Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo. Creusa Muñoz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Creusa Muñoz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789876145787
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dudaba de que su ejercicio intelectual y su lucha fueran concebibles si no se ampliaban las fronteras de sus debates. En ese contexto, se pensó la cuestión del compromiso revolucionario combinado con una articulación progresiva de temáticas, lecturas y referentes ya fuera del movimiento feminista como del de las minorías sexuales. Razón por la cual estas dos intrépidas exploradoras ligadas también al trotskismo, descubrieron el arca de Noé, que estaba al alcance de sus manos. Tanto una como otra tenían afinados sus oídos para escuchar el llamado de sus pares feministas a intervenir en el combate.

      Las mujeres dicen basta contiene tres capítulos: el primero, “La mujer y los cambios sociales. La mujer como producto de la historia”, escrito por Mirta Henault; el segundo, “El trabajo de la mujer nunca se termina”, de la canadiense Peggy Morton; por último, “La mujer”, de la argentino-cubana Isabel Larguía. A decir verdad, los artículos y libros que desfilaban en el Buenos Aires de entonces no siempre partían de escrituras de pluma propia. Aunque sí hubo una excepción: el primer capítulo de este libro representó un ensayo sin habérselo propuesto como tal. En esos años, Henault cuenta que “la habían invitado a integrar un grupo de estudio sobre imperialismo y países dependientes que compartía con el economista Jorge Schvarzer. Él fue quien le acercó la obra de Mitchell. Le dijo de manera profética: esto te puede interesar”. Este documento le otorgó a esta viajera militante la posibilidad de pensar la lucha de las mujeres por fuera de los contenidos teóricos del marxismo. Le cambió su mirada ideológica y política. De acuerdo con sus palabras, ella tenía muchas cuentas pendientes con las ideas revolucionarias y esta psicoanalista británica ponía el dedo en la llaga con sus duras críticas a la misoginia de las izquierdas. En verdad eso era lo que estaba buscando. Se hizo feminista de la noche a la mañana. Por supuesto, ya estaba preparada para ese cambio de paradigma. Lo cierto fue que Henault se despidió de todos sus compañeros de grupo y se volcó de lleno al activismo feminista. Ese mismo recorrido lo hicieron todas las militantes de las izquierdas europeas y estadounidenses, sin excepción. “Hablan primero de la revolución y luego de nuestros problemas”, acusaban sabiamente las activistas del Norte. Y no se quedaban atrás al declarar que la mayor revolución que se estaba produciendo no era en absoluto la del proletariado, sino la de las mujeres. En nuestro país, su caso fue una cabal muestra de ello.

      Las mujeres dicen basta empezó a rodar y Sirera se encargó de su distribución. No lo presentaron en las librerías ni tampoco lo hicieron circular por las redacciones de los medios gráficos para que fuese reseñado. En realidad, Henault acota que “las únicas personas que lo difundieron fueron nuestras amigas que trabajaban en La Opinión, a diferencia del resto de los periódicos y de las revistas literarias más elocuentes de la época que cerraron bien el pico”. Así fue que ese diario, en un artículo titulado “Tres ensayos de interpretación crítica sobre las luchas de la liberación femenina”, del 18 de enero de 1973, hizo la reseña acompañada por una entrevista realizada a la autora. Sin esfuerzo, este libro circuló de forma tan natural como la vida misma.

      Ambas comenzaron a tomar impulso cuando le enviaron una carta a Larguía, instalada en Cuba. Isabel, una rosarina de pura cepa, había emigrado en la década de 1950 a Francia y luego, tras el triunfo de la revolución caribeña, se trasladó a ese país de ron y revoltijos. Al poco tiempo, conoció a John Dumoulin, un norteamericano doctorado en Harvard, que también se radicó allí. Inmediatamente, entre ellos venció el amor tanto como la revuelta en la isla. Con el tiempo, en 1969, la pareja Larguía-Dumoulin publicó en la revista Partisana una versión de su estudio con el título “Contra el trabajo invisible”. El concepto explicaba la invisibilidad de la actividad socio-económica femenina y su raíz en las labores domésticas como así también su reproducción en la fuerza de trabajo. Ambos sospechaban que esa idea novedosa y significativa que permitía explicar lo que aún era inexplicable rodaría por el mundo apenas fuese conocida. Ese texto de Larguía-Dumoulin, en Las mujeres dicen basta obtuvo una repercusión insospechada, al tiempo que se sellaba una amistad a la distancia.

      En simultáneo, Mirta y Regina proseguían sus lecturas con la misma tenacidad que las hormiguitas obreras y, de tanto revolver, encontraron en la revista estadounidense Leviathan un artículo de Peggy Morton: “El trabajo de la mujer nunca se termina”. Entonces, lo editaron en forma de extracto sin que la autora se haya enterado. Recuerda Henault que “fue Regina quien tradujo a Morton al castellano”. Las mujeres dicen basta centró su estudio y discusión sobre cuestiones relacionadas con el mundo de las mujeres en la vida cotidiana y familiar como así también su inserción en la producción industrial. Transitaban en la misma dirección en que las europeas y estadounidenses.

      No obstante, no dejan de asombrar las ausencias en relación a las sexualidades, a los métodos anticonceptivos y al aborto voluntario. Está visto que Henault, en su ensayo “La mujer y los cambios sociales”, no hizo cruce alguno. Solo se aproximó a la cuestión cuando enumeró los logros conseguidos por las cubanas después de la Revolución, en 1959. Así, citaba de manera fugaz las conquistas en torno al derecho de interrumpir un embarazo y las prevenciones necesarias, de modo “que los anticonceptivos son libres sin restricciones y el aborto es legal”. Mientras, Morton consideraba al control de la natalidad y el aborto como medidas reformistas y planteaba que “serán eventualmente concedidas, ya que no amenazan las necesidades básicas del propio sistema. Pero debemos verlas no como la prueba de que estas demandas sean reformistas, no debemos organizarnos en torno a ellas sino considerarlas nuestra primera victoria. La resistencia general de la clase gobernante para concederlas debe hacernos conscientes de su naturaleza de doble filo. Por una parte, la propia familia podría funcionar mejor si el control de la natalidad y el aborto a solicitud estuvieran al alcance de todas las clases. Por la otra, la existencia de la familia como tal se ve intimada en la medida en que no cuestiona el dilema medular del capitalismo, la familia nuclear”. (18)

      En cambio, Larguía disparaba gruesos dardos contra la revolución sexual por su efecto adverso a los cambios sociales: “En la vida política actual se plantea como principal la liberación sexual de la mujer, desenfatizando la lucha de clases. Se manifiesta con extremada fuerza en una parte de los movimientos feministas y de la nueva izquierda, inspirándose en ideólogos como W. Reich que sitúan la problemática humana en las formas autoritarias de relación sexual y no en la opresión de sectores sociales que les dan origen”. (19) Todas estas caracterizaciones iban a contramano del nuevo orden de cosas que el tono de época exigía. Por un lado, las temáticas del aborto y los métodos anticonceptivos constituían un núcleo revulsivo de lo político en momentos en que las activistas armaban fogatas para la quema de sus corpiños. Por el otro, tanto sus editoras como sus autoras eran feministas de fuste, resistentes al tiempo. Anteriormente, Mirtha Henault y Regina Rosen habían probado suerte con la salida de un folleto, La mitología de la femineidad, del chileno Jorge Gissi, donde el aborto tampoco fue invitado.

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