Apenas unos meses después de la concentración, la Legislatura de Nueva York votó la enmienda a las leyes sobre aborto que entraría en aplicación tres meses más tarde. Justamente, el 1 de julio de 1970 se sancionó una legislación que permitía la interrupción del embarazo siempre que la efectuase un médico antes de las 24 semanas. Pese a todos los avances, la Campaña Femenina por el Aborto (CFA) exigía la fijación de topes para los abortos. Proponían además un rally de educación sexual, clases preparatorias para médicos por abortistas expertos; el funcionamiento de un comité de reclamo; un consejo de investigaciones sanitarias y clínicas de abortos gratuitos.
Transcurridos tres años, los grupos defensores del aborto libre iniciaron una estrategia de efecto punch: litigar mediante un caso prueba para llevar el tema a la Suprema Corte de Estados Unidos, que generalmente aceptaba casos cuando las diferentes cortes federales no se ponían de acuerdo sobre el mismo problema. Así lo consignaron dos consagradas investigadoras, Marlene Geber y Friedy Shelia Clark, sobre Roe vs. Wade, el juicio que finalmente permitió elegir abortar legalmente. (49) Sucedió en 1973, a través del famoso fallo –seis votos contra dos– se decidió que todas las leyes existentes sobre el aborto eran inconstitucionales y que una mujer en el primer trimestre del embarazo podía tomar su propia decisión ya que estaba protegida por el derecho a la privacidad. Sin embargo, la corte no confirmó el derecho a la autonomía sobre el cuerpo. Ese era, por cierto, el punto que las feministas exigían con plena convicción y fundamentos. Claro que hoy, con la perspectiva del tiempo, podemos aceptar que la resolución final en su contexto histórico demostró ser una respuesta lógica a la coyuntura.
CHICAGO Y BOSTON EN LA MISMA LUCHA
A decir verdad, no todo se movía en torno a la metrópolis en la cual se asienta la estatua de la Libertad; también Chicago y Boston tuvieron sus historias. Se cumplieron importantes hitos que fueron dejados en el olvido por las generaciones siguientes. Con una consigna premonitoriamente afín a la del posterior movimiento punk londinense, que proclamaba “Hazlo tú mismo”, los grupos de activistas radicales convocaban a sus pares a apropiarse del conocimiento médico. Sin ir más lejos, en 1969, funcionó un legendario grupo secreto de mujeres en Chicago, subsumidas bajo el nombre en código Jane, que era el seudónimo del Servicio de Consejería en Aborto para la Liberación de las Mujeres. (50) Jane pasó de ser un grupo de derivación a uno de prestador, de allí que comenzaran a practicar abortos clandestinos en hoteles contratados para ese fin. Al principio los realizaba un médico, pero luego se deshicieron de él y comenzaron a entrenar a sus integrantes para practicarlos ellas mismas y así evitar toda forma de dependencia. Descubrieron que si las mujeres dependían de practicantes ilegales, estarían virtualmente indefensas. Entonces decidieron controlar el proceso y practicarlos ellas mismas. Ninguna era profesional de la salud. De más está decir que lograron reducir el precio de la intervención y mejoró la calidad de la atención de manera notable.
Una meta las guiaba en estimular la conquista por el derecho a decidir. Claire, una de sus fundadoras, sostenía que “el aborto era el eje de la lucha por la liberación de las mujeres pues les daba el control de su propia reproducción, y que esperar algo del gobierno era ilusorio. Las mujeres se tienen únicamente así mismas”. (51) Jane cobraba solo lo necesario para cubrir los gastos de material médico y administrativo. Jamás rechazaba a una mujer que no pudiera pagar. Además, otorgaban información de métodos anticonceptivos y atención postaborto. La activista libertaria Laura Kaplan, autora del libro La historia de Jane: el legendario servicio feminista de abortos clandestinos, fue integrante de esta colectiva. Su relato es fresco y emotivo: “Fuimos únicas en el sentido de que elegimos actuar teniendo como guía las necesidades de las mujeres. Al hacerlo transformamos el aborto de una práctica silenciosa y sórdida, en un acto de reafirmación y poder. Jane encarnó un cambio en la concientización que fue el de tener que pedir algo a hacerlo por una misma. Nosotras aprendimos que el cambio social no es un regalo que nos dan nuestros líderes y héroes, sino que se obtiene mediante el trabajo de gente común trabajando en equipo. Lo obtenemos por medio de lo que decidimos hacer al respecto”. (52)
La historiadora Marcela Brusa relata que la mayoría de las activistas que intervenían en esta colectiva eran estudiantas de la Universidad de Chicago. La primera edición de este libro fue publicada por Pantheon Books de New York (53), en 1995. Dos años más tarde la University Chicago Press lo lanzó por segunda vez. Además, Brusa considera que tal acontecimiento podría emparentarse de manera lejana con el uso actual de las líneas telefónicas que orientan con información –producida por la Organización Mundial de la Salud– para un aborto autoinducido a través del empleo del medicamento “misoprostol”. Está comprobado que dicha práctica disminuye las complicaciones en países donde el aborto es ilegal.
Ahora bien: a 1580 kilómetros de distancia de Chicago, en línea recta hacia el Este, se encuentra Boston. También allí, en 1969, un grupo de feministas se reunió en un taller para discutir el tema “La mujer y su cuerpo”. Este encuentro se llevó a cabo en la universidad Emmanuel, y fue el primero en reunir a mujeres para hablar sobre sus especificidades. Y de tanto dialogar dentro y fuera de la conferencia, estas pioneras descubrieron lo mucho que sabían en relación con sus cuerpos. Las discusiones que se generaron en la conferencia resultaron por demás estimulantes y provocativas. Luego de los talleres, ellas decidieron escribir una serie de panfletos, recoger la información que tenían y el conocimiento que habían adquirido y ponerlo a disposición de sus pares. El objetivo estaba en crear un modelo en el que las mujeres se apoyasen unas a otras en el proceso de aprender sobre ellas mismas y se comunicaran con sus médicos para mejorar los servicios de salud. Así fue que antes del cierre de ese evento inaugural, un grupo decidió proseguir la discusión. Al principio se hacían conocer como “el grupo médico”. Todas habían pasado por angustias similares provocadas por el sistema de salud que, con actitudes paternalistas, sentenciosas y nada informativas, ejercían su poder sobre las pacientes. Por esta y otras razones, dicha comunidad de afinidades decidió dictar cursos en espacios disponibles –escuelas, guarderías infantiles, iglesias o casas particulares–.
Estas mujeres tenían cosas que decir pero también mucho que aprender. Luego de veinte reuniones, se lanzaron a diseñar una pequeña cartilla que luego fotocopiaron. Crearon entonces La Colectiva de Salud de las Mujeres de Boston. Al año siguiente, se publicó el panfleto que entonces tenía 120 páginas, bajo el título “Las mujeres y sus cuerpos”. Con el correr del tiempo y con las ventas multitudinarias cambiaron el nombre: pasó a denominarse “Las mujeres y nuestros cuerpos”, hasta llegar a su título final Nuestros cuerpos. Nosotras mismas. (54)
Por fin, en 1973 se tradujo al castellano como Nuestros cuerpos. Nuestras vidas. En su prefacio, las integrantes de la colectiva se definían de la siguiente manera: “Somos blancas, tenemos entre 24 y 44 años, la mayoría de clase media y hemos recibido alguna educación secundaria y universitaria. Hay casadas, separadas, solteras, con y sin hijos. Para concluir, somos un grupo muy común y muy especial a la vez, como las mujeres lo son en cualquier país. Como blancas de clase media, solamente podemos describir la vida tal como ha sido para nosotras. Pero comprendemos que las mujeres pobres o de color han sufrido y mucho más la mala información y los malos tratos que describimos en este texto”.
A esa cartilla artesanal que luego devino libro, se le fueron agregando distintos capítulos de acuerdo con el ingreso de una diversidad de colectivas, de nuevas lecturas, de comentarios e ideas que llegaban mediante cartas postales de diferentes lugares de Estados Unidos, de conversaciones telefónicas o de testimonios personales. Terminó convirtiéndose en un texto por y para las mujeres, con la colaboración de componentes latinoamericanas que residían en ese país. Por ejemplo, en el capítulo 11, con el título “Aborto” reseñaban las complicaciones que atravesaban pese a estar legalizado. Entre las cuestiones más urgentes aparecía la realidad acuciante de las pobres que aún no podían acceder a los servicios de abortos, por razones obvias: “Si bien se inauguraron muchas clínicas para las que tienen menos de doce semanas, algunas como las de Planificación Familiar no son lucrativas, y otras no están orientadas hacia