CON NOMBRE PROPIO
A las activistas las desvelaba transcribir sus experiencias concretas en categorías para luego poder descifrar que el sufrimiento se plasmaba en un “nosotras” y no de manera aislada. Pese a ello, aún faltaba madurar el desenvolvimiento de una teoría que diera cuenta de sus destemplanzas. Es tentador para cualquier grupo oprimido buscar cobijo en otras vertientes cuando las alternativas son pocas y, de alguna manera, se reproducen los postulados del régimen del orden. En un inicio, un buen número comprendió el carácter de la opresión que vivían a partir de sus lecturas marxistas; otras, sentaban su sentido desde el psicoanálisis. Las que quedaron al costado del camino fueron aquellas liberales como Friedan que reclamaban sus derechos para una integración plena a la sociedad. Por último, se plantaban las feministas de izquierda, que cuestionaban a la Nueva Izquierda por negarse a ensanchar sus paradigmas para incluir la opresión femenina. Sus experiencias develaban que no siempre comprometerse con la causa de la clase aseguraba integrar su propia causa. Es más, solían ir por carriles paralelos o muchas veces encontrados.
A la lucha entre proletarios y burgueses se le sumó la lucha entre sexos. En efecto, el chauvinismo machista de los pensadores marxistas fue puesto en discusión por omitir en sus análisis la subalternidad de las mujeres. Al retomar el pensamiento de las autoras de “Pan y Rosas”, ambas se preguntaban sobre el fracaso de la izquierda en la medida en que no lograban resolver el problema de la supremacía masculina entre sus filas: “La mayoría de las activistas que dedican todo su tiempo a la organización trabajan en una atmósfera dominada por la agresividad de guerrilleros y de teóricos pontificantes, en un medio en el que la voz de los hombres es raramente interrumpida por la de una mujer más dotada para la palabra”. (72) En cambio, Shulamith Firestone proponía que la fusión entre la liberación sexual y la social, por momentos, resultaba imperiosa e irremediable: “La revolución sexual no es tan solo una pieza del engranaje sino el sustento mismo de cualquier transformación real en la vida de las mujeres”. Por lo tanto, consideraba necesario reclamar “una revolución sexual que fuera más amplia que una revolución socialista y que la incluyera, para erradicar de verdad todos los sistemas de opresión”. (73) Indudablemente, la propuesta de Firestone no resultaba sencilla de llevar a cabo: había que agrietar ideas y costumbres. Desde Adán y Eva, el cambio de las mentalidades ha sido la más peliaguda de todas las conjuras.
De alguna manera, Wilhelm Reich, pese a su aporte vanguardista, anticipaba un fracaso señalado: “La causa primera de asfixia de la revolución sexual es, pues, la ausencia de toda teoría sobre la revolución sexual”. (74) A lo largo de prolongadas y, por cierto, noctámbulas discusiones que giraban en torno a las nuevas formas de vida amorosa, sexual y erógena, este filósofo de la discordia decía algo para recordar y colocarlo en la mesita de luz: “los conservadores tuvieron el patrimonio de todos los argumentos y pruebas. Los progresistas, los revolucionarios, sentían claramente que no eran capaces de expresar lo nuevo en palabras. Ellos mismos eran prisioneros de las viejas normas de las que no conseguían liberarse a sí mismos”. (75) ¿Quién más idóneo que Reich para aventurar semejante predicción?
Pero no todo fue denuncias y chispazos. En un momento determinado hubo que concentrar las energías en producir hechos concretos. Así, las activistas se corrieron de los cánones políticos distintivos de la época, es decir, del feminismo liberal, del socialista y del marxista para volcarse de lleno a un feminismo que, de alguna manera, carecía de modelos. A partir del entretejido de repasos del marxismo crítico, del psicoanálisis, la sexología y las experiencias que emergían de las urgencias vividas en los grupos de autoconciencia, se elaboraron nuevos conceptos y se reformularon nociones clásicas. Sin duda, tanto unos como otras se transformaron en el punto de partida y los cimientos de lo que sería la teoría feminista que heredamos –cuyos dispositivos se expandieron a nivel internacional desde fines de 1970– y que sigue vigente en la actualidad.
Por ejemplo, en un principio, no sabían cómo denominar los comportamientos y las expresiones ostentosas de poder por parte de los varones frente a las mujeres. Entonces surgió el apelativo “chauvinismo masculino”, un modo de machismo del montón. En el citado texto “Pan y Rosas” se tomaron el trabajo de definirlo “como una actitud que pretende que las mujeres sean sirvientas y pasivas de la sociedad y de los hombres para reducirlas a la condición de objetos sexuales”. (76) Mientras, Marlene Dixon terminaba por llamarlo “racismo masculino”. De esta manera lo enunciaba: “Los mismos estereotipos que expresan la creencia de la sociedad en la inferioridad biológica de la mujer recuerdan las imágenes usadas para justificar la opresión de los negros, de los pueblos inmigrantes y del prejuicio contra los judíos”. (77) Luego, con el correr del tiempo asomaron criterios primorosos y expresiones más ajustadas: patriarcado, género, lucha entre sexos, casta sexual y, en menor medida, se escuchó misoginia, heterosexismo y falocentrismo, conceptos de una notable elaboración teórica utilizados hacia los años 80. En cuanto a la noción de sexismo, derivó de la discriminación sexual y de la relación entre los sexos. De una u otra manera, estas fueron las formas más frecuentes para precisar ese modo universal de subalternidad femenina transferido de lo privado a lo público y de lo público a lo privado. Lo que sí planteaba ardorosos desacuerdos era cómo definir las relaciones entre ambos sexos: no quedaba claro si los términos giraban en torno a la subordinación, la discriminación o la explotación.
Kate Millet, retomando conceptos tradicionales del marxismo y del psicoanálisis, escribió Política sexual, una de las obras pilares del MLM, y que también forma parte del canon feminista. Para ella, los vínculos binarios se manifestaron en la historia bajo las categorías tanto de dominación como de subordinación: el hombre mandaba y la mujer obedecía. Gracias al desvelo de Millet, por primera vez se analizaba al patriarcado como un sistema de dominación autónomo de los otros, por fuera del capitalismo y del racismo. Lo definía como un régimen de opresión sexual sobre el que se fundaba el resto de las opresiones. Su planteo condensaba un interrogante crucial: “¿Es posible analizar la relación entre los sexos desde una perspectiva política?”. (78) De esta manera, la autora comparaba la diferencia sexual con los vínculos de poder. En su libro explicitaba: “Cuando hablo de política me refiero a las relaciones estructuradas del poder, al sistema que hace que un grupo sea gobernado por otro, que un grupo sea dominante y otro subordinado”. (79) En ese trazado, la autora concibió un hallazgo: “el sexo reviste un cariz político que, las más de las veces suele pasar inadvertido, y en el que se manifiesta una relación de poder”. Su escrito data de 1968. Entre tanto, Michel Foucault –conocido por sus estudios de cómo los regímenes políticos necesitan disciplinar a partir de la creación de cuerpos dóciles– publicaba el primer tomo de Historia de la sexualidad en 1976. Ello significa que la noción de política del sexo acuñada por este filósofo francés, como producto de un discurso político que el poder dominante utiliza en cada época histórica para controlar la sociedad de su tiempo, había sido concebida por el pensamiento feminista radical en los años 60.
La historiadora italiana Silvia Federici analiza cómo la sexualidad, la procreación y la maternidad se han colocado en el centro de la teoría feminista y de la historia de las mujeres. Con un criterio a contrapelo del marxismo ortodoxo, esta pensadora recupera la triangulación necesaria entre las categorías de sexo, raza y clase para reconfigurar el discurso sobre las mujeres, la reproducción y el capitalismo:
Las feministas han sacado a la luz y han denunciado las estrategias y la violencia por medio de las cuales los sistemas de explotación, centrados en los hombres, han intentado disciplinar y apropiarse del cuerpo femenino, poniendo de manifiesto que los mismos han constituido los principales objetivos –lugares privilegiados– para el despliegue de las técnicas de las relaciones de poder. (80)
Efectivamente, la enorme cantidad de estudios feministas que se han producido desde principios de los años 70 acerca del control ejercido sobre la función reproductiva de las mujeres, los efectos de las violaciones, el régimen de maltrato y la imposición de belleza como condición de aceptación social, constituyen una contribución fundamental al discurso sobre el cuerpo en nuestros tiempos. Por lo tanto, Federici considera errónea