Hasta ese entonces, las formas más difundidas para evitar una gestación pasaban por el uso del condón, el diafragma, el DIU, el coitus interruptus, la abstinencia periódica y, asimismo, las esterilizaciones quirúrgicas y el aborto clandestino. Se incluía la práctica abortiva como parte de la anticoncepción. La trascendencia de los saberes científicos sobre el embarazo y la fertilidad separaron la anticoncepción del aborto. Hubo voces que lo sostuvieron; por ejemplo, la ensayista Germaine Greer: “Dada la frecuencia con que muchos métodos anticonceptivos solo pueden calificarse como abortos disimulados, es justo considerar al aborto como una extensión de dichos métodos”. (9) Tal presupuesto no cayó en balde roto. Pese al paso de los años, la jurista italiana Giulia Galeotti profundizó ese legado cuando apuntó “que el aborto ha sido una realidad siempre existente y como en todas las grandes cuestiones resulta difícil escribir al respecto la palabra fin”. (10)
En relación al preservativo, se lo desplazó por estas nuevas técnicas de control de la fecundación. Anteriormente, se los extraía de las máquinas automáticas en los baños públicos masculinos, cuando las enfermedades venéreas preocupaban a las capas medias por su masividad, en consonancia con el consumo continuo de la prostitución femenina. El sexo comercial permitió, por un lado, preservar la virginidad de las futuras cónyuges y, por otro, explorar todo lo que un matrimonio no podía contener.
En una rápida apreciación, el mundo de las alcobas recorrió un camino sinuoso pero aún “tironeado” entre lo viejo por morir y lo nuevo por nacer. Se presentaron serias dificultades para el acceso a la anticoncepción moderna, las más de las veces difundida de boca en boca sin una información apropiada: olvidos en cuanto a mantener una regularidad en su consumo, posibles riesgos para la salud y, además, en ese momento un bien destinado para un grupo social reducido. La idea de que el cuidado por el embarazo o de los posibles efectos secundarios de la anticoncepción quedaba bajo la competencia de las mujeres adquirió un significado sin vuelta atrás. No cabe duda de que liberó a los hombres de su rol tradicional en el empleo del preservativo, a salvo de que se propiciasen políticas referidas a la sexualidad y la reproducción también para ellos. Al parecer, la mujer asumía completamente la responsabilidad de dicha decisión, resolvía sola como si fuera una carga que debía sostener por fuera de la pareja.
En cambio, la posibilidad de prevenir un embarazo encaminó una serie de cambios sociales, por la mayor libertad de las mujeres para decidir en el mercado laboral, en el matrimonio o respecto de la propia experiencia materna. Si retomamos a Ágata Ignaciuk, aparece una contundente afirmación: “No parece exagerado relacionar el lanzamiento de la píldora con el nacimiento de la Segunda Ola del Feminismo como un movimiento masivo”. (11) Fue en esa dirección que la historiadora estadounidense Linda Gordon aseguró con tanto criterio que la historia de la anticoncepción era una clave fundamental para comprender la historia de la emancipación femenina y, además, la historia de las transformaciones de los roles de géneros en la sociedad industrial. (12) Sustraer su sexualidad a la dominación masculina implicaba, entre otras cosas, pelear por la anticoncepción y el aborto.
EFECTOS INDESEADOS
Durante los años 60, las mujeres que se embarcaban en una vida sexual sin ataduras y requerían de una protección anticonceptiva comprobaban que los métodos del momento eran todos, de alguna manera, incómodos e ineficaces. Por ejemplo, el preservativo masculino no les resultaba demasiado atrayente por estar asociado con los prostíbulos, las aventuras pasajeras y las enfermedades. Además, para que fuese eficaz se debían adoptar precauciones para evitar su rotura y el convencimiento constante de emplearlo sin concesiones. Mientras, el diafragma debía usarse de manera combinada con cremas espermicidas con la exigencia de aprender a colocarlo en el lugar correcto. En cuanto al Dispositivo Intrauterino (DIU), en la mayoría de los casos no era bien tolerado y en ocasiones expulsado por el cuerpo.
No todo se mostraba con la eficiencia esperada. Quedaba pendiente solucionar los fracasos, es decir, los embarazos involuntarios cuando el método no funcionaba correctamente. De alguna manera, la píldora resultó ser la práctica más adecuada, aunque habría que recordar: no todo lo que reluce es oro. Volviendo al relato de Greer, el uso de las pastillas implicaba correr ciertos riesgos: “Su efecto secundario es el problema del cáncer. Exige extensos estudios que hasta ahora no se han realizado. Su problema es que simplemente no sabemos cuál es la verdadera situación”. (13) Para esta autora, aún no asomaban a la palestra elementos de juicio claros y los pocos que circulaban no eran tranquilizadores. Entre ellos, los derivados de la investigación de las compañías farmacéuticas como así también la resistencia de dichas corporaciones a actuar sobre la base de sus comprobaciones. Por último, Greer llegaba a conclusiones escépticas pero no por eso alejadas de la realidad: “Deshacerse de la píldora sería útil para las mujeres si adquiriesen la certeza de que existen otros métodos a su alcance e igualmente eficaces”. (14) Una de las dudas partía del alto costo de su venta y del control que ejercían los dispositivos médicos para recetarlas a las solteras.
Por otro lado, su advenimiento promovió consideraciones agraviantes y discriminatorias no solo por parte de las prédicas religiosas sino también de las instituciones estatales. Se pensaba que su consumo volcaría a las jóvenes modernas a una masculinización como producto de no querer fecundar. Además, su sexualidad se tornaría más activa y desenfrenada. Esos mismos razonamientos se repetían para el aborto libre frente a la preocupación de que su práctica se convirtiese en una costumbre de vida, una moda. Al menos así lo anticipaban los médicos soviéticos en los años 30 al sostener argumentos que competían cuerpo a cuerpo con la ortodoxia católica. Para ellos, “el motivo esencial del crecimiento en el número de abortos no era la penuria económica entre las mujeres sino la prueba de que ante todo desean el placer sexual, independientemente de la procreación”. (15)
En cuanto a los varones, con respecto a la anticoncepción oral se presumía que vivirían en una especie de laissez faire, laissez passer constante al desligarse de todo tipo de responsabilidad paterna y matrimonial. Así, sus detractores se empeñaron en declarar una batalla contra el control de la natalidad por restringir la función primaria y única de la mujer: la procreación; al tiempo que se alertaba sobre sus efectos negativos y devastadores en la familia y en la pareja.
Mientras tanto, la controvertida escritora y periodista londinense Erin Pizzey impugnó con la misma hostilidad tanto el uso de la píldora como de la práctica abortiva al considerar que los hombres, liberados de cualquier limitación, exigirían relaciones sexuales a la medida de sus deseos. Presumiblemente, muchos de ellos se desentenderían de toda consecuencia previsible y darían la espalda a cualquier tipo de compromiso por miedo a la responsabilidad que podría implicarles durante el resto de sus vidas. Además, para esta autora, Londres se había convertido “en la capital mundial del aborto y alcanzaba los niveles más elevados de partos de adolescentes de todo Occidente”. (16)
Aunque con la pastilla no se corría peligro de muerte o amenaza concreta de presidio como con el aborto ilegal, lo mismo se mantenía dicha práctica difundida puertas adentro y, a la vez, clandestina de puertas afuera. Por lo tanto, en la cotidianidad las mujeres hablaban del aborto entre ellas mientras era castigado en el orden público. En cuanto a la nueva anticoncepción, en sus comienzos, al estar destinada a una minoría con privilegios, además de la exigencia de un compromiso regular de consumo atentaba contra su aceptación generalizada; más allá de saber que de ningún modo aseguraba evitar una posible preñez. El aborto significaba lo opuesto, es decir, una solución frente al hecho consumado. Así, se convirtió en el medio más eficaz para concluir con un embarazo no deseado en la medida en que hubiera certeza de no exponer la vida o de ir presa.
Otro dato para no soslayar: en los años 60 existían generaciones precedentes de mujeres que habían abortado y que, de alguna manera, lo verbalizaban dentro de su entorno íntimo. En líneas generales, su acogida era cuasi familiar. En cambio, la anticoncepción oral carecía de trayectoria en cuanto a comportamientos reproductivos. Y como todo lo nuevo, por un lado generaba incertidumbre y, por el otro, se ignoraban