; es lo imposible. Si el goce está marcado por ese agujero que no le deja otra vía que la del goce fálico, “¿cómo lo que no es sino falla, hiancia en el goce, puede llegar a realizarse?” (16). Antes de responder con la lógica de la sexuación, dice Lacan: eso “solo puede ser sugerido con atisbos muy extraños” y hace resonar étrange (extraño) con être ange (ser ángel); ser ángeles sin cuerpo nos haría tan necios como la cotorra de Picasso, agudeza de Lacan que se entenderá mejor con el “Complemento sobre la necedad” y la reaparición del ángel en el capítulo II, “A Jakobson”.
Pero antes, Lacan traerá al espacio del goce una geometría diferente, que saque del anonimato al goce del que (sin saberlo) trata el derecho. Si no es así ¿cómo situar la heterogeneidad del lugar del Otro? Hay un lugar del Otro, “de un sexo como Otro, como Otro absoluto” (16). Ahí Lacan necesita acudir a la idea de “compacidad”; una intersección, una falla tan compacta como el infinito de los números reales, como el real matemático que obstaculiza la relación sexual. (¿Por qué trae artilugios matemáticos tan ajenos a nosotros? (18)). Lacan nos incita: no se imaginen, imaginen. Imagino el espacio del goce fálico, goce de todo hablante como tal, esa gramática “a la que se le puede hacer decir cualquier cosa” dice Lacan, nada real, salvo que otro espacio sea introducido por el Otro cuerpo. Imaginemos el conjunto de los seres sexuados que hablan, recubierto de conjuntos abiertos que excluyen su límite (19) y que sin embargo son finitos; estos espacios pueden ser contados, uno por uno (18). Lacan, “para hacer (de esto) imagen”, llama al mito de Don Juan, (otro que camina en la serie de los números naturales como Aquiles) y cuenta a sus mujeres, una por una; por ejemplo, “en España, mille e tre”. Porque a ninguna tiene toda; un ser hablante que se diga ella “es en su (propio) cuerpo no toda como ser sexuado”. “Los hechos de los que les hablo son hechos de discurso, un discurso cuya salida buscamos en el análisis” (18). “Un ser que se postule como absoluto nunca es más que la fractura, la rotura, la interrupción de la fórmula: ser sexuado, en tanto este está interesado en el goce” (19).
BREVE EXCURSUS: EL MITO DE DON JUAN
El mito de Don Juan es un mito femenino, porque para los cuerpos femeninos “el goce sexual puede estar especificado por un impasse”, el impasse que puede surgir para una mujer frente el sexo masculino (18). Detengámonos un instante en este mito, al