La familia jurídica, la consagración religiosa y civil de la unión conyugal, la doble moral, la castidad, el sometimiento de la mujer por el varón, la fidelidad y la durabilidad de la relación representaban serias trabas para un nuevo patrón, basado en el amor o en la unión libre. Solamente las pasiones y los deseos sin ningún tipo de frenos provocarían las condiciones necesarias para deponer el compromiso formal. En este punto Reich proponía ultimar tanto al matrimonio monogámico como a la familia nuclear, al ser considerados instituciones claves del patriarcado por sus implicancias autoritarias, que presionaban a favor de una moral conyugal restrictiva que incluía la pena contra el aborto. En caso de legalizarlo tanto para mujeres casadas como solteras, traería consigo una incitación a una vida sexual desenfrenada y, por lo tanto, el reconocimiento de las relaciones extramatrimoniales.
Frente a tantas propuestas que impugnaban lo instituido, albergadas por los dorados años 60 con su prometida “liberación”, la lucha por la legalidad del aborto estuvo desvinculada de esa revolución sexual promovida por Marcuse, celebrado como “padre de la nueva izquierda mundial”. Mientras tanto, el amor libre siguió su ruta y fue asociado con la contracultura comunitarista, el ecologismo, el festival de rock y artes de Woodstock, la generación beat y el hippismo. Como respuesta a las transformaciones económicas y laborales, luego de la Segunda Guerra Mundial en Europa –y en la que Estados Unidos tuvo un rol insoslayable–, cuando parecía que había sido sepultado, el feminismo hizo oír su voz al colocarse dentro del marco de estas luchas. Más aún, fue pionero por su necesidad imperativa de instalar en el debate político la noción de la diferencia sexual entre las personas.
A primera vista, tal coyuntura histórica implicó la expansión del crecimiento económico que provocaría una entrada masiva de las mujeres al mercado formal de trabajo, sin perder de vista su avanzado ingreso y egreso de la universidad. (4) Ambas variables configuraron el telón de fondo del impresionante renacer del movimiento feminista, que se sumó a las luchas contra todo tipo de opresión. En realidad, su retorno sería inexplicable sin el desarrollo de tales acontecimientos en el capitalismo central.
En este contexto, como un conejo de la galera surgió el Movimiento de Liberación de la Mujer (MLM), conocido también con la abreviatura coloquial Women’s Lib con la que se hizo popular. Marysa Navarro recuerda que recién en la década del 80 fue bautizado Feminismo de la Segunda Ola. (5) Eso sí, arremetió con una pujanza arrolladora en las monumentales urbes del país del Norte, con una peculiaridad poco registrada: allí, algunos grupos de científicos husmearon en el velado mundo de las sexualidades cuando todavía el filósofo Michel Foucault no era una figura de renombre ni había publicado su Historia de la sexualidad.
Cabría recordar el tan mentado informe elaborado por Alfred Kinsey y Wardell Pomero, el resultado de un estudio publicado en dos monumentales tomos: Comportamiento sexual del hombre, en 1948, y Comportamiento sexual de la mujer, en 1953. Sus conclusiones pusieron en cuestión los tabúes que inhibían hasta entonces a la población estadounidense respecto de sus vidas sexuales y eróticas. Luego, en 1966, apareció La respuesta sexual humana, de William Masters y Virginia E. Johnson, investigación referida a la morfología y el funcionamiento del aparato sexual masculino y femenino. Estos trabajos, aclamados como una significativa contribución a favor de la ola de cambios, omitieron referencias en torno a la ilegalidad del aborto y sus secuelas. Quizás en aquellos tiempos no lo concebían como parte constitutiva de la sexualidad. Sin duda, semejante desatención predijo los límites de lo que se entendía como pasible de ser investigado. De todos modos, se iniciaba así la lista de best-sellers de una disciplina que, de modo particular producía desvelo: la sexología.
ANTICONCEPTIVOS PARA NO ABORTAR
A partir de los años 60, emergió una acentuada preocupación por la explosión demográfica y una puesta en marcha de políticas de control de la natalidad. La aparición de la píldora anticonceptiva, su comercialización y su uso se generalizaron durante los inicios de esa década, en Estados Unidos. Estaba destinada especialmente a las señoras casadas, amas de casa y con un número suficiente de hijos, más que a las solteras tentadas por incursionar en aventuras amorosas. En sus comienzos, la píldora era recetada previa presentación de la libreta de matrimonio. Pese a ese obstáculo, por cierto, representaba “el mal menor” frente la complicación del aborto ilegal, la numerosa cadena de partos y el infanticidio.
Fue así que la planificación familiar, que implicaba el empleo intencional de nuevas tecnologías anticonceptivas, comenzó a pensarse como la alternativa más rápida y efectiva para un esperable impacto sobre el descenso de la fecundidad: las mujeres emprendieron el uso de la anticoncepción oral, la colocación de dispositivos intrauterinos y también fueron sometidas a las esterilizaciones quirúrgicas masivas de manera involuntaria, en especial, en los países del Tercer Mundo.
Las investigaciones científicas comprometidas con la pastilla oral no mostraban su descubrimiento como una consecuencia directa de la revolución sexual sino que había un interés biopolítico para su desarrollo. De ese modo, surgieron organismos filantrópicos y académicos abocados a cuestiones demográficas que luego incentivaron un movimiento mundial de programas de planificación familiar. Reglamentaban así a poblaciones completas teniendo en cuenta su tamaño, crecimiento y movilidades, con métodos que se difundían a través de dichas asociaciones internacionales y de los organismos estatales.
En líneas generales, estaban apoyados por los países centrales y dirigidos a las regiones empobrecidas de los continentes ricos en recursos naturales. El clima de recelo con respecto a la pastilla prosiguió su rumbo cuando se hizo público que los testeos implementados por los laboratorios norteamericanos se llevaban a cabo en poblaciones pobres y con la comunidad negra en Harlem, Estados Unidos. Por ejemplo, las primeras pruebas se centraron en la población femenina de Puerto Rico, México o Haití y también en pacientes de hospitales psiquiátricos. De ahí que destacadas voces feministas advirtieran sobre su uso como herramienta de intervención sobre el cuerpo de las mujeres, utilizada principalmente por esos mismos movimientos de control de la población. Incluso, apareció el resquemor a la hora de reivindicar el uso de la píldora oral por más que fuese el primer método contraconceptivo que suministraba una independencia plena a las heterosexuales lejos de la aprobación masculina. Ante la situación de dar su consentimiento pesó más en ellas saber que se empleaba a las mujeres como conejillos de Indias. Si bien el nuevo anticonceptivo encarnaba el símbolo de la liberación porque proporcionaba el control de la fecundidad, también esa potencial libertad gritada a los cuatro vientos se ligaba estrechamente con la condición de raza, clase y etnia de las propias consumidoras. Al representar una herramienta al servicio del imperialismo estadounidense, impedía verlo como una promesa alentadora.
En 1963, la británica Juliet Mitchell pronosticó –en el mismo instante en que la píldora hacía su debut– que repetía fielmente la desigualdad sexual de Occidente. (6) Mientras, se cuestionaba duramente a las instituciones extranjeras de origen estadounidense, volcadas a regular la población con el suministro de contraceptivos para mitigar el problema demográfico en América Latina. Pese al listado de denuncias que brotaban de las propias filas feministas, esos organismos disponían también otras acciones a cumplir y procuraban dar atención a las demandas de las parejas, en especial a las mujeres, en relación con el control de su fecundidad. (7)
De todas maneras, más allá y más acá de la condición económica y del estado civil de las mujeres, los nuevos métodos anunciaron a las heterosexuales la posibilidad de quebrar su destino de inexorables procreadoras, orientándolas cada vez más hacia una maternidad elegida. De un modo u otro, se les presentaba la ocasión de escoger en primera persona entre el placer y la fecundación, por fuera del arbitrio masculino y biológico. Según la investigadora Ágata Ignaciuk: “El impacto de la píldora